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Nos falta “altura de miras” y nos sobra populismo

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Tengo la impresión de que vivimos anclados en el corto plazo sin ser capaces de alzar la mirada y sentar las bases de un proyecto a largo plazo. Nos falta “altura de miras” y nos sobra populismo. Me explico.

Creo que todos coincidimos en anhelar una sociedad justa y un nivel de vida digno en un marco de confianza y estabilidad. El problema es cómo conseguirlo. Y la verdad es que las recetas son pocas, pero muy simples. La primera es la de que no es posible prosperar sin esfuerzo y compromiso personal. El Estado, por más que nos empeñemos en lo contrario, no está para asegurarnos un empleo o una vida digna, sino para promover un marco social y económico que, con nuestro esfuerzo y compromiso, permita desarrollarnos como personas en igualdad de oportunidades. Conseguirlo exige tener claro que las empresas son fundamentales para el empleo y, por tanto, que lo primordial es promover un marco de confianza y estabilidad que incentive su creación. Eso requiere a su vez seguridad jurídica, capital humano de calidad y una sincera colaboración público-privada que, huyendo de las subvenciones y ayudas, centre su atención en el diálogo y consenso sobre las medidas que en cada caso son necesarias.

Si la percepción es de inseguridad jurídica, el crecimiento económico se ralentiza; y si la percepción es de “castigo” a quien crea riqueza, esta se dificulta. Lo primero y más importante es pues dignificar la creación de riqueza. Premiar el esfuerzo y el compromiso en conseguirla; en mejorar la eficiencia; en investigar; en apostar por las nuevas tecnologías; en invertir en formación. Premiar la iniciativa y la toma de riesgo; premiar la emprendeduría. Integrar y comprometer a las empresas en el desarrollo de políticas sociales; en fomentar la acción y responsabilidad social; en promover empresas “sanas” y de “calidad”; en empresas que apuesten por políticas que reduzcan las desigualdades; socialmente responsables; por compañías capitalizadas que apuesten por el largo plazo, la estabilidad y el crecimiento, y no por el corto plazo y la especulación; empresas transparentes. Y todo en un contexto de libre competencia con reguladores independientes y profesionales que la garanticen. Se trata, por tanto, de una estrecha colaboración público-privada que facilite un marco social y económico atractivo para la creación de empresas y la contratación laboral. Un marco de equilibrio en el que los impuestos son imprescindibles para financiar una educación y sanidad de calidad; para redistribuir la riqueza con justicia y equidad. De nada sirven las políticas universales si sus usuarios no somos todos. Algo falla. Y eso es lo que hoy ocurre en gran parte de lo “público”. Público y privado no pueden estar en conflicto; han de convivir. Es lo que en Suecia denominan el capitalismo del bienestar y que yo prefiero identificar como economía de bien común o social de mercado.

Pero si ello es necesario, no es suficiente. En efecto; la segunda receta es una política de austeridad. Si existe una obligación constitucional de pagar impuestos, esta no se puede desvincular de su inevitable razón de ser: sufragar el gasto público; gasto que se ha de gestionar de forma exquisita en términos de eficiencia y eficacia y que requiere responder legalmente en caso de inversiones desproporcionadas, duplicidades, permanentes desviaciones presupuestarias, falta de justificación económica en la toma de decisiones y un largo etcétera que exige desburocratizar la Administración y profesionalizar su gestión abordando verdaderos “tabús” como el de la función pública y sus prerrogativas. La Administración Pública requiere de una profunda reforma que incluye, también, la de su relación con el ciudadano. Austeridad, decíamos, que exige transparencia y ejemplaridad. Transparencia en la gestión; en los costes de los servicios públicos; en el esfuerzo fiscal; en la pública valoración de las políticas públicas y en su retorno social y económico; en su eficiencia.

En este contexto, la tercera receta es un sistema tributario que se perciba como justo; en el que los impuestos no se perciban como un castigo, sino como una obligación cívica; como un ejercicio de solidaridad basado en una justa, razonable y equitativa redistribución de la riqueza cuyo éxito no reside tanto en la progresividad sino en aplicar políticas sociales redistributivas destinadas a reducir las desigualdades sociales; la pobreza; los supuestos de exclusión social. Un sistema sencillo y sin privilegios; pero también un marco jurídico inflexible con las irresponsabilidades, incluidas las empresariales, en el que el centro de atención sea la persona y su desarrollo. Un marco que no subvencione lo deficitario, sino que promueva el crecimiento personal, social, ético y responsable; en el que los derechos exigen sus correlativas obligaciones; en el que el Estado es el árbitro, pero no el juez; en el que se erradique la cultura de lo gratuito y se visualicen y acepten los impuestos.

Esto, que es posible, exige no centrarse en el corto plazo y tomar decisiones estratégicas, tal vez impopulares, y con resultados a medio y largo; tener perspectiva y apostar por aquello del “interés general”. Requiere valentía, responsabilidad, firmeza y liderazgo, sin olvidar sus efectos colaterales: reforma educativa, redefinición de lo “público”, reforma de la justicia, priorizar políticas, y un largo etcétera. La opción, el populismo cortoplacista y su eterno enfrentamiento con la riqueza. La alternativa, riqueza, austeridad, y redistribución.

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