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Qué estamos aprendiendo con la pandemia. La necesaria aportación del pueblo de Dios

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Es decisivo reflexionar sobre el mayor sujeto histórico de la humanidad al margen del poder de los estados: el pueblo de Dios y su Iglesia; esto es, su Asamblea, porque solo en él se da la potencia necesaria para construir la alternativa, local y global. Esta reflexión necesaria, que la historia nos urge, empieza por preguntarnos cuáles son las tareas y desafíos surgidos a causa de la pandemia. He aquí un apunte de ellas.

  1. No se puede afrontar un acontecimiento imprevisto de la magnitud de la pandemia con viejas recetas. Por esta razón, en parte del entorno católico dañado por la secularización, se hace notar la ausencia de un relato suficiente sobre Dios en la actual tragedia. Tanto en lo pastoral como en lo académico una buena porción del catolicismo no ha sabido dar una respuesta fuerte desde la fe a un daño de dimensión histórica.
  2. El “cambio de época”, del que el papa Francisco ha hecho reiteradas menciones, vivirá ahora una imprevisible y sorprendente inflexión. Por ello hay que afinar la claves de lectura y caminos de reconstrucción de una realidad que nos desborda.
  3. Se han publicado opiniones desde la fe, con reflexiones que atañen a la ecología, la medicina, la justicia y la caridad, pero esto, todo y su interés, no suple la carencia de relato pastoral y teológico desde Dios; de su presencia y mirada, de las dudas que acarrea siempre su amor ante el sufrimiento humano. Esto requería, requiere todavía, de una reflexión atenta desde la fe. Y es que, y esto va más allá de la pandemia, el eclipse de Dios en nuestra sociedad no se resuelve presentando, continua y únicamente, al mundo secularizado la obra social de la Iglesia. Esto acredita -las obras- nuestra fe. Pero sin relato que le otorgue significado, la Iglesia queda reducida a una ONG como tantas otras
  4. Se necesitan más centros de pensamiento que sepan detectar y convocar a quienes tengan algo importante para compartir, para aportar en la construcción de estos caminos, para transformar las grandes concepciones de la doctrina social en propuestas concretas, políticas públicas, logros, objetivos.
  5. La Iglesia está llamada a discernir los “signos de los tiempos” en atenta escucha de la realidad, que irrumpe en la vida de las personas y familias, de los pueblos y naciones. ¿A caso no sabemos discernir las grandes rupturas, las crisis que se acumulan con escasa capacidad de resolverlas, la incapacidad de los poderes públicos, el crecimiento de las adicciones y dependencias entre nosotros, de las enfermedades mentales, de los suicidios, de la vivencia? ¿No es evidente a dónde nos conduce la cultura hegemónica, que además se declara inocente de todo y culpabiliza a toda disidencia? Los tiempos de grandes incertidumbres han de ser de discernimiento y profecía. Pero ¿se muestran tales cosas en la medida suficiente o nos hemos alejado demasiado del Espíritu Santo que nos las insufla? No podemos dejar a Dios entre paréntesis en medio de todo lo que están viviendo los pueblos. La realidad actual nos urge a reconocer su presencia.  El eclipse de Dios solo puede disiparse con una vuelta a Dios, también en el espacio y en el tiempo público, colectivo. No contribuyamos en el esconder a Dios. Por el contrario, hemos de hacer presente el anuncio de salvación, y con él vivir una fuerte espiritualidad, sentido de la trascendencia, de lo sobrenatural en la vida cristiana. Y esto exige también reforzar la experiencia de lo sagrado en la liturgia, apartarnos de la banalidad y la intrascendencia.
  6. Hay algunas experiencias muy concretas que los católicos debemos extraer de la pandemia: no es bueno practicar revocaciones tan largas, como las que se produjeron, del precepto dominical, y también necesitamos una mayor organización para establecer una reflexión teológica y pastoral ante los sucesos extraordinarios del pasado. No es aceptable que, aprovechando la ocasión, se introduzcan formas litúrgicas demasiado particulares. También se debe evitar que la Iglesia dé la sensación de que va a remolque, que es un acolito del poder secular.

Hay unas tareas que urge desempeñar:

La primera cuestión es la del sufrimiento desencadenado, y la primera tarea y desafío que está afrontando la Iglesia es su conversión efectiva en ese “hospital de campaña” capaz de socorrer y acoger a tantos heridos de nuestros países. No se trata solo de proveer de bienes y servicios a los necesitados, sino de abrazar su vida, convertirse en compañía y sostén ante el naufragio, dar testimonio del amor de Dios, que nunca nos abandona. Es una reafirmación muy concreta del amor preferencial por los pobres. Pero, atención, que el hospital puede terminar siendo cómplice si no aborda las causas de tanto daño.

La segunda tarea y desafío que la pandemia plantea a la Iglesia es la de su sabiduría para interceptar, detectar y discernir las más profundas inquietudes, preguntas y anhelos que están emergiendo. Nadie puede seguir manteniendo anestesiado su corazón, provocado por preguntas irreprimibles sobre el temor a la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. Y tampoco podemos asumir las falsas respuestas que convierten a la muerte en solución, como sucede con la eutanasia.

Todas estas preguntas, anhelos y esperanzas del pueblo surgen de sus raíces cristianas. Es un deber dar respuesta a todo ello.

Es evidente la necesidad y urgencia de la tarea evangelizadora que ha de animar a las comunidades cristianas.  Sin renacimiento religioso y moral no habrá verdadera reconstrucción social. Esta tarea exige la conversión que ha planteado y urgido el Santo Padre Francisco. Es tiempo de metanoia, de cambio de mentalidad y de vida, porque necesitamos hombres y mujeres renacidos, y jóvenes nuevos para afrontar con realismo y esperanza los tiempos difíciles. Necesitamos la luz y la fuerza del Espíritu Santo. Y es que no podemos confiar nuestro futuro sólo a las estrategias del Estado y del mercado, por importantes que sean. En el pueblo que sigue a Dios, porque está unido a Él por la Alianza, se encuentra la respuesta.

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