Como cada año, coincidiendo con un Adviento cada vez más prematuro, quizá debido al afán consumista que inoculan hábilmente las sociedades materialistas, una multitud de municipios de nuestra geografía española, así como también un vasto número de entidades privadas e instituciones públicas de diversa índole, construyen y exhiben el “Belén”, adornando asimismo sus calles y establecimientos con una amplia e ingeniosa gama de luces y guirnaldas.
Este modo de proceder belenístico, tan idiosincrático como tradicional, debiera inspirar y aludir abiertamente en las personas lo que de verdad da profundidad y sentido a la Navidad, es decir, la entrada del Hijo de Dios en la historia de la humanidad. El nacimiento del Verbo Divino hecho carne, el Mesías, el Señor, es la manifestación más absoluta de la Luz viva que transforma nuestros corazones por medio de la conversión.
A partir de este acontecimiento, celebrado cada año, todo aquello que gravita alrededor de nuestra existencia, aun no siendo plenamente conscientes de ello, se encuentra implícito en el plan salvífico de Dios Padre, un plan que es principio, camino y fin de nuestra razón de ser.
Cuanta mayor ilusión, énfasis y celo se vierta en la elaboración del “Belén”, más nítido y transparente será el amor declarado al Niño Dios, aquel que fue engendrado en el seno virginal de Santa María y custodiado posteriormente por San José, su esposo, maestro de vida interior.
Ante nuestra coyuntura social y política, tan vehemente como confusa, estar en vela para recibir a Jesús entre pañales, alimenta nuestra esperanza por medio de la gloria, la paz, el gozo y la alegría que tanto anhelan nuestras almas. Dar gracias a todas las personas, las familias y las asociaciones dedicadas a la articulación y el montaje de los belenes con creatividad y originalidad, plasmadas en estas auténticas urbes navideñas, es algo obligado, pues con ello deleitan nuestros sentidos y evocan un tiempo que, aun siendo pasado, siempre se hace presente envolviendo nuestra realidad más cotidiana.
Así las cosas, lo que apriorísticamente aflora como una arraigada tradición asumida firmemente por nuestra sociedad, atrae desafortunada y ocasionalmente una intimidación inicua de voces discrepantes que entonan cantos paganos, escépticos e incluso irreverentes.
Hay quienes opinan que el dinero del erario público, que gestionan las Administraciones, no debería ser dilapidado en proyectos o acciones de corte místico, pues el Estado español se considera “laico” y por consiguiente debe mantenerse reticente a cualquier brote o propósito que contenga algún interés religioso. Pero esta aseveración, que evidentemente es equívoca, incluso intencionada y en cualquier caso totalmente sesgada y errática, debe ser aclarada en virtud de un argumentario sólido y conveniente.
A tal efecto, en atención al caso que nos ocupa, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en el segundo considerando del preámbulo de la misma prescribe que “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”.
Asimismo, y al hilo de la predicha Declaración, su artículo 18 expone que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; (…) así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.
A mayor abundamiento, nuestra Constitución de 1978, en el artículo 16.3 declara que “ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
Por lo tanto, no debemos confundir el término “laicidad” con el de “aconfesionalidad”, pues el primero implica confinar a cualquier religión extramuros de la sociedad civil, y por el contrario la aconfesionalidad manifiesta imperativamente una neutralidad e imparcialidad política que obliga a los poderes públicos a colaborar con aquellas creencias que la ciudadanía practique libremente.
Una cosa es que el Estado no enarbole una bandera religiosa concreta, ni destile un credo afín, y otra muy diferente que no tenga en cuenta las creencias de los ciudadanos que aquel alberga en su territorio. Desde esta perspectiva, es perceptible que, al menos en España, la fe católica es mayoritaria en número de bautizados y de creyentes, y que el provocativo conflicto entre lo laico y lo religioso no puede obstaculizar ni frustrar la tolerancia activa de una sociedad democrática, pues ello comportaría un “ateísmo oficial de Estado” de signo marcadamente confesional, proscrito por el articulado de nuestra Carta Magna.
Como ya sostuvo John Locke, padre del liberalismo, una sociedad que desee preservar la libertad no puede darse el placer de tolerar, por indiferencia, abandono o dejadez, el ateísmo, pues éste, disuelve cualquier lazo social.
Hablando de ateísmo, en el centenario de la conversión al catolicismo de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), escritor, filósofo y periodista británico, el sacerdote también católico y gran comunicador Fulton Sheen (1895-1979), enunció con una elocuencia propia de mentes preclaras que “el ateísmo no es el conocimiento de que Dios no existe, sino más bien el deseo de que no existiera, para así poder pecar sin reproche alguno o exaltar el propio ego sin cuestionamientos coactivos. Los pilares sobre los que se asienta el ateísmo son la sensualidad y el orgullo”. No cabe duda que con el transcurso de los años, el eco de sus palabras y el sentido teleológico de su discurso, nos aproxima hasta nuestra actualidad donde se vislumbra un panorama oscuro, fútil, descompuesto y superfluo.
No obstante, si consideramos aquello que verdaderamente importa en nuestras vidas, que es a Jesucristo y a todo lo que se refiere a sus enseñanzas, hablemos entonces de Él. La intimidad que transpira el muladar de Belén, un Portal tangiblemente cercano y palmariamente didáctico, es aquel donde se enaltece con una inmensa sencillez y ternura la riqueza insondable de la humildad.
Miremos de frente nuestros “Belenes” y veremos de donde proviene la radiante luminosidad que alumbra el mundo, un lugar donde Dios se humilla para poder acercarnos a Él y donde nuestra libertad se rinde incondicionalmente ante el Rey de reyes. En Belén se dibuja el preámbulo de nuestro despertar, un radiante resplandor que descubren nuestros ojos al ver a Jesús entre pañales y al calor de María y José, en fin, entre la sencillez de lo ordinario.
Con todo, hay quienes piensan que los “nacimientos” son una mera representación de un tiempo pasado, un cuento anecdótico o una fábula ilusoria. A tal respecto, debemos sugerir a estas personas que, quizá alejadas de lo sagrado por indiferencia accidental o por una tibieza espiritual, al contemplar el “Belén” se recojan interiormente e intenten ser una figura más del escenario que lo representan. De esta forma, tal vez, recobren fuerzas para que su fe, un tanto dormida pero no muerta, posiblemente aletargada pero no extinta, se reconforte tras el aturdimiento causado, quién sabe, por tantas preocupaciones mundanas. Y así, por medio de una oración confiada, serena y encendida recuperen el ánimo espiritual y lleguen a soltar el lastre acumulado por el peso de la vida.
Celebrar la Navidad no se reduce a recordar un efímero hecho histórico, no: el nacimiento del Niño Dios es mucho más, es un espíritu universal y sublime, es el cielo bajado a la tierra. Como dijera G. K. Cherteston “la Navidad que en S. XVII tuvo que ser rescatada de la tristeza, en el S.XX debe ser rescatada de la frivolidad”, pudiendo agregar, sin temor a equivocarnos, que en el S.XXI también. La Navidad es un sonido coherente de notas: humildad, familia, unidad, alegría, gracia, espera, propósitos, paz, oración, caridad, pureza, generosidad… La fe católica es un canto jubiloso a la sencillez contenida en la Divinidad adormecida e inerme de todo un Dios Omnipotente que reposa acostado en un pesebre.
Si la razón humana se engríe de soberbia, la inteligencia se transforma en el centro del universo y, nuestro orgullo egoísta e indolente, toma protagonismo en un entorno profundamente material y consumista, y esto evidentemente no es la Navidad. Si la comodidad y la ociosidad anida apáticamente en nuestra vida, como un huésped parasitario, perforando nuestra capacidad de vibrar ante lo llano y modesto, esto indubitablemente no es la Navidad. El amor propio es el descamino que nunca nos llevará a Belén. El Niño Dios, nacido entonces en una cueva de pastores destinada al cobijo de los rebaños, por no haber tenido una digna posada entre los hombres, también quiere hacerse presente y el encontradizo hoy en medio de la oficina, en el supermercado, en el tránsito de la calle, en la labor ejercida en una fábrica, en la universidad, en el campo, en nuestras casas. Navidad es una eclosión virtuosa que nace de lo íntimo, de la sed de eternidad, es el acaecimiento más grande acontecido en los anales de toda la historia.
Los seres humanos somos como una pregunta que busca y espera una respuesta que encienda nuestro espíritu y nuestro interior, pues el corazón necesita caminar por sendas luminosas. A veces, sin embargo, sucede que los prejuicios políticos e ideológicos, o la pura ignorancia y la insatisfacción, nos hacen temer de ese contagio anímico y divino que nuestra alma con tanta sed, aun sin saberlo, ansía con avidez. Nuestra rutina y nuestro inconformismo, que nace de la búsqueda desesperada por la delectación nos convierte, con cierta facilidad, en un cobertizo sucio, lleno de estiércol y con humedad, tan inhóspito y frío que imposibilita que Dios pueda nacer en él, en vez de procurar que nuestro corazón frágil sea un refugio fecundo que pueda ofrecer hospedaje fiel y atento al Amor verdadero.
La Navidad es perenne, se rememora siempre cada año, pero su efecto se prolonga a lo largo del tiempo. Seguramente, en muchos de nuestros hogares también el Belén ocupará un lugar especial donde, al contemplarlo, la piedad asalte nuestra imaginación. San Agustín decía que “Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios”. El gozo es el privilegio de los humildes y, quizá, por descuido, no nos preguntemos qué parte de la realidad se desvanece por la comisura de nuestra memoria, manteniendo ciertos recelos e incertidumbres entre los descuidados pliegues de nuestro arrugado y pobre corazón.
Podemos pasar la vida siendo fariseos, césares Augustos, Pilatos, Herodes, o pastorcillos, sin plantearnos interrogantes que responsablemente nos comprometan. No obstante, la intimidad divina anhela compartir la silente contemplación humana, porque solo desde el silencio es cuando el hombre está capacitado para no zafarse de las preguntas que con tanto amor nos plantea el Señor.
En estos días, festivos, en medio del ruido de campanillas, de compulsivas compras, de celebraciones teñidas de alcohol, de comidas pantagruélicas, podemos interrogarnos acerca de la confianza y sencillez con que transcurre la vida familiar de las figuras del “Belén”, y así poder descubrir la inmensa sabiduría que se oculta en él, especialmente mirando a Jesús, María y José.
No dejemos de tratar con amor la amistad que nos brinda la misericordia de Dios, pues sin duda alguna es fuente de santidad. Tengamos presente que la Navidad vuelve siempre, porque nunca se va, se queda ocultamente en nuestra intimidad, ponderando la Verdad.
Tengamos presente que la Navidad vuelve siempre, porque nunca se va, se queda ocultamente en nuestra intimidad, ponderando la Verdad. Compartir en X









