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Para una Alternativa Cultural Cristiana: una contribución.

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En el ámbito de ForumLibertas ha nacido la iniciativa de lanzar una Alternativa Cultural Cristiana para hacer frente a la dictadura del relativismo y a la descomposición de lo humano fomentada por los poderes fuertes, tanto progresistas como neoliberales:

https://www.forumlibertas.com/alternativa-cultural-cristiana-fl/

Esta iniciativa me encuentra implicado y convencido de su necesidad. Quiero aportar algunas reflexiones sobre el mismo concepto de cultura y sobre las condiciones para que pueda ser cultura cristiana. Estas ideas no nacen de mi pensamiento; pero sí lo que escribo nace de mi experiencia de verificación en el compromiso cultural de toda mi vida.

Cultura es el desarrollo de una reflexión crítica y sistemática sobre la experiencia, realizada a partir de un factor determinante” [L. Giussani]. El factor determinante, el origen, la clave de lectura de la realidad para los cristianos es Cristo mismo. Los cristianos seremos capaces de ser y hacer cultura ‘original’ sólo en la medida en que vivimos una auténtica experiencia totalizante de pertenencia a Cristo. Y por nuestra naturaleza relacional será siempre perteneciendo a una comunidad, aunque la adhesión profunda a Cristo es siempre personal. Sin la familiaridad con Cristo, sin el auxilio de la oración y los sacramentos, la liturgia y la caridad y la Palabra (que es Él mismo), no seremos capaces de cultura, ni de fe, ni de esperanza, ni de caridad. El verdadero sujeto de la cultura cristiana es el Espíritu Santo, es el Espíritu de Cristo.

No se trata de repetir dogmas y verdades, normas y valores, incluso ciertos, cristianos y bien descritos, para hacer cultura: esto debe pasar a través de la vida de cada persona, de su experiencia, debe encarnarse, de otro modo es sólo la repetición de un discurso y queda abstracto, y entonces no interesa al hombre de hoy. No podemos dar por descontado que nosotros, hoy, seamos capaces de generar cultura. De hecho, muy pocas realidades generan cultura, vivimos todos sumergidos en una gran homologación dirigida por el poder; por supuesto no generan cultura ni el Estado ni sus administraciones (autonomías y ayuntamientos).

Hay que aclarar que además de una definición elemental de cultura como el conjunto de conocimientos, usos y tecnología, mitos y creencias de un pueblo (lo podemos llamar nivel sociológico), hay otra definición más profunda y verdadera (ontológico). Una verdadera cultura sólo puede ser la búsqueda de un significado exhaustivo de la vida, de la realidad, donde conocimiento e historia se funden en el progreso hacia la verdad: una cultura que no ayuda en esta búsqueda no es digna de este nombre. [L’uomo e la cultura – Luigi Negri].

Las culturas de los pueblos son por lo menos en parte la expresión de su búsqueda de significado y también del deseo y necesidad de unidad, de identidad. Las mismas religiones – tan numerosas –  expresan la gran variedad de culturas humanas, siendo todas ellas la concreción de esta exigencia de significado y de unidad (la cultura es de un pueblo).

Mirando la historia, reconocemos que la Iglesia ha sido capaz de generar cultura y de purificar las culturas con las que se ha encontrado, desde la supresión de la esclavitud a salvar el patrimonio de la antigüedad clásica gracias a los monjes, desde las universidades a las escuelas para el pueblo, desde las obras de caridad a los hospitales, hasta el mismo desarrollo de la ciencia, y con la entrega de millones de personas que han dado la vida para otros pueblos, como por ejemplo los misioneros (me fascina en especial la experiencia de las Reducciones jesuíticas de Paraguay o la inteligencia de su entrega en China y Japón). Cuando ha sido fiel a sí misma la Iglesia ha sido capaz de mediaciones culturales con todos los pueblos, evangelizando la cultura y las culturas e inculturándose en ellas, purificándolas de supersticiones y errores. No importa si no tenía el poder (incluso mejor que no, a menudo) ha sido capaz de un uso de la razón más completo y verdadero, generador del progreso de Occidente. Una descripción del mismo método científico se puede encontrar en la Divina Comedia de Dante (aprender de la experiencia), siglos antes de su afirmación excluyente y reductiva del positivismo moderno. Por no hablar del invento del champagne, de la genética o de las primeras realidades realmente democráticas (los monasterios benedictinos, porque en la Grecia antigua la ‘democracia’ era solo para los ricos). La atención a todos los factores de la realidad y la tensión al Bien Común la han hecho capaz de ser protagonista de la historia, fundándose en la dignidad de la persona y los principios de solidaridad y subsidiariedad.

Hoy para una presencia cristiana hay dos grandes riesgos: renunciar a su identidad y adaptarse al mundo, sacando de él los criterios, los temas, los argumentos de discusión, el lenguaje,… así se pierde y no es capaz de cultura, ni de nada. O bien reafirmar la verdad, generalmente de manera formal (la verdad natural o de fe), pero sin profundizar ni dar razones, sin inteligencia de la realidad y de la historia, o sea de manera reactiva (hacemos luchas “contra” el poder y sus agresiones, o para defender o alcanzar una hegemonía cultural, no para afirmar nuestra experiencia cristiana). Y entonces, como la sal que pierde el sabor, no sirve para nada (“sin mí no podéis hacer nada”), suele adaptarse a un proyecto ideológico o político, olvidando a Cristo, poniéndolo ‘después’ de otra cosa, sea esta la raza, la justicia social, mi bienestar, la nación o el estado. A menudo reducimos la respuesta a un nivel ético, que es insuficiente; el problema es a nivel ontológico, del valor que tienen las cosas, la vida, la fe, el amor. Y los valores no bastan, como nos enseña la revolución francesa.

«La Iglesia fue durante muchos siglos la protagonista de la historia. Después asumió la parte no menos gloriosa de antagonista de la historia. Hoy es tan sólo la cortesana de la historia» [Andrea Emo]. Estrictamente, no es verdad: sigue habiendo mucha gente que vive la fe y por tanto capaz de creatividad, incluso cultural. Pero algo de esto está ocurriendo en la forma de adaptarse al mundo en muchos temas de buena parte del pueblo cristiano, desde la moral sexual a la perspectiva de género, del respeto a la vida incondicional a la incapacidad de presentar una propuesta creíble al hombre de hoy. Ciertamente el moderno concepto de libertad como “hacer lo que uno quiere” (libertad como autonomía en lugar de libertad como vocación, como pertenencia) que se ha impuesto a nivel general hace casi imposible hablar de Verdad (dictadura del relativismo) y de Bien (reducido a algo subjetivo: lo que me conviene, individualísticamente): sólo quedaría la Belleza como camino (Dostoievski), pero no se puede separar de Verdad y Bien. Porque una Libertad que no se concibe para buscar la Verdad (“quaerere Deum”) y para hacer el Bien no se sostiene, se vacía, se autodestruye.

Cada gesto cristiano debe tener siempre estas tres dimensiones: Cultura, Caridad y Misión. Cultura porque siempre se expresa y se propone una interpretación de la realidad que ayuda la persona a verificar si la fe cristiana corresponde a los deseos más verdaderos de su corazón. Caridad, porque es la ley de la vida, la gratitud por lo que hemos recibido se hace gratuidad para ofrecernos a los demás. Misión, que no es solo dar un testimonio coherente y ser auténticos, sino dar la vida por la Obra de Otro, porque todo se hace por la gloria de Cristo.   “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” [Deus Caritas Est].

La esencia del cristianismo es Cristo mismo [Romano Guardini].

 

Giorgio Chevallard (marzo 2022)

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