Hace un par de meses que se cumplĂan treinta años de la caĂda del muro de BerlĂn, un acontecimiento que, a pesar de ser profundamente deseado durante muchos años, cuando se produjo resultĂł sorpresivo e inexplicable. Se tratĂł de un hecho determinante que actuĂł como la primera gran ficha que fue haciendo caer, uno tras otro, por efecto dominĂł, los regĂmenes comunistas de la Europa del Este a cuya cabeza estaba el gigante que entonces era la UniĂłn SoviĂ©tica.
La caĂda de este “muro de la vergĂĽenza” (tambiĂ©n otros despuĂ©s han merecido tal nombre), fue literalmente una demoliciĂłn que corriĂł a cargo de las autoridades alemanas, si bien las primeras esquirlas fueron arrancadas a golpes por muchos ciudadanos que de manera espontánea comenzaron a desconchar el hormigĂłn con medios muy rudimentarias: martillos, picos, mazas. Nadie se podĂa explicar cĂłmo de un momento a otro, la policĂa de la Alemania comunista, la RDA, que durante años habĂa disparado sin contemplaciones a todo el que intentĂł escapar hacia occidente, aquel 9 de noviembre recibiĂł Ăłrdenes de franquear el paso de manera indiscriminada.
A los berlineses, que acudieron en masa, les faltĂł tiempo para arremeter contra aquella barrera carcelaria infame, vigilada hasta entonces de manera draconiana. Fueron dĂas de autĂ©ntica liberaciĂłn, jubilosos en extremo para todos los amantes de la libertad. El derribo del muro se produjo en medio de una algazara más que justificada. Sobraban motivos para festejarlo.
La pesadilla de los años de terror pasaba a la historia y el camino hacia la reunificaciĂłn de las dos Alemanias quedaba expedito. Con su desapariciĂłn se ponĂa fin a casi tres dĂ©cadas de mucho dolor para los alemanes de ambos lados, pero sobre todo para los sufridos habitantes del BerlĂn Este, capital durante treinta años de la RepĂşblica Democrática Alemana, un estado artificial diseñado para ser el buque insignia de la prosperidad econĂłmica y social de una jauja que nunca existiĂł.
En el mismo año en que el muro se vino abajo, 1989, cayeron la práctica totalidad de los gobiernos comunistas de Europa Oriental y a finales de 1991 desaparecĂa la UniĂłn SoviĂ©tica.
La gran mentira del “paraĂso comunista” prometido por Carlos Marx quedaba al descubierto por la vĂa de los hechos. “Contra facta non valent argumenta”, decĂan nuestros clásicos. Contra los hechos no valen argumentos, y los hechos se encargaron de demostrar que allĂ donde el comunismo se habĂa implantado, se producĂan siempre los mismos frutos: alienaciĂłn, impiedad, represiĂłn, miseria, odio, dolor, desesperaciĂłn, muerte… Una antesala del infierno.
La misma historia se seguirĂa repitiendo en paĂses de todos los continentes. En todos ellos los dirigentes comunistas, hicieron Ămprobos esfuerzos para enmascarar su fracaso, escamoteando a propios y extraños la siniestra cosecha de esos frutos. Pero la realidad es tozuda y el derrumbe del comunismo en Europa que comenzĂł en BerlĂn, hizo imposible disimular por más tiempo su verdadera identidad, tiránica y despiadada, ocultada durante dĂ©cadas. El “paraĂso” era una filfa, un sueño irrealizable; nunca, en ningĂşn sitio hubo tal paraĂso.
La relevancia histĂłrica de la caĂda del muro de BerlĂn era obvia, pero no solo era decisiva por sus dimensiones polĂtica, econĂłmica y social. TenĂa tambiĂ©n una vertiente intelectual muy interesante ya que aquel derrumbe fĂsico era el sĂmbolo de otra caĂda, la del comunismo como filosofĂa.
Si las dictaduras comunistas se habĂan desmoronado, cabĂa pensar que tambiĂ©n entrarĂa en quiebra el comunismo teĂłrico cuyo origen y cuya ubre estaba en la filosofĂa de Carlos Marx y Federico Engels. Muchos creĂmos entonces que con aquella desapariciĂłn en el campo polĂtico, el comunismo intelectual no volverĂa a levantar cabeza, y dimos por descontado que los comunistas de salĂłn, que vivĂan esplĂ©ndidamente en los paĂses ricos de occidente, no tendrĂan más remedio que abandonar sus posiciones ideolĂłgicas. Nos equivocamos. Los hechos, ciertamente, demostraban que los postulados comunistas eran inviables, pero nos equivocábamos al pensar que tambiĂ©n caerĂa el comunismo ideolĂłgico.
Con las premisas que usábamos nuestros razonamientos estaban bien hechos, pero erramos al perder de vista algunos datos que concurrĂan en el asunto. Se nos escaparon premisas con las que no contábamos.
No contemplábamos al comunismo más allá de un sistema ideolĂłgico, sin caer en la cuenta de que es una hidra de siete cabezas. Razonábamos bien cuando nos preguntábamos cĂłmo se podĂa profesar una ideologĂa cuyas falacias habĂan quedado demostradas tan palmariamente ante todo el mundo. Más aĂşn, ÂżcĂłmo se podĂan sostener los principios y promesas de un sistema teĂłrico que llevado a la práctica se habĂa autodestruido, presa de sus propias contradicciones? Porque lo verdaderamente asombroso es que habĂa caĂdo Ă©l solito, por corrosiĂłn de sĂ mismo, por agotamiento, sin bombas ni tanques que lo echaran abajo.
Los encargados de explicar la historia contemporánea, a la hora de señalar las causas del ocaso comunista, suelen convenir en añadir a la descomposición interna de aquellas dictaduras, la influencia de dos personalidades muy relevantes: el papa san Juan Pablo II y el presidente estadounidense Ronald Reagan.
Al primero le avalaba la autoridad moral del papado, que, en este caso además, venĂa reforzada por su estampa personal carismática, su palabra audaz y entusiasta y una trayectoria como obispo polaco firmĂsima y transparente.
El segundo, Ronald Reagan, pidiĂł abiertamente a su homĂłlogo ruso que acabara con aquella vergĂĽenza en un cĂ©lebre discurso pronunciado en 1987 a unos metros del muro, en las espaldas de la puerta de Brandeburgo («Mr Gorbachev, tear down this wall: Sr. Gorbachov, derribe usted este muro«), al tiempo que se mostrĂł firmemente decidido a emprender una nueva carrera armamentĂstica con la que la URSS de entonces era incapaz de competir. Es decir, palabras y gestos de firmeza en las personas de dos lĂderes convencidos de su papel, el uno religioso, el otro polĂtico.
Y hasta ahĂ llegĂł todo el empuje exterior para derribar al comunismo. No hubo revoluciones violentas, levantamientos militares, invasiones extranjeras, golpes de estado, bloqueos comerciales, o muertos por revanchas que, por otra parte, a nadie habrĂan extrañado, fuera de algĂşn episodio puntual como el caso del presidente Ceausescu de RumanĂa.
Esas fueron todas las fuerzas de oposición, si bien hay un dato más que también hay que tener en cuenta, aunque sea un dato del cual la Historia, como ciencia, no puede -ni debe- echar mano. Me refiero a la providencia divina.
Quienes desde la fe creemos en la conducciĂłn de la marcha del mundo por parte de Dios, Uno y Trino, no podemos dejar de señalar que la historia no la construyen solamente los hombres, porque hay otra parte que pertenece a Dios. Al historiador profesional, sea o no creyente, le corresponde analizar y explicar los hechos humanos en cuanto que son humanos; es decir, desde la acciĂłn humana, limitándose a obtener conclusiones estrictamente racionales. El historiador riguroso, si quiere ser reconocido y respetado como tal, tiene un campo marcado por unos lĂmites que no debe ni puede traspasar, pero eso no impide que los creyentes, todos los creyentes (incluidos tambiĂ©n los que son y que se dedican al estudio de la Historia) tengamos el convencimiento de que Dios tambiĂ©n mueve sus fichas en el tablero del tiempo y del espacio, máxime cuando los cristianos afirmamos que Dios se ha encarnado en la persona de Jesucristo y se ha metido de lleno en nuestro mundo, en un tiempo y en un lugar perfectamente datados, habiendo venido a ser el personaje histĂłrico más relevante de cuantos se han conocido.
Pues bien, no podremos echar mano de este dato que nos proporciona la fe como recurso valido para explicar cientĂficamente la historia, pero sĂ es un recurso teolĂłgico. A fin de cuentas ninguna ciencia tiene la exclusiva de la verdad ni competencias sobre la totalidad de lo real.