Algunos hechos recientes sucedidos en Estado Unidos nos ayudan a comprender mejor una de las dinámicas más destructivas de nuestro tiempo: un moralismo insaciable que produce una verdadera fábrica de odio y agravios con fines polĂticos y que envenena la vida en comĂşn. Los ejemplos son norteamericanos, pero cualquiera puede hacer el sencillo ejercicio de encontrar sus ejemplos similares en nuestro paĂs.
En primer lugar me voy a referir al caso del gobernador de Virginia, el demĂłcrata Ralph Northam, quien se ha convertido en el centro de la polĂ©mica a raĂz de la publicaciĂłn de unas fotos de su etapa de estudiante en la que aparece con la cara pintada de negro y en compañĂa de otro estudiante que lleva una capucha del Ku Klux Klan. Una fiesta de estudiantes tontos estadounidenses, al estilo de esas pelĂculas (“Desmadre a la americana”) que nos informan de sus usos y costumbres. Una muestra de mal gusto, una tonterĂa, pero difĂcilmente un crimen imperdonable, como algunos han querido presentar. Pues en efecto, desde la revelaciĂłn de las fotos, se han sucedido la indignaciĂłn, los trajes rasgados, los ataques sulfurados, las disculpas compungidas por la estupidez cometida hacia tres dĂ©cadas (uno de los implicados, el fiscal general de Virginia, Mark Herring, ha pedido disculpas, con lágrimas de cocodrilo y una confesiĂłn, poco creĂble, afirmando que “la vergĂĽenza de aquel momento me ha atormentado durante dĂ©cadas“). Un problema, no obstante, en la narrativa maniquea del Partido DemĂłcrata, que se presenta como el partido de los buenos, los inclusivos, los tolerantes, los defensores de la diversidad, frente al monstruo republicano-trumpiano del racismo, el machismo, la homofobia, la islamofobia y, en definitiva, la maldad y el odio. La situaciĂłn, resulta evidente, significa un problema grave para esta narrativa maniquea, segĂşn la que alguien con una mancha, aunque sea menor y se pierda en el origen de los tiempos, debe ser excluido del equipo de los puros. La revelaciĂłn de las fotografĂas y los aspavientos consiguientes suponen una vĂa de agua en esta narrativa, especialmente dolorosa si tenemos en cuenta que fue el propio Northam quien jugĂł a este juego durante la campaña electoral, acusando a su rival republicano, Ed Gillespie, de racista.
Fue Lashrecsee Aid, delegada demĂłcrata y miembro del Black Caucus de Virginia quien quebrĂł el muro de mentira. ExplicĂł que, tras asistir a las tensas discusiones en la sede del partido en Richmond sobre la necesidad de que Northam dimitiese (posiciĂłn ampliamente mayoritaria entre los dirigentes del partido), asistiĂł a un servicio religioso en su iglesia en Petersburg y descubriĂł, hablando en los corrillos que se forman al acabar el servicio religioso, que los asistentes, negros, estaban unánimemente en contra de que el gobernador dimitiera. Lo de la cara pintada hace dĂ©cadas les parecĂa lo que es: una estupidez, una chiquillada, una tonterĂa sin mayor trascendencia a la que no daban mayor importancia. Poco despuĂ©s llegaron las encuestas a corroborar esta impresiĂłn: en Virginia los blancos apoyaban la dimisiĂłn del gobernador en un porcentaje muy superior al de los negros, que son los supuestos agraviados.
El siguiente caso se refiere al equipo de fĂştbol americano de los Washington Redskins, los Pieles Rojas de Washington, un nombre que los guardianes de lo polĂticamente correcto han dictaminado que es ofensivo para los “nativos americanos”. Se iniciĂł asĂ una campaña para cambiar el nombre, supuestamente racista, del equipo. Pero, una vez más, resulta que solamente un 9% de los “nativos americanos” afirman desear ese cambio de nombre, a la inmensa mayorĂa de los indios ni les va ni les viene De hecho, el 91% restante están encantados de que el equipo se llama “Pieles Rojas”.
Un Ăşltimo ejemplo, que señala R.R. Reno, editor de la revista First Things, en el nĂşmero de abril, es el de la periodista del New York Times que viajĂł a un barrio pobre y de poblaciĂłn negra de Milwaukee a la bĂşsqueda de la “Resistencia” contra Trump. Lo que encontrĂł no tuvo nada que ver con el pánico y la indignaciĂłn de la que querĂa informar, la gente allĂ incluso expresaba su esperanza de que la mejora econĂłmica que vive el paĂs bajo Trump llegue hasta aquel rincĂłn de la regiĂłn de los Grandes Lagos. Otro de los elementos de la narrativa demĂłcrata, el del alzamiento de las mujeres contra el gran machista Trump, tampoco salĂa bien parado. De hecho, dos tercios de las mujeres blancas sin tĂtulo universitario le votaron. Son las mujeres de clase media-alta y universitarias las que salen a la calle contra Trump… una realidad que no encaja con lo que el New York Times querĂa explicar.
Todos estos ejemplos muestran que los grupos supuestamente agraviados no se sienten para nada asĂ. Entonces, ÂżcĂłmo se justifica ese estado de bĂşsqueda, delaciĂłn y escarnio contra los supuestos generadores de odio, agravios y discriminaciĂłn, cuando las supuestas vĂctimas afirman que no se sienten ni agredidas ni agraviadas?
La respuesta es que no importa, pues no se trata, ni aquĂ ni en otros casos más cercanos que hemos vivido en España, de una preocupaciĂłn sincera por las supuestas vĂctimas. En realidad no se busca reparar ningĂşn agravio o injusticia, sino que Ă©stos son fabricados para mantener en funcionamiento una retĂłrica de la opresiĂłn que es un poderosĂsimo instrumento para acceder y mantenerse en el poder. Esa es su funciĂłn y los supuestos grupos agraviados solo una excusa: lo que sientan las “vĂctimas reales” no importa a nadie.
Abandonadas las utopĂas del siglo XX, la izquierda se ha convertido en una fábrica de agravios (se buscan y, si no se encuentran, se fabrican) que constantemente delimita a los buenos de los malos, los que están del lado correcto de la historia de los odiadores. Escribe Reno al respecto: “éste es el motivo por el que el establishment izquierdista no hace nada para moderar la correcciĂłn polĂtica. Los extremismos más histĂ©ricos sirven a sus intereses polĂticos. Hoy en dĂa la supervivencia del establishment izquierdista depende de una correcciĂłn polĂtica hipermoralistica y de la bĂşsqueda constante de trasgresiones racistas y “crĂmenes de exclusiĂłn”. En la Ăşltima generaciĂłn los votantes ricos se han pasado al Partido DemĂłcrata. DespuĂ©s de las Ăşltimas elecciones de 2018, el Partido DemĂłcrata gana en los diez distritos más ricos, y en 41 de los cincuenta más ricos. SolĂa ser el partido de los trabajadores pero ahora es el partido de Silicon Valley. Esto hace necesario dirigir todas sus energĂas polĂticas hacia los imperativos de la antidiscriminaciĂłn, lo que requiere que exista discriminaciĂłn para mantener su hegemonĂa“. Y como vemos continuamente, si esta discriminaciĂłn no existe o los afectados, como suele suceder, no se sienten discriminados, se fabrica.
Es la dinámica en la que estamos inmersos y que nos lleva a la caza de discriminaciones cada vez más rebuscadas. Si los Redskins y las caras pintadas no nos sirven, hay que seguir rastreando en las fotos de hace medio siglo. Las opciones son casi infinitas: desde la estatua de un general confederadas a pinturas en las que aparezca CristĂłbal Colon o incluso, trasgresiĂłn inaudita, a un chico blanco vestido como Michael Jackson e imitando a su Ădolo, un ultraje inadmisible para esta nueva caza de brujas. Las instituciones que fabrican lo polĂticamente correcto (grandes medios, universidades, el mundo del cine,…) han de generar historias, escándalos, que muestren que el fanatismo y el odio siguen vivos y nos atacan por todas partes. SĂłlo asĂ se puede conseguir un estado de histerismo (concienciaciĂłn lo llaman) tal que justifique el voto para detener el peligro “fascista, racista, machista, homĂłfobo, etc”.
No es muy diferente de lo que vemos a diario también en España.