Cierran los colegios, abren las escuelas de verano, llegan las prisas, las carreras, las vacaciones de los padres que parece que no llegan nunca.
Los abuelos están siempre preparados para echar una mano, olas de calor, las rebajas, el tráfico infernal, hay malestar, …
Las ventanas abiertas, ruido de noche y de día, compromisos sociales, planes, elecciones, expectativas: festivales, conciertos, mosquitos…
Pero nuestros hijos crecen y no esperan a que tengamos tiempo de relax para dedicarnos a ellos, aprovechemos todos los momentos.
Los médicos recomiendan ejercicio físico y “dieta mediterránea” y, si además queremos preservar la salud mental, contar con una autoestima elevada y una red social de apoyo.
Personalmente, nuestro verano ha sido “espectacular”. ¿Campamentos de verano? ¿Horas de playa? ¿Cursos de vela? ¿Vacaciones en algún país exótico?
No. No hemos dejado de lado las bellas oportunidades que nos ha ofrecido la vida, pero nuestro verano familiar no ha sido espectacular por nuestros grandes planes.
Ha sido un espectáculo por el asombro, la comunión, la intensidad y la realidad con el que lo hemos vivido como familia.
No hemos buscado un verano extraordinario, una realidad que no nos pertenecía, hemos acogido cada instante tal y como era: «en la sencillez de mi corazón, te he dado todo con Alegría».
Efectivamente, en vacaciones es importante no perder del todo los hábitos adquiridos durante el invierno.
Establecer un horario, con flexibilidad y margen. Es una nueva situación, otro contexto. Tiempo para leer, un viaje gratis que alimenta las neuronas de grandes y pequeños.
Educar el gusto de los más pequeños no tiene por qué ser aburrido si se elige y prepara bien. Como nos sugiere Gloria Gratacós, en “Ocho claves para aprovechar el verano en familia”.
Los planes perfectos no tienen por qué ser caros o extravagantes. Hay que enseñar a nuestros hijos desde niños a disfrutar con las cosas pequeñas.
Saber dar las gracias a los demás por los detalles, por los planes o por haberlo pasado bien juntos.
Agradecer a Dios, descubrir maneras sencillas de cuidar la piedad de los hijos, asistir a la santa Misa y recibir los Sacramentos.
El objetivo es conseguir que nuestros hijos no renuncien a ser ellos mismo, a tener personalidad propia, a actuar de acuerdo con sus ideas y principios.
Que sean capaces de rebelarse frente a la dictadura de las modas, del “todos lo hacen», de la presión del grupo de «amigos”. Y de los intereses económicos de la industria del tiempo libre.
Que se diviertan como ellos decidan libremente, y no como otros le imponen. Como nos exhorta José Javier Ávila, en “100 maneras de poner las pilas a tu familia”.
Las familias numerosas suponen una escuela de vida. Referentes, virtudes y valores, que nos saca de nosotros mismos, nos ayudan a ser más responsables, más empáticos, más austeros y más alegres.
Como nos recuerda José Trigo, presidente de la Federación Española de Familias Numerosas. Tener hijos implica renuncias. Pero esos sacrificios son temporales.
“Sacrificamos» cosas que podremos volver a hacer y que no tienen comparación frente a la riqueza emocional que nos dan los hijos.
Pero las vacaciones aumentan los conflictos. Y me pareció interesante el análisis de la psicóloga Teresa Barrera, sobre el verano como “detonante” de la ruptura de muchos matrimonios que ya arrastran problemas entre los cónyuges.
Lo que para muchos es un momento de dicha, para otros se acaba convirtiendo en una pesadilla. Las estadísticas muestran que, tras la vuelta del verano, son numerosas las rupturas matrimoniales.
Las vacaciones estivales son el último eslabón de una situación ya de por sí frágil.
Es un tiempo en el que la convivencia aumenta y los conflictos que subyacen salen de forma más explícita a la luz.
En la intimidad, en la convivencia, mostramos nuestras fortalezas y vulnerabilidades y, si la estructura de la relación es “insana” a mayor convivencia, mayor posibilidad de conflicto.
Por ello, las vacaciones deben ser coherentes con las necesidades del matrimonio.
Por ejemplo, el verano con las familias de origen y/o las familias políticas puede ser una buena o muy mala decisión.
A veces lo barato sale caro y conlleva un gran coste emocional para tu matrimonio. El estado anímico, la salud y el bienestar de cada uno también repercute en el matrimonio.
Debemos “elevar la mirada”, para vivir las dificultades propias de este estado de vida.
El matrimonio es una vocación y los problemas son mucho más fáciles de afrontar si se entiende que el sacramento del matrimonio participa de la gracia sacramental.
Para que el matrimonio funcione es fundamental que exista un compromiso libre. Es necesario poner toda la voluntad para que las cosas mejoren. El matrimonio es una donación de uno mismo.
Es necesario estar dispuesto a renunciar en muchas ocasiones a los propios gustos. Y siempre desde la libertad, que no significa dejar de hacerse presente cada uno.
Todas las personas tenemos limitaciones y pasamos por dificultades. En muchas ocasiones la resolución de los conflictos en el matrimonio comienza con los de uno mismo.
Solemos buscar “vías de escape» para coger fuerzas y enfrentarnos al día a día con la familia. Hacemos deporte, salimos con amigos, leemos…
Como afirma la psicóloga Lucía Pérez, son “elementos reguladores” que nos permiten relajarnos, bajar revoluciones, coger fuerzas. Pero necesitamos buscar esos reguladores dentro de nuestra propia familia.
Si nuestras experiencias reguladoras son fuera de la familia, iremos “huyendo» de ella sin darnos cuenta. La familia es un hogar cálido donde encontrar acogida, paz, seguridad y descanso.
Pues, ¿qué es la felicidad? La forma en que concebimos la felicidad nos dice mucho de quiénes somos y en qué tipo de cultura vivimos.
Creo, también, que el matrimonio además de ser una vocación es una decisión, yo decido que quiero que mi matrimonio funcione o se vaya apagando, deshaciendo, rompiendo.










