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En los Hechos de los Apóstoles (16,6-10) se nos narra una historia sorprendente, que nos hace reconocer los fundamentos de Europa, la que ahora nos llama a elegir sus representantes en el Parlamento de Bruselas. San Pablo siente que el Espíritu de Jesús le impide ir allí donde él quería ir a misionar (Asia menor, actual Turquía). La nueva dirección se le revela en un sueño: Pablo ve un macedonio en pie que le llama y le pide: ¡Ven aquí y ayúdanos! Macedonia es lo que hoy sería Grecia. Su ruego a pasar a Europa decide la historia sucesiva.

Y así llegó a ser Europa, la Europa en que vivimos y en donde se deciden hoy tantas cosas para nuestra vida. Europa descansa sobre la unión del espíritu griego y la fe cristiana, sobre una razón que se convierte en anhelo, y que echa de menos lo que le falta. Y descansa sobre la respuesta del Espíritu de Jesucristo, que toma la mano extendida del macedonio y se convierte en guía.

San Pablo es quien también exhorta en su carta a los fieles de Filipos, ciudad de Grecia, a realizar todo lo que es verdadero, noble, justo, todo lo que es virtud (Flp 4,8). Sin duda las palabras que él emplea proceden sin excepción de la filosofía moral griega. Nos encontramos, pues, aquí ante algo sorprendente: Pablo exhorta a los griegos a seguir la sabiduría de Grecia, les exhorta a seguir la razón y a hacer lo razonable. ¿Significa esto que la fe cristiana en último término es ella misma superflua, es decir, que es un estadio previo hasta que la Ilustración la hace innecesaria y la razón se basta a sí misma?

De ningún modo. Es lo que muchos europeos han hecho y siguen pensando así de la fe cristiana. Esta poco tiene que hacer en Europa, piensan muchos en la Unión, es etapa del pasado. Pero es un juicio sin fundamento real. Más bien lo que nos encontramos en la carta a los Filipenses es lo realizado en la historia del sueño de san Pablo con el macedonio: representaba en figura que el Evangelio ha asumido el espíritu griego, ha asimilado en sí la razón del mundo griego. No ha eliminado la razón, sino que la ha reconducido a sí misma. Y, al revés, la razón no hace superflua la fe, sino que por ella recibe el apoyo que la protege de la destrucción y la conserva. Cuando la razón pierde este apoyo y solo se ve a sí misma, entonces es como un ojo que solo puede verse a sí mismo; y un ojo de este tipo estaría ciego.

Esta correlación entre fe y razón se refleja en el catálogo de virtudes de san Pablo, y así se visualizan los verdaderos fundamentos de Europa, que han dado a este continente su verdadera misión y su verdadero rango en la historia mundial. Esto significa que entre los “gentiles” grecorromanos de una razón sin medida, de Grecia y Roma, y los “gentiles” de la ciega irracionalidad, de la superstición, también romanos y griegos, se ha abierto con el cristianismo un nuevo camino en esa cultura helenista.

“Gentiles” de una razón sin medida los experimentamos hoy y san Pablo pudo experimentarlos en el mundo griego de entonces. Es también el texto de Hch 17,23s el que nos cuenta la conmoción que el Apóstol sufrió cuando en Atenas, en la capital de la cultura antigua, descubrió un altar con la inscripción: al dios desconocido. Allí donde Dios es desconocido, allí lo más decisivo sigue siendo desconocido y allí es urgente la ayuda. San Pablo lo ha vivido cuando se ha encontrado la miseria de los trabajadores del puerto de Corinto, el mercado del vicio en las grandes ciudades y la desesperada perversidad en los tribunales del Imperio.

La imagen contraria de una razón apagada nos la encontramos en un mundo de supersticiones; es la razón dejada a sí misma, porque también el temor a la razón hace ciegos. La fe cristiana, sin embargo, significa que la razón puede encontrar su propio camino, que la fe sostiene y precisamente así la libera.

En la actualidad, políticamente esto significa que la fe cristiana otorga al Estado desde el principio su propio lugar y que protege su espacio propio. Al igual que la razón y la fe no se deben confundir una con otra, así también deben el Estado y la Iglesia permanecer en su propio orden. Nosotros, cristianos, no aspiramos a una teocracia, ni a un dominio de la Iglesia sobre el Estado, y sabemos que la Iglesia y los partidos políticos no deben confundirse. Pero sabemos también que el Estado y la Iglesia solo pueden permanecer libres cuando la razón de Estado –no la ideología– sigue siendo racional, cuando no pierde su medida, y esto sucede en ocasiones, que él, Estado, no puede sin embargo darse a sí mismo.

Dado que queremos la libertad de la razón, luchamos o hemos de luchar contra las desviaciones del espíritu que lo destruyen en la sinrazón. Por eso defendemos la vigencia de esos valores morales con los que la buena nueva cristiana ha mantenido a la razón en el rumbo estelar de lo humano en la historia de Europa, pese a los fallos y pecados.

Europa está en una crisis de su historia y, sobre todo, de su espíritu. Lo sabemos y nos apenan leyes que apartan de la cultura del humanismo cristiano que está en el origen de la actual Unión Europea en proceso de elecciones. La tarea de la Iglesia, lo repito, no es entrar en la política de partidos. Nuestra tarea es, más bien, con toda la urgencia trabajar por esa purificación del espíritu y de los espíritus que haga capaz a la razón para esa autosuperación del anhelo por ella se abre y clama: “¡Ven a nosotros y ayúdanos!” (Hch 16,9). Es bueno seguir reflexionando sobre esta Europa nuestra.

Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo.

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