Tal como lo señala Romano Guardini hoy en día : «La técnica se ha convertido en una fuerza independiente que no sirve al hombre, sino que lo somete».
La interioridad humana necesita silencio y tiempo para florecer, pero ambos son barridos por la constante avalancha de estímulos digitales.
Nicholas Carr en su libro Superficiales dice: «Internet nos devuelve a nuestros instintos primitivos; nos hace inquietos, hambrientos de estímulos».
La tecnología nos arrastra, sus aguas nos entusiasman con la promesa de comunicación sin límites, pero al mismo tiempo nos van erosionando las orillas en las que descansan nuestra verdadera humanidad y nuestra atención a la realidad.
Nuestras dos riberas son la comunión con el Otro y los otros y la presencia consciente en el presente. Sin ellas, perdemos el rumbo y naufragamos en la dispersión continua del mundo virtual.
El impacto en la vida interior: una mente fragmentada
En el plano íntimo creemos conocernos mejor gracias a los algoritmos que nos sugieren aficiones, lecturas o contactos. Sin embargo, el efecto real es contrario: se diluye la profundidad del propio yo en un vaivén de estímulos superficiales.
Decía San Agustín, «Noli foras ire, in te ipsum redi; in interiore homine habitat veritas» (No vayas fuera, entra en ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad).
Pero la introspección exige silencio y recogimiento, dos lujos que la vorágine digital ha encarecido. Cuando cada minuto aparece una nueva posibilidad de distracción —un video, un mensaje, una foto—, la mente no alcanza a sumergirse en la contemplación sosegada ni a escarbar en su verdad más profunda.
Esta dispersión mental modifica incluso nuestra biología. Los expertos en neurociencia subrayan que el cerebro se reconfigura por la llamada «neuroplasticidad».
Si dedicamos horas a la sobreestimulación, generamos un hábito de atención fragmentada; dejamos de ejercitar la persistencia reflexiva que forma el sustrato de la vida interior. De este modo, vamos cediendo terreno a la cultura de la inmediatez, y nuestra mirada hacia lo trascendente se vuelve borrosa.
El día a día en la pantalla: entre la eficacia y la alienación
El discurso oficial de la era digital proclama que, gracias a las herramientas virtuales, conseguimos más en menos tiempo.
Sin embargo, quienes dan clase o trabajan frente a un ordenador saben que esto no equivale a mayor profundidad. Es cierto que podemos escuchar un podcast mientras contestamos correos y seguimos una videollamada, pero ninguno de esos actos recibe nuestra atención plena.
Es un «multitasking» que acaba siendo, en muchos casos, «multi-dispersión».
El día se llena de micro tareas, cada cual con la promesa de una pequeña gratificación inmediata: un «like» aquí, una respuesta rápida allá.
La tecnología está convirtiendo el tiempo en un recurso de consumo, robándole su misterio.
Mientras tanto, lo que se resiente es nuestra capacidad de contemplar, de sentarnos a charlar con un amigo sin mirar el reloj o de caminar sin urgencia, atentos a la brisa del atardecer.
Por otro lado, el espacio también se desdibuja. Vemos el mundo a través de ventanas digitales que aíslan el resto de nuestros sentidos.
Comunión y atención
El ruido constante no solo trastoca nuestro interior y nuestras rutinas; también dificulta la escucha de lo sagrado.
En palabras de Hans Urs von Balthasar: «El hombre fue creado para ser oyente de la palabra, y es en responder a esa palabra donde alcanza su verdadera dignidad». Sin embargo, la llamada a lo trascendente se pierde entre miles de notificaciones.
Nuestra vocación humana apunta, desde siempre, a la comunión con los demás y a la relación con Dios. Pero la hiperconexión digital, en lugar de consolidar lazos duraderos, muchas veces los trivializa. Conversaciones que podrían ser profundas se reducen a un intercambio de emojis o reacciones fugaces.
La pregunta, entonces, no es si debemos renegar de la tecnología, sino cómo podemos encauzarla hacia un horizonte más pleno.
Muchas veces no es la herramienta la que contamina a la persona, sino el uso que de ella se haga. Podemos imaginar, por ejemplo, aplicaciones que promuevan espacios de oración, lecturas de profundidad o acciones concretas de servicio al prójimo. Una videollamada puede ser ocasión para sostener la fe y la cercanía con un ser querido que vive lejos. Un correo electrónico puede inspirar la intercesión por las realidades que leemos a diario, en vez de convertirse en un acto puramente mecánico.
Se trata de imponer pausas al vértigo digital: dedicar unos minutos a la contemplación antes de abrir la bandeja de entrada o rezar por quienes participan en los proyectos que gestionamos online.
Al reorientar nuestras prácticas tecnológicas hacia el servicio y la comunión, permitimos que la tecnología se pliegue a nuestro fin último y deje de ser un río descontrolado que arrasa con todo.
La revolución digital nos pide, con urgencia, que definamos nuestras prioridades. ¿Vamos a permitir que nos confunda o por el contrario, le daremos forma desde la intención y el propósito cristianos?
La respuesta no es demonizar la tecnología ni buscar un retorno romántico a tiempos más simples.
Como bien lo indica Romano Guardini, la clave está en encontrar formas de integrar la tecnología en nuestras vidas de manera que sirva a nuestro propósito humano y espiritual.
Esto implica adoptar una narrativa que dé sentido a nuestro uso de la tecnología, una narrativa que respete el ritmo natural de la vida y fomente la contemplación y la comunidad.
En última instancia, el desafío de la era digital no es solo técnico, sino profundamente humano. Necesitamos recordar que la tecnología debe estar al servicio de la humanidad, no al revés. Como afirma San Pablo: «Todo lo que hagáis, hacedlo para la gloria de Dios» (1 Cor 10,31).
Este principio nos invita a redescubrir la dignidad y el propósito detrás de cada acción, incluso en un mundo dominado por pantallas.
La tecnología, como cualquier herramienta, puede alejarnos de nuestra esencia o acercarnos a ella. La elección es nuestra: usarla para alimentar una vida superficial o incorporarla sabiamente en una forma de actuar que nos lleve hacia el encuentro con nosotros mismos, con los demás y con Dios.