Ocho mártires del siglo XX en España fueron asesinados el lunes 7 de septiembre de 1936: dos lasalianos en Madrid, dos carmelitas descalzos -el hermano Marcelo de Santa Ana y el padre Antonio María de Jesús Bonet– en Barcelona, otro en Toledo -el padre Tirso de Jesús María, sobre el que se ha hecho un retrato que es todo un ejemplo de cómo mantener y fomentar la devoción a los mártires- y una carmelita de la caridad –Ascensión de San José de Calasanz Lloret, asesinada con su hermano Salvador, escolapio- en la provincia de Valencia; un franciscano –Félix Gómez-Pinto– en Guadalajara y otro –Pascual Fortuño, quien profetizó su martirio y cómo habían de matarlo- en Castellón.
Se celebra también el aniversario del martirio en Kosice (Eslovaquia) en 1619 de los santos jesuitas Melchor Grodziecki (polaco), Istvan Pongracz (húngaro) y Marcos Krizevcanin (croata). En Rusia, la Iglesia ortodoxa ha glorificado a un mártir de 1931 (el monje sacerdote Moisés Kozhin) y otro de 1938 (el sacerdote Vladimiro Moshchansky).

«Perdonen y bendigan y amen a todos, como yo les amo y perdono y bendigo»

El gobierno de Madrid nombró a José González Serrano juez especial contra la rebelión. Ante él compareció el padre Tirso, según relataría el juez: «Le pregunté acerca de su profesión, y como tardara en contestar, le indiqué si sería viajante de comercio, a lo que él asintió aunque de una manera tácita, negando a nuevas preguntas haber tomado parte directa ni indirectamente en la rebelión, y haber hecho uso de las armas durante la misma. En este estado del interrogatorio, el detenido, mirándome con una expresión indefinible, me dijo de pronto: Yo, señor, no soy viajante de comercio, soy religioso carmelita; y al indicarle yo que me había revelado una profesión distinta, él, con otra sonrisa, también indefinible, contestó: Yo no dije, sino que asentí a lo que usted decía y volvió a negar que hubiera tomado parte directa, ni indirecta en los sucesos de aquellos días. Como no había acusación alguna contra él, y ateniéndome por tanto a los términos de su declaración, di por terminada esta, haciendo constar, en auto a continuación dictado, que no constaba la existencia de indicio alguno, revelador de cualquier género de conducta delictiva. El detenido se mostró, durante el interrogatorio, con absoluta serenidad y modestia, mostrando tan solo cierta emoción, al preguntarle yo si era viajante de comercio, y al despedirme de él, estrechándole la mano».
El tribunal popular convocó para el día 6 el juicio oral (era la causa número 1 del juzgado especial) por rebelión militar, en el Salón de Concilios. El fiscal afirmó que el acusado «tomó parte activa en la agresión», aunque las conclusiones del fiscal el 3 de septiembre no aclaraban si alguien más que los guardias civiles hizo fuego desde el convento carmelita. El padre Tirso «negó rotundamente haber hecho uso de las armas, tanto él como sus hermanos del convento, fue por la Guardia Civil». Le condenaron «como autor responsable del delito de rebelión militar de que ha sido acusado, a la pena de muerte», abolida por la Constitución republicana. El padre Tirso acogió la condena «con tranquilidad y grande serenidad de espíritu, feliz de ser muerto solo por ser religioso y carmelita y sacerdote».

En prisión, dirigió una carta con documentos a sus familiares salmantinos: «Como verán por ellos, no he cometido delito ninguno. Un tribunal de guerra me condena a la pena de muerte. Son cosas de la guerra. ¡Cúmplase la voluntad de Dios! ¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea! A todos les tengo presentes y les abrazo a todos con el deseo de que sean muy felices en esta y la otra vida. Sean todos muy buenos. Perdonen y bendigan y amen a todos, como yo les amo y perdono y bendigo. No se ocupen de mí más que para rezar por mí.»
En la madrugada del 7, entre las seis y las siete, se lo llevaron diciendo que iban a Ocaña. Al ver los cipreses del cementerio, comentó: «¿No decían que me llevaban a Ocaña?». Le dijeron que tenían que cumplir la sentencia y echaron a suertes entre soldados, guardias de asalto y milicianos para designar los que habían de disparar: preguntósele de qué forma le tiraban y si le vendaban los ojos, contestando que como ellos quisieran. Le vendaron con un pañuelo negro: «El padre entonces con las manos cruzadas, y teniendo en ellas un crucifijo, pedía perdón a Dios una y otra vez por sus enemigos, hasta que recibió la descarga, conmoviendo los corazones de sus verdugos», según un testigo, quien añade que cuando fueron a recoger el cadáver, seguía vivo: «Acudió el capitán médico para observarle, comprobando que en efecto aún tenía vida. Entonces los milicianos, no sé si era uno o dos, le remataron disparando nuevos tiros: y al confirmar que ya estaba muerto, otros tres compañeros y yo le llevamos a enterrar». Uno de los verdugos, volvía comentando: «¡Qué hombre, qué hombre hemos matado! ¡Me ha dado lástima».
El retrato del padre Tirso de Jesús María, beatificado en 2007, fue realizado en 2012 por Beatriz Barrientos Bueno para el convento carmelita de Toledo.
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