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LA VALENTIA DE DECIR ‘YO’

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La intervención de Javier Prades en el reciente Meeting de Rímini para comentar el título de la edición de este año «La valentía de decir ‘yo’» me ha movido a muchas reflexiones sobre nuestra cultura y la debilidad de mi yo.

Ante de seguir leyendo pero es más interesante escucharla antes (disponibles en italiano  https://bit.ly/3zKgZvL y con traducción al español: https://bit.ly/2WKLbbH).

La primera reflexión es haber descubierto en mí la misma debilidad de conciencia, la misma inconsistencia última de mi ‘yo’ de la que a menudo acusamos sólo la cultura moderna. Estuvo bien expresada al escuchar la canción “Il mio volto” (Mi rostro). Es una inconsistencia que tenemos dentro y, como formamos parte de este mundo, participamos de él y de sus debilidades hasta el fondo: nadie es exento. Ver gente, como Javier, que es capaz de mirar a la cara este hecho ayuda afrontar esta debilidad, esta inconsistencia.

Dicho esto, puede ser interesante analizar muchos elementos de la cultura moderna que expresan y realizan esta descomposición del yo en un ser individualista, egoísta, narcisista, con pretensión de autonomía total, cada vez más rabiosa; que últimamente es la soberbia, el mismo enemigo de siempre. Además de las muchas que nos ha señalado Prades.

La ciencia y la técnica, que nos prometió con la modernidad la felicidad y el cumplimiento perfecto personal y social y que luego manifestó toda su incapacidad con la posmodernidad, se vuelve a vestir de salvadora con el trans-humanismo y el post-humanismo, la pretensión de hacernos a nosotros mismos más y mejores, incluso eternos. La misma cultura muy americana del “self-made man”.

La cultura de la imagen, de la apariencia, con una enfermiza atención al propio cuerpo (cosmética, moda, culturismo, cirugía plástica, imagen de mujer 90-60-90,…) que paradójicamente nos hace más infelices e insatisfechos (bulimia, anorexia, incremento de insatisfacción y hasta de suicidios por no estar a la altura de la imagen perfecta que nos imponen, especialmente las chicas). El perder las relaciones personales en favor de un mundo virtual dominado por redes sociales hábilmente manipuladas, donde no nos jugamos hasta el fondo, no nos jugamos nada. Es un problema agravado con la pandemia, donde mentimos, nos escondemos y escapamos de un contacto directo con el otro, siempre dramático.

Otro aspecto de lo mismo es la dificultad de varios por aceptar la propia identidad sexual y la búsqueda angustiosa de otra identidad para huir de la insatisfacción de sí mismo. La misma orientación sexual y la atracción por el mismo sexo (AMS) puede que tengan algo en común con esta crisis de identidad. Pero somos lo que somos y todos debemos aceptar los hechos fundamentales de nuestra vida: el haber nacido (nadie nos pidió permiso), nuestra familia, historia, cultura, país, formación; nuestro sexo; y nuestra propia muerte, tan censurada a nivel de media. El poder exalta y manipula los pocos casos de verdadera disforia de género para elevarlo a categoría de elección de la libertad individual: yo decido si soy hombre o mujer, yo decido si me gustan los hombres o las mujeres, incluso si quiero ser a ratos hombre y en otros momentos mujer, incluso si quiero rechazar cualquier identidad sexual. Sabemos que la gran mayoría de las veces estos problemas se resuelven con la pubertad, pero hay quien se afana por ofrecer a preadolescentes tratamientos hormonales e incluso intervenciones quirúrgicas de corrección del sexo sin investigar a fondo las causas del malestar y creando auténticos dramas, problemas mucho mayores de los que pretendían resolver.

Este buscarse a sí mismo por encima de todo puede estar escondido también en posturas aparentemente más ‘espirituales’, con comportamientos farisaicos, sin autentica pertenencia al Señor, encerrándose en el propia ‘zona de confort’ y huyendo últimamente de las duras exigencias del Evangelio. Pero incluso el éxito de las corrientes New Age en toda nuestra cultura (yoga, zen, etc…) en el fondo ponen la realización de uno mismo en su misma capacidad: una nueva gnosis que no necesita la gracia de Dios. Entonces la oración se reduce a una técnica (concentración mental, respiración controlada, posturas corporales, repetición de fórmulas,…) que por sí solas no sirven y no bastan a encontrar nuestro yo. La misma pretensión de estas culturas asiáticas ve como ideal la disolución del yo en un todo panteísta (que tanto fascina Occidente) y la destrucción del deseo como algo indeseable porque nos genera sufrimiento. Entonces puede suceder que “digamos muchas oraciones, pero sin hacer oración” de verdad. Y olvidamos que la vida y el espíritu de oración son esencialmente una gracia que se recibe.

En fin, la cultura dominante alimenta este sueño roto de omnipotencia (‘somos eternos, pero no inmortales’; pero nos quieren convencer justo de lo contrario…) y pretende decidir por nosotros quienes somos y qué deseamos (publicidad, manipulación de la información, propaganda política partidista, ideologías,…). La cultura de la desvinculación, de la evasión y de la irresponsabilidad que el poder muchas veces fomenta.

Pero ¡cuántas veces vivimos como en la superficie de nosotros mismos, sin profundidad, con una conciencia atenuada! Antes de todas las dificultades culturales y ambientales está nuestra propia debilidad, la pretensión de no depender y el deseo de autonomía, cuando es mucho más sencillo y verdadero partir del reconocimiento que no tenemos el Ser en propiedad, que lo recibimos, que hay un “Tu” (ciertamente misterioso) que nos precede y nos llama a la vida. “Yo soy Tu que me haces” es la feliz expresión de don Giussani que resume esta conciencia de nosotros mismos que nos pone en camino con una posición justa para la verdadera realización del yo, llamado al infinito.

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