Participo de forma activa en ayudar a los refugiados ucranianos que han llegado a España. Especialmente con los rescatados por Coopera y Acción Familiar, que han traído a casi 600, repartiéndolos en diversas casas, que en estos momentos son 19 en toda España, aunque mayoritariamente en Cataluña. Es extraordinario lo que muchas personas están haciendo en apoyo a los refugiados, casi todos madres y niños. Pueblos pequeños a los que han llegado refugiados se han volcado en acogerles y ayudarles. La labor de Caritas, Cruz Roja y de numerosas ONGs, así como muchas organizaciones católicas o parroquias, o de familias, es impresionante.
La solidaridad está funcionando a niveles altísimos en España y en otros países de Europa Occidental, y de manera aún mucho mayor en Polonia, Hungría, Moldavia o Rumanía, estados limítrofes de Ucrania.
Junto a la tragedia de la guerra, de la destrucción de aquel país, del número enorme de víctimas, de los cambios geopolíticos, de la inflación disparada, surge una preocupación: ¿cuánto tiempo puede mantenerse este estado de acogida de refugiados? Es decir, cubrir los costes de traerlos al país receptor, darles alojamiento, alimentación y, para los niños, escuela. De otro lado, procurar integrarlos en la sociedad que les ha recibido. También afloran incógnitas de cara a los naturales del país. ¿Estarán dispuestos a seguir ayudando, financiando, cediendo casas, dedicando tiempo, una vez haya pasado el estado de emotividad que dispone a las personas a realizar cualquier cosa y renunciar a lo que sea para ayudar? ¿No habrá personas necesitadas del país que se indignen y adopten posturas de rechazo porque pueden ver que las instituciones priorizan las ayudas públicas a los refugiados extranjeros antes que a ellos? Y, entre los propios recién llegados, ¿todos harán esfuerzos para integrarse e intentar ser autónomos cuanto antes, trabajando y viviendo por su cuenta? En un país con una elevada tasa de paro como España, ¿podrán encontrar empleo, aunque lo intenten?
Preguntas como estas surgen más aún cuando se produce algún incidente, aunque sea pequeño, como ha ocurrido estos días en el barrio de Sant Andreu de Palomar, en Barcelona.
En la puerta de la parroquia del barrio ha aparecido una pintada. En catalán dice “Caritas desahucia”. Los hechos son: Caritas cedió hace ya un par de años una vivienda a unos refugiados (no ucranianos). Esta vivienda tiene cuatro habitaciones y ahora está residiendo en ella solo un matrimonio. Ante esto, Cáritas les exige que vayan a otra vivienda más pequeña que también les facilita, ya que en un piso de aquella dimensión pretende alojar a un número mayor de personas necesitadas de un techo.
El matrimonio refugiado se ha negado a dejar el piso y han contactado con las organizaciones activistas contra los desahucios. En la citada pintada de la puerta del templo indicaban la dirección y el día en que se pretende sacarlos de casa llamando a una concentración de protesta. Se da la circunstancia, según vecinos de la zona, que los refugiados en cuestión no hacen esfuerzos para encontrar trabajo y desean vivir de manera permanente de la subvención o ayuda.
Cuando se piensa en la inmensa labor que realiza Caritas, pone los pelos de punta pensar que haya personas a las que ha beneficiado durante largo tiempo que promuevan protestas contra ella.
Es un caso aislado, pero cuando el número de refugiados se multiplica y se les dan las cosas resueltas durante un tiempo largo es grande el peligro de que bastantes entiendan que debe ser siempre así.
Apunto una experiencia de una de las recientes expediciones llegada a España con refugiados ucranianos. La mayoría de estos valoran lo que se hace por ellos y están agradecidos, pero no falta algún discrepante. Así, un grupo numeroso de una de las expediciones (un autocar entero) fue llevado a un pueblo del interior de España, en Castilla León. La gente del lugar les acogió magníficamente, se volcaron en acogerles y les instalaron en los edificios de que disponían. Les tratan bien y alimentan. Pero alguno de los recién llegados consideró que no se cumplían las expectativas, ya que alguien les había dicho -no las entidades españolas- que les darían una casa junto a la playa y hasta una paga. Creó mal ambiente.
Son quizás simples detalles, hechos anecdóticos, pero el peligro de que se cronifique el vivir de la ayuda es muy peligroso. Tanto para la gente del país como para los recién llegados.
Preguntas como estas surgen más aún cuando se produce algún incidente, aunque sea pequeño, como ha ocurrido estos días en el barrio de Sant Andreu de Palomar, en Barcelona Share on X