Estamos diseñados para dar y recibir amor. Esta verdad es en realidad la piedra angular de nuestra existencia. Y no es solo una cuestión de fe; la historia, la ciencia y la experiencia cotidiana lo confirman con una contundencia implacable.
Sin amor puedes morir
A lo largo del siglo XIX, más de la mitad de los lactantes internados en inclusas morían antes de cumplir un año.
La razón no era la falta de comida o abrigo, sino algo más profundo: la ausencia de amor. Se llamó marasmo, una palabra griega que significa «consunción».
Estos bebés se apagaban como una vela sin oxígeno, no porque sus cuerpos no recibieran alimento, sino porque sus almas morían de frío.
Este horror no terminó con el siglo XIX. En la segunda década del siglo XX, la tasa de mortalidad infantil en algunas instituciones de menores estadounidenses era cercana al cien por cien.
El doctor Henry Dwight Chapin, pediatra de Nueva York, lo denunció en 1915: en todas las inclusas estudiadas, excepto en una, ningún niño menor de dos años sobrevivía.
No se trataba de una enfermedad ni de una deficiencia nutricional. Era la falta de ternura, de caricias, de un susurro que dijera: «estoy aquí, no estás solo».
En cambio el doctor Fritz Talbot, en Alemania, en la clínica infantil de Düsseldorf, descubrió que es lo que estaba sucediendo a los niños que morían sin causa aparente . Pues allí, una anciana, la Vieja Anna, se ocupaba de los bebés desahuciados. No tenía conocimientos médicos ni fórmulas mágicas.
Su único secreto era abrazarlos, acunarlos, hablarles. Y aquellos pequeños que la ciencia ya había dado por perdidos, sobrevivían.
Lo que nos salva
La solución era tan simple como olvidada: ternura.
La revolución llegó cuando los hospitales y orfanatos comenzaron a aplicar cuidados maternales. En el Hospital Bellevue de Nueva York, tras instaurar un régimen en el que los bebés eran cogidos en brazos y acariciados, la mortalidad infantil cayó del 30-35 % a menos del 10 %. Lo mismo ocurrió en otros lugares: cuando los niños comenzaron a recibir contacto y amor humano, a ser mecidos, a ser mirados con ternura, comenzaron a vivir de verdad.
Hechos para relacionarnos
Este drama infantil no es más que el reflejo de una realidad más amplia. No sólo los bebés necesitan amor. También los adultos. Y, sin embargo, vivimos en un mundo que empuja a lo contrario.
Nos aísla detrás de pantallas, nos hace creer que la autosuficiencia es la meta, que el contacto es una debilidad y que la vulnerabilidad es un defecto.
Pero la verdad es otra: somos relacionales, estamos hechos para el encuentro.
La felicidad no está en la acumulación ni en la independencia absoluta, sino en la entrega.
El individualismo extremo de nuestra época nos ha hecho olvidar esto. Nos ha vendido la idea de que la autorrealización pasa por separarnos de los demás, por no depender de nadie, por convertirnos en nuestros propios dioses.
Pero la paradoja es que cuanto más nos encerramos en nosotros mismos, más nos marchitamos.
El hedonismo utilitario, convertido en un fenómeno epidémico, es la consecuencia inevitable de un mundo que ha perdido el sentido de comunidad y que ha transformado las relaciones en meros intercambios parasitarios.
Hoy en día, las relaciones humanas se conciben muchas veces como un objeto de consumo. Se buscan vínculos que aporten beneficios inmediatos, que no supongan demasiado esfuerzo, que puedan descartarse en cuanto dejen de ser placenteros. Pero no se regala amor.
Se ve en la manera en que las aplicaciones de citas promueven la elección de personas como si fueran productos en un catálogo, en cómo la cultura del «ghosting» ha convertido el abandono y la indiferencia en algo normalizado.
Amistades, parejas, incluso la familia: todo parece estar sometido a una lógica de mercado en la que el valor de la persona se mide por su utilidad.
El amor es la vocación más alta. Dios mismo es relación: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y nos creó a su imagen. Por eso, cuando amamos de verdad, cuando nos damos sin miedo y sin cálculos, estamos siendo más nosotros que nunca.
Ser relacionales no es una opción; es nuestra naturaleza.
Estamos hechos para dar y recibir amor. Y en esa entrega, encontramos la plenitud. Porque, al final del día, lo único que permanece es lo que florece es lo que dimos.
El doctor Henry Dwight Chapin, pediatra de Nueva York, lo denunció en 1915: en todas las inclusas estudiadas, excepto en una, ningún niño menor de dos años sobrevivía Share on X
1 Comentario. Dejar nuevo
Es muy cierto e influye en la eutanasia