La última década ha marcado un deterioro profundo y sostenido de la libertad religiosa en la India.
Así lo evidencia el informe publicado el 4 de noviembre de 2025 por la ONG United Christian Forum (UCF), que registra un incremento superior al 500% en los ataques contra cristianos desde 2014.
Solo entre enero y septiembre de 2025 se documentaron 549 agresiones, de las cuales apenas 39 derivaron en investigaciones policiales. La cifra revela una impunidad del 93%, un dato que no solo describe violencia social, sino la erosión del propio orden jurídico allí donde el poder político tolera —explícita o implícitamente— una ideología que convierte la identidad religiosa en criterio de ciudadanía.
El ascenso del Hindutva y la desnaturalización del poder público
Desde la llegada al poder del Bharatiya Janata Party (BJP) en 2014, la expansión del Hindutva —la idea del hinduismo como identidad nacional exclusiva— ha configurado un clima político que desvirtúa la misión esencial del Estado. En lugar de custodiar el bien común, esta ideología etno-religiosa opera como un principio excluyente que legitima a ciertos grupos y margina a otros. Los datos lo confirman: de 139 ataques en 2014 se pasó a 834 en 2024, sumando 4.595 episodios violentos en una década.
La comunidad cristiana, apenas el 2,3% de la población —unos 32 millones de personas en un país de 1.400 millones—, se encuentra en una situación especialmente vulnerable. La violencia se concentra en cinco estados: Uttar Pradesh (1.317 ataques), Chhattisgarh (926), Tamil Nadu (322), Karnataka (321) y Madhya Pradesh (319). En ellos, comunidades generalmente pobres y, en muchos casos, formadas por Dalits convertidos al cristianismo, se convierten en blanco inmediato de grupos nacionalistas que ven en su fe un cuestionamiento al sistema de castas.
Leyes anticonversión
El andamiaje legal refuerza esta dinámica persecutoria. Entre 2014 y 2024, doce estados, la mayoría gobernados por el BJP, aprobaron leyes anticonversión. Presentadas como salvaguardias frente a presuntas “conversiones forzadas”, en la práctica funcionan como mecanismos de intimidación.
El caso de Jharkhand (2017) es emblemático: exige notificación previa para cualquier conversión religiosa, impone multas de 50.000 rupias y penas de hasta tres años de prisión, más severas cuando se trata de mujeres, menores, tribales o Dalits. Se trata de un uso del derecho contrario a su fin natural. Como enseña Santo Tomás de Aquino, la ley auténtica es ratio ordinata ad bonum commune (ST I-II q.90 a.1): debe ordenar razonablemente hacia el bien común, no fiscalizar conciencias ni condicionar la libertad religiosa.
En este marco han proliferado prácticas como los Ghar Wapsi, rituales de “reconversión” al hinduismo promovidos por organizaciones afines a la Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), matriz ideológica del BJP. Allí donde la coacción sustituye al diálogo, emerge un profundo desorden moral que daña no solo a individuos, sino al tejido social entero. Los efectos son devastadores: palizas, incendios de templos, violaciones, expulsiones de aldeas, cierre de escuelas y hospitales cristianos, e incluso la negación de ayudas estatales a Dalits que se convierten al cristianismo.
Una respuesta cristiana
Pese a la adversidad, la comunidad cristiana india comienza a organizar una respuesta visible. El 29 de noviembre de 2025, una multitudinaria marcha en Nueva Delhi denunció no solo la violencia, sino la discriminación sistemática contra los Dalits cristianos en los programas sociales. Según A.C. Michael, coordinador del UCF, la protesta buscaba “reclamar la dignidad y la libertad de culto garantizadas en la Constitución”.
La situación plantea una cuestión moral inequívoca. Ningún Estado puede aspirar a autoridad legítima si renuncia al principio de que la ley debe servir al bien común. Cuando el poder permite o favorece la persecución religiosa, deja de obrar conforme a la justicia y actúa movido por la voluntas particularis de un grupo dominante: es, como advierte Santo Tomás, el sello de la tiranía.
Mientras la India ambiciona un lugar de liderazgo global —incluida su aspiración a un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU— surge una pregunta decisiva:
¿puede una nación reclamar autoridad moral en el orden internacional si tolera en su interior un desorden que hiere la dignidad humana y la libertad de conciencia?
La respuesta aún está por escribirse, pero la Iglesia, solidaria con sus hermanos que sufren, no puede dejar de denunciarlo con la verdad del Evangelio y la esperanza de la justicia.










