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Tiempos de rescate (II): rescatar el pensamiento

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En el artículo anterior echábamos una ojeada panorámica a la cuestión del rescate, presentando varios ámbitos de la vida cotidiana cuyo rescate para la normalidad entendemos justificado. En este segundo artículo, enfocaremos el rescate hacia el mundo de la educación y de la familia, tratando de ver qué es preciso rescatar porque consideramos que están cautivas y precisan de liberación.

No son pocas y, a mi juicio, la primera y más urgente es la que se refiere al propio pensamiento, el cual necesita ser rescatado de la dejación y del abandono en que se encuentra. El gran paladín intelectual de la necesidad de recuperación del pensamiento en nuestra época ha sido el recordado papa Benedicto XVI, el cual alertó, una y otra vez, sobre la urgencia de devolver a la razón el papel que le corresponde, que es el de ser el gran instrumento que nuestra naturaleza pone al servicio de la primera de nuestras facultades: el entendimiento.

Apliquemos esta recomendación del papa sabio a nuestra realidad concreta.

Podría pensarse que los encargados de rescatar el pensamiento deben ser los intelectuales, los académicos, los filósofos, los gobernantes, pero ¿también los que no tenemos otras responsabilidades que las de la vida ordinaria?, ¿acaso podemos hacer algo en este campo?, ¿tanto nos va en ello?

La respuesta es sí, un sí rotundo. Este sí brota de un hecho irrefutable y es que “Dios dio el mundo al hombre para que pensara” (Ecl 3, 11). “Al hombre”, es decir, al ser humano, a todos los hombres, no solo a los pensadores “profesionales”. A los ciudadanos de a pie no nos tocará marcar las pautas por donde debe discurrir la vida contemporánea, ni alumbrar a la sociedad en su conjunto, pero sí nos toca organizar nuestra vida, atender a nuestras obligaciones particulares, velar por nuestras familias, llevar adelante nuestras casas y trabajos.

A los padres de familia les toca gobernar su vida y la de sus hijos, para ello hay que decidir porque gobernar consiste, sobre todo, en tomar decisiones, y las decisiones se toman de acuerdo a las ideas o principios que cada cual considera importantes.

La dinámica propia de la vida activa exige estar actuando permanentemente. De la mañana a la noche, cada jornada es un hacer continuo; día sí, día también, hay que estar organizando los asuntos cotidianos, hay que decir y callar, aprobar y desaprobar, ejecutar y aplazar, etc.

el “principio de toda obra es el pensamiento, y antes de toda acción está la reflexión”

Pues bien, para todo ello y por delante de lo que haya que hacer, lo primero es pensar, aunque es claro que con solo pensar no se resuelven los asuntos cotidianos. En la vida lo definitivo son las obras, no el pensamiento, pero por él hay que empezar porque el “principio de toda obra es el pensamiento, y antes de toda acción está la reflexión” (Eclo 37, 16). Tan esencial le resulta al hombre el hecho de pensar que santo Tomás de Aquino llega a decir que de todo lo humano, lo que más ama Dios en nosotros es la inteligencia.

Pero digo más, no basta con pensar solo una vez, hay que pensar lo pensado.

Hoy tenemos una imperiosa necesidad de pensar sobre el pensamiento, de reflexionar sobre nuestra reflexión, que a fin de cuentas esta es una característica exclusiva del hombre. Cuando, por influjo de Lineo, se caracterizó a los seres humanos como pertenecientes a la especie homo sapiens, la expresión tardó poco en ser ampliada duplicando la palabra sapiens: sapiens sapiens, que significa que el hombre no es solo el ser que sabe, sino el que sabe que sabe. Esto es lo específico nuestro, no solo saber, sino saber que sabemos; no solo pensar, sino pensar el pensamiento, pensar sobre lo pensado.

Esto es lo propio del alma humana, volver sobre sí, re-flexionar (volver a flexionarse), doblarse sobre sí misma para entrar en nuestro interior y tomar conciencia de nuestra conciencia. ¡Qué necesidad tenemos de hacer una y otra vez este movimiento de regreso hacia nuestra hondura interior en todos los órdenes!, especialmente en los campos intelectual y moral, es decir en el orden de las ideas y de los actos.

hoy el pensamiento anda escaso de libertad, ya que son muchos los obstáculos que le impiden moverse

Podría parecer que esta reflexión está de más, pero erraría quien lo sostuviera. Tengo por cierto que pensamos poco sobre nosotros mismos porque hoy el pensamiento anda escaso de libertad, ya que son muchos los obstáculos que le impiden moverse con la soltura que necesita y por eso tiene que ser rescatado, liberado de frenos y barreras.

A los grandes impedimentos de siempre, que básicamente son la ignorancia y los prejuicios, hoy hay que añadir algunos propios de nuestra época, como son la hiperactividad, las dificultades del lenguaje, la pasión por el éxito, la multiplicidad de necesidades y, sobre todos ellos, la falta de claridad sobre el sentido de la vida. El pensamiento necesita conocimientos previos, criterios, tiempo para la reflexión y alas para volar, y todas estas cosas mencionadas son ligaduras que le impiden ejercitarse como corresponde a nuestro ser hombres.

De todas estas barreras digamos algo sobre dos de ellas: la barrera del tiempo y la falta de claridad del sentido de la vida.

El pensamiento humano se hace razonando y el razonamiento no es otra cosa que un flujo de ideas que se van engarzando unas a otras hasta formar una corriente continua, un curso, que puede compararse al curso de un río. De aquí que a nuestro razonar le llamamos también discurrir, por el parecido del razonamiento con el discurrir del agua del río. La comparación es válida pero no hay un calco entre el curso del agua del río y el curso de las ideas en nuestras cabezas. Y no lo hay por dos motivos: porque el agua no puede volver hacia atrás y el pensamiento sí, y, por otra parte, porque el agua de un río no puede errar en su fluir y nuestros razonamientos sí.

En Dios ver y entender es lo mismo, en nosotros no

No solo es que necesitemos tiempo para discurrir sino para no errar, o errar lo menos posible, porque nuestro entender está muy expuesto a desviaciones, oscuridades y errores. Somos hombres, no somos Dios. No tenemos el entendimiento divino que penetra todas las cosas con una visión que está libre de error y fuera del tiempo. En Dios ver y entender es lo mismo, en nosotros no. Vemos primero y entendemos después, si es que entendemos, y además, con muchísima frecuencia, con nuestro entendimiento muy oscurecido por un sinfín de causas. Pensar exige tiempo y pensar bien, más tiempo aún, y todavía más para pensar bien sobre lo pensado.

Pero sigamos con el ejemplo del río, que es válido, aunque no sea un calco del razonamiento, como se acaba de decir. Lo importante de un río es su agua, pero el agua no se desplaza por el aire, sino por un cauce, al agua le resulta imprescindible un lecho firme por donde discurrir. Pues algo parecido ocurre con el pensamiento humano y es que nuestra mente necesita un soporte. En el caso del río el soporte viene dado por el lecho y las riberas. Nosotros, que somos cuerpo y espíritu, necesitamos dos cauces, uno material, nuestra cabeza física, y otro intelectual, los criterios.

La cabeza es el soporte material para poder pensar, y dentro de ella, especialmente el cerebro que hoy está sufriendo ataques físicos muy serios, tanto más peligrosos cuanto más tierno está: sobreestimulación sensorial, alimentación incorrecta, descontrolada o voluntariamente rechazada (ahí están los problemas de bulimia y anorexia), pornografía, consumo de ansiolíticos, de estimulantes, de alucinógenos y de drogas (el alcohol entre ellas).

El soporte intelectual son las pautas educativas: criterios, normas, hábitos y actitudes. De todos ellos digamos algo sobre los primeros. Llamamos criterios a los esquemas de pensamiento que utiliza la razón para poder entender la realidad. ¿Qué esquemas son esos? Los mismos con los que está organizada la realidad, siendo el principal, el criterio de finalidad.

La realidad no está organizada al azar, sino de manera racional, con lógica, con sensatez. Aprendamos de la creación que se nos hace visible en la naturaleza, tanto en nuestra propia naturaleza como en la del resto de los seres creados. Todo está hecho con equilibrio, con relaciones de dependencia, con jerarquía, con progresión, con orden, con proporción, con medida, con belleza, y, sobre todo, con una finalidad, con un para qué.

El criterio de finalidad es el que preside y justifica (el que debería presidir y justificar) toda nuestra actividad

Todos estos criterios están a la vista y todos son valiosos, pero el principal es el de finalidad; no es el único, pero sí es el principal porque es el que da unidad y sentido a todos los demás y, en consecuencia, a todos los aspectos de nuestra vida. El criterio de finalidad es el que preside y justifica (el que debería presidir y justificar) toda nuestra actividad: los proyectos que hacemos, las decisiones que tomamos, los medios que hay que emplear en cada caso, los tiempos, las normas a las que ajustarse, etc.

Sin saber cuál es la finalidad última para hacer lo que hacemos, la vida se convierte en un devenir de actividades inconexas, que se agotan en su propia realización, sin ninguna trascendencia que dé sentido a lo que hacemos y que merezca el esfuerzo. Ese tipo de vida intrascendente es vida, pero vida animal, no la que nos corresponde como hombres.

Los animales no saben de trascendencia, los hombres no podemos vivir sin ella. En los animales su existencia se agota en la inmediatez de su presente, satisfacen su necesidades y ahí acaba todo. Nosotros también tenemos que resolver las necesidades del presente, pero con los ojos puestos en algo más que el mero presente. El hombre es un ser lanzado al futuro, somos proyectivos, por eso nos caben la esperanza y el miedo ante el mañana, por eso hacemos planes, diseñamos proyectos, prevemos, nos ilusionamos o nos asustamos ante el porvenir.

El papa Francisco es quizá la voz que más se ha hecho oír advirtiendo de que no podemos dejarnos robar la esperanza. La advertencia no puede ser más oportuna, por eso tenemos que preguntarnos qué podemos hacer para que no se nos robe la esperanza.

La respuesta definitiva es religiosa y se llama Jesucristo, pero yo ahora quiero centrarme en lo que podemos hacer por cuenta propia, y estoy convencido de que la mejor manera de poner de nuestra parte para preservar y custodiar la esperanza, es afianzarnos en criterios de verdad, en vivir no de ensoñaciones sino en dotar a nuestras cabezas de principios que se ajusten a la realidad. En pensar y pensar lo pensado.

Porque resulta que quien más quien menos, aquí andamos unos y otros tan ocupados, tan superocupados, teniendo tanto que hacer y tanto que decidir sobre la inmediatez de lo que nos ocupa, que no queda resquicio para pensar sobre nosotros mismos. Lo que más llama la atención, al menos la mía, es que, generalmente, sabemos que esto es así, lo aceptamos, lo reconocemos, pero no veo que nos decidamos a poner remedio. Y así nos va.

mientras nosotros nos dedicamos a hacer sin pensar, otros se dedican a pensar lo que nosotros acabaremos haciendo

Porque nos puede parecer que no pasa nada por no poner remedio a esta situación, pero sí pasa. Pasa que mientras nosotros nos dedicamos a hacer sin pensar, otros se dedican a pensar lo que nosotros acabaremos haciendo. Y así, paso a paso, se degrada nuestro mundo, se rompen nuestras familias, se vacían nuestras iglesias, se desmorona nuestra nación, se suicidan nuestros adolescentes, se pudre nuestra alma… ¿La solución está en pensar? No, las soluciones no están en el pensamiento, sino en las obras, pero no acertaremos con ninguna vía de solución si no empezamos por pensar porque -insisto- “antes de toda acción está la reflexión”.

Armemos nuestras cabezas y las de los nuestros hijos y alumnos con fundamentos de verdad, acostumbrémonos y hagamos que se pregunten el porqué y, sobre todo, el para qué de las cosas. Rescatemos el pensamiento, la lógica, enseñemos a pensar empezando por desarrollar las capacidades de observación y asombro, y sobre todo, démosles sentido.

La falta de sentido de la vida, unida a un ejercicio erróneo de la autoridad familiar es una verdadera tragedia, especialmente para los adolescentes y jóvenes.

En una familia -digamos normal- mientras los hijos son niños, el sentido de la vida no constituye problema alguno porque se lo dan los padres. Los hijos viven para lo mismo que vivan sus padres, sin mayor complicación, pero cuando se acaba la infancia y llega la adolescencia, el hijo tiende a derrumbar el edificio que le han construido sus padres porque necesita levantar el suyo propio, se siente llamado a encontrar el sentido de su vida por sí mismo.

Y aquí le hacen falta motivaciones fuertes, ideales altos, empresas que merezcan la pena. Para quien lo quiera aceptar, no existe empresa mayor que tomarse la fe en serio, sea cual sea el camino por donde deba transitar el proyecto de vida de cada uno, que ese es personal para cada cual y no todos estamos llamados a lo mismo.

Aprendamos de la naturaleza familiarizándonos con ella, que ella  nos enseña a pensar, observémosla despacio y descubriremos que en ella no existe el azar, ni la suerte, ni la casualidad; todo, absolutamente todo tiene una finalidad, un para qué que justifica que las cosas sean como son. Si lo hacemos, aprovechemos, de paso, para descubrir las maravillas que encierra y entonces surgirá el asombro porque no hay ninguna posibilidad de observar cualquier aspecto de la creación con alguna profundidad y no quedar maravillados, lo cual lleva, necesariamente, a pensar y a expresar lo pensado.

Menos luces led y más sol, menos pantallas y más campo, menos artificios y más naturaleza viva.

No solo es que necesitemos tiempo para discurrir sino para no errar, o errar lo menos posible, porque nuestro entender está muy expuesto a desviaciones, oscuridades y errores. Somos hombres, no somos Dios Clic para tuitear

 

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