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La bendición de Mercadona

Familia

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Hace unos días, sin desearlo, por pura supervivencia, comí a la hora de la merienda en un lugar tan cotidiano como un Mercadona.

No había mesas libres y tenía muy poco tiempo, así que me acomodé en una estrechísima barra tipo bar. Calenté mi plato de comida preparada y pensé que apenas tenía unos minutos antes de recoger a mis hijos del colegio.

La escena no podía ser más normal: el murmullo de las cajeras, el sonido de las puertas automáticas, los carritos rodando, la voz metálica de las promociones por megafonía. Y sin embargo, allí, en medio de esa coreografía trivial, la vida me recordó que existe un código no secreto, pero sí sagrado, capaz de abrir la realidad hasta hacernos entrar en razón de cada segundo de nuestra existencia.

A mi lado, casi rozándome el codo, un chico joven —le sacaba, calculo, unos diez o quince años— abría su plato de pasta a la carbonara. Y mientras él rompía el precinto de su bandeja, yo me disponía a hacer algo que, de pronto, por unos instantes me paralizó: bendecir la mesa.

Mi mano derecha se alzó, trazando sobre mi cuerpo la señal de la cruz. Y en esos segundos, mientras el gesto se desplegaba, mi mente era un hervidero: “¿Qué pensará este chico pegado a mí? ¿Y las cajeras? ¿Estarán flipando? ¿No será demasiado hacer esto en un supermercado? ¿Podría haber hecho una bendición mental? ¿Estoy haciendo el ridículo?”. Pero mi mano siguió su curso y finalizó el signo.

Fue entonces cuando, de inmediato, el muchacho me miró y, con una sonrisa sincera, me dijo:
—¡Qué aproveche! ¡Menudas horas de comer que llevamos hoy!

Sonreí, respondí:
—Gracias, igualmente.

Y allí comenzó algo insospechado: una conversación sencilla, natural, sobre el trabajo, sobre los hijos —él tenía un niño pequeño—, sobre la educación…

Lo que empezó siendo un instante de duda terminó siendo un encuentro.

La sobrenaturalidad se había colado en lo más rutinario de una comida sin un ápice de glamur y a deshoras.

Y es que el gesto, el simple gesto, tiene un poder que hemos olvidado.

Un lenguaje que precede a las palabras

En la antigüedad, los que estudiaban «ta optica» —las cosas de la visión— no se interesaban tanto por lo que los ojos recibían, sino por lo que emitían. Creían que del ojo partían rayos que tocaban las cosas, y que por tanto, ver tenía algo de un acto moral. Mirar y como mirar no era pasivo: era un gesto.

Los antiguos sabían que donde ponemos la mirada, ponemos el alma. La visión era intencional, e incluso formativa.

En todo lo creado hay algo originario, algo que se deja ver detrás de su forma concreta —el poder creador de Dios—. Por eso, decía, nuestro ojo debe aprender a ver el misterio, a ver la condición de criatura.

Hemos aprendido a mirar el mundo como un conjunto de objetos alineados según una distancia, como si el centro de la realidad fuese nuestro propio punto de vista. Y eso, en el fondo, ha deformado la mirada del alma.

Porque ver, en el sentido pleno, no es registrar imágenes. Es acercarse a la Luz.

Vivimos, pues, en un tiempo de inversión óptica. Nuestros ojos ven más que nunca, pero ven menos que nunca.

La señal de la cruz 

En aquel Mercadona, entre la prisa y el ruido, la señal de la cruz me llevó a pensar en la importancia del gesto.

Marcel Jousse lo decía con fuerza: el gesto es la palabra encarnada, la expresión corporal del pensamiento. El hombre, según Jousse, no solo habla con la lengua, sino con todo su ser. La Revelación misma —la Encarnación del Verbo— es un gesto de Dios.

Hacer la señal de la cruz no es, por tanto, un acto simbólico o meramente devocional. Es un gesto performativo: dice algo, hace algo, abre algo. Y en ese “abrir”, la realidad se transparenta y se da en Encuentro.

Cuando trazamos la cruz sobre nosotros, lo visible se vuelve puerta de lo invisible. Esa mano que se mueve desde la frente al pecho y de un hombro a otro no solo dibuja una figura: evoca una historia, convoca ante nosotros una Presencia. Y, como comprobé en aquella barra improvisada de supermercado, puede despertar en el otro una chispa de comunión, un eco de fe.

El gesto, cuando es verdadero, tiene gran resonancia. No es un mero adorno al revés es una acción que nos introduce en la razón de ser del mundo.

En aquel momento cotidiano, la bendición del alimento fue también la bendición del encuentro.

La rutina transfigurada

Chesterton, con su ingenio, decía que quizá Dios dice cada mañana al sol: “Hazlo otra vez”, y cada noche a la luna: “Hazlo otra vez”. Puede, como también decía Chesterton, que todas las margaritas sean iguales no por monotonía, sino por entusiasmo divino. Dios, eterno Niño, nunca se cansa de repetir la creación.

Cada uno de nuestros gestos puede entrar en esa melodía repetitiva de la gracia divina.

Bendecir la mesa, mirar con ternura, trabajar con alegría: todo puede ser un “hazlo otra vez” dicho a Dios, unirse al ritmo sagrado del mundo.

Romano Guardini afirmaba que debemos confiar en nuestro ojo, pero no dejarlo al capricho. Y yo añadiría: debemos confiar también en nuestras manos, en nuestros movimientos, en la pedagogía que encierra el cuerpo. Las formas y la música del mundo, la Verdad que habita en las cosas.

El gesto cristiano rescata esa forma primordial, reinserta el mundo en su geometría divina, une el cielo y la tierra.

La bendición de lo cotidiano

Creo que en esa bendición de Mercadona, apresurada, hecha entre bandejas de plástico y murmullos de fondo, Dios me regaló una gran lección: que no hay acto pequeño. Que todo gesto puede ser sacramento y encuentro.

Esa tarde, al recoger a mis hijos del colegio, volví a encontrarme con él, Marcos, el chico del supermercado, con su niño en brazos. Cosas de la vida, sin saberlo somos padres del mismo colegio. ¡Bendita casualidad o Diosidad!

Entendí de sopetón que la vida, aun en sus márgenes más rutinarios, es el templo donde Dios espera ser reconocido.

Y comprendí, de un modo nuevo, que el gesto —esa gramática del alma— sigue siendo la llave del misterio y del encuentro.
Esa tarde tal vez Dios volvió a decirme, como al sol y a la luna:
“Miriam, hazlo otra vez”. Y yo, al comprenderlo sólo pude reconocerme como hija amada.

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