El horrendo silencio de Occidente ante las muertes indiscriminadas de cristianos en diversos países del mundo, es más que repugnante. Concretamente, la Iglesia católica está sufriendo en la actualidad una persecución bárbara, de la que prácticamente ningún medio de comunicación ni facción política se hacen eco ni se atreven a evidenciar. ¿Indiferencia, cobardía, sectarismo, sumisión…? El problema no solamente es informativo, obedece más bien a un conflicto de intereses de orden ético.
Nos encontramos ante una realidad silenciada por la indolencia del provecho de aquellos gobiernos que prefieren destacar otras situaciones belicosas que quizá les sean más ventajosas, o más convenientes, o incluso más pecuniarias. Esta persecución tan violenta como encarnizada y sangrienta hacia la fe católica suele ser catalogada, por quienes deslizan sus miradas hacia otra parte, como asesinatos de “pura naturaleza criminal”, un genérico delictual que ignora intencionalmente el fondo de la cuestión, que no es otro que el religioso, y en concreto el cristiano.
Últimamente, y a la luz de los enfrentamientos bélicos en Oriente medio, que al parecer sí interesan que sean noticia preeminente en todos los canales de comunicación, es notorio que se ha puesto de manifiesto, hasta la saciedad, el vocablo “genocidio”. A tal efecto, me atrevería a decir que este término es utilizado lenguarazmente con demasiada prodigalidad, indicando con ello una audacia en el lenguaje que pudiera originar, en su caso, cierta confusión.
La palabra genocidio, según el diccionario de la Real Academia Española (RAE), se define como “exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad». A pesar de la claridad literal de dicha definición, y en relación con el caso que nos ocupa de los cristianos perseguidos, la matanza genocida pasa de puntillas ante los despachos institucionales, tanto nacionales como internacionales, así como en los medios de información y, en general, ante la propia sociedad que se encuentra inmersa en una alienación anestésica permanente.
La Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, aprobada el 9 de diciembre de 1948, expresa que “el genocidio es un delito de derecho internacional contrario al espíritu y a los fines de las Naciones Unidas y que el mundo civilizado condena (…) que ha infligido grandes pérdidas a la humanidad (…) que se necesita la cooperación internacional”, y además prescribe en su articulado que “por genocidio se entiende cualquiera de los actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso (…), tales como la matanza de miembros del grupo y la lesión grave a la integridad física y mental del mismo”.
Se estima que más de 380 millones de cristianos en todo el mundo son perseguidos y vilmente discriminados por su fe, por el hecho de creer en Dios hecho hombre en la persona de Jesucristo, en el Evangelio y en la doctrina que nutre sus enseñanzas. No es justo ni deseable que el exterminio de los cristianos que habitan diversas zonas de la geografía mundial sean, en gran medida, sean presa ante el ominoso silencio de las potencias occidentales y de las organizaciones internacionales a las que les compete dar protección y cobertura legal frente a tales ataques.
República Democrática del Congo, Mozambique, Burkina Faso, Uganda, Nigeria, China, Corea del Norte, Yemen, Libia, Eritrea, Sudán, Pakistán, Irán, India, Arabia Saudí, Myanmar, y un largo etcétera de países en donde creer y seguir a Jesús de Nazaret es motivo de brutales asaltos, de profanaciones, de odio, de represiones, de desplazamientos masivos, de decapitaciones y agresiones que producen la muerte por medio de fusiles, machetes e incendios. Los asaltos son atribuidos a grupos armados bien definidos y bien conocidos de militantes que profesan religiones radicalmente fundamentalistas y que, además, obtienen la aquiescencia de los regímenes autocráticos que les dan cobertura y libertad de acción.
Frente a tanta barbarie y a la creciente masacre cristiana, cabe reflexionar y plantearse ciertas preguntas, tales como: ¿qué hace la comunidad internacional ante este escenario?, ¿de qué forma trabajan por la paz?, ¿cuál es la gestión para garantizar la libertad religiosa dada la impunidad de los grupos violentos?, ¿cómo es la solidaridad que debiera mostrar con esta atroz y gravísima crisis religiosa que tiñe de sangre a tantos fieles que son mártires, en fin, a tantas víctimas inocentes?
Las Conferencias Episcopales Nacionales de ciertos países donde suceden estos hechos denuncian una y otra vez la situación de estas zonas, pero la población local continúa sufriendo secuestros, atentados, asesinatos y muerte. La conciencia internacional no debe permitir que los grupos terroristas de religiones extremistas celebren exitosamente, como si fuera una victoria, la destrucción de los cristianos. Asimismo, no se pueden consentir excusas que justifiquen las ejecuciones sangrientas, excusas orientadas al supuesto evangelizador que lleva a miembros de otras religiones a la conversión a la fe católica.
Que Occidente minimice, de facto, esta palmaria violencia religiosa en tantas regiones del planeta no contribuye a la paz mundial ni a la concordia entre los pueblos. Ocultar lo innegable quizá sea también un modo violento de blanquear la realidad documentada. Ojalá que los intereses del “poder” no ignoren más la dignidad humana, en aras del bienestar social y de la pacífica integridad espiritual.
La libertad religiosa, en pleno siglo XXI, está más que amenazada, observándose un deterioro diplomático que no resulta aislado, en detrimento de la defensa de un derecho tan básico como es vivir la propia fe. Por tanto, no alimentemos este fenómeno violento de orden mundial y, a la vez, profundamente fanático e intransigente. La libertad religiosa no es un privilegio, es en honor a la verdad un derecho fundamental e inherente.
La libertad religiosa, en pleno siglo XXI, está más que amenazada, observándose un deterioro diplomático que no resulta aislado, en detrimento de la defensa de un derecho tan básico como es vivir la propia fe Compartir en X









