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Tiemposa de rescate (y VIII). Jesucristo: rescatador y rescatado

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A lo largo de esta serie de artículos hemos ido viendo algunas de las cosas que merecen ser rescatadas porque han caído en el olvido o están en peligro de extinción.

Vamos a cerrar la serie hablando de Jesucristo, que nos presenta una triple perspectiva de rescate

  1. Jesucristo nos aparece en primer lugar, como un judío rescatado.
  2. En segundo lugar, Jesucristo como el rescatador del hombre.
  3. En tercer lugar, como una figura necesitada de ser rescatada con urgencia en el mundo actual.

Quede claro desde el principio que la más importante de estas tres perspectivas, con diferencia sobre las otras dos, es la segunda: Jesucristo, rescatador del hombre, Jesucristo que, hablando de sí mismo, dice “no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28; Mc 10, 45). No obstante, para seguir el orden cronológico, vamos a empezar por la primera porque el hombre Jesús de Nazaret, antes de ser rescatador, él mismo ha sido rescatado.

1- Jesús de Nazaret, antes de ser rescatador, él mismo ha sido rescatado

Sus padres, José y María, fieles observantes de la ley judía, al octavo día de su nacimiento lo llevaron a circuncidar y a los cuarenta fueron al templo de Jerusalén para cumplir con el rito de la purificación de la madre y consagrar al Señor al hijo primogénito. “Según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones»” (Lc 2, 22-24).

Era obligación de los judíos consagrar a Dios todos los primogénitos de hombres y de animales, presentando a los primeros y sacrificando a los segundos como ofrenda legal en cumplimiento de lo que Dios había mandado por medio de Moisés. Así está escrito en el libro del Éxodo: “El Señor dijo a Moisés: «Conságrame todo primogénito; todo primer parto entre los hijos de Israel, sea de hombre o de ganado, es mío»” (Ex 13, 1-2).

De entre los animales se exceptuaba el sacrificio de los asnos, cuya primera cría podía ser rescatada a cambio de un cordero, pero no se prescribía asi para los hombres, pues no se admitía en ningún caso el sacrificio del hijo. “Rescatarás siempre a los primogénitos de los hombres” (Ex 13, 13), continuó diciendo Dios a Moisés. El rescate consistía en llevar al templo un animal para que el sacerdote lo sacrificara según el rito establecido, y a las familias pobres (como era el caso de la Sagrada Familia) se les permitían “un par de tórtolas o dos pichones”.

Vemos, pues, a madre e hijo sometiéndose formalmente a una ley que quisieron cumplir por piadosa obediencia, una obligación religiosa prescrita para todas las familias judías. La verdad oculta, entonces no desvelada, era que la Virgen María, la toda pura, no tenía nada de qué ser purificada y que Jesús, el autor de la ley, venía a rescatar, no a ser rescatado ya que había “nacido bajo la ley para rescatar a los que estaban bajo la ley” (Gal 4, 4-5).

Paradoja chocante, esta del rescatador rescatado a quien vemos sometiéndose al ritual de consagración de los primogénitos. Cristo, el rescatador, fue rescatado a los cuarenta días de su nacimiento al precio de un par de tórtolas. Y hoy su figura, lamentablemente, después de dos mil años de cristianismo, necesita nuevamente ser rescatada como hemos apuntado al comienzo y diremos en las líneas finales.

2- Cristo es rescatador

En segundo lugar, Cristo es rescatador. Rescatador del hombre en general, del ser humano como el ser viviente más sublime de toda la creación material, y rescatador también de cada hombre en particular, de cada persona. De Cristo decimos que es nuestro salvador, el único salvador, lo cual está bien dicho, “pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos” (Hch 4, 12), pero esa salvación no es una salvación cualquiera.

En la vida ordinaria tenemos múltiples experiencias y formas de salvación y rescate, todas encomiables. Podemos ser salvados de un peligro grave gracias a alguien que nos previene y avisa, podemos ser salvados de un contagio gracias a una vacuna, de morir atrapados por la rápida actuación de los bomberos, de un atropello por la rapidez de reflejos de un conductor, de una muerte segura por la pericia y la diligencia de un cirujano, etc., etc., etc.

Podríamos continuar la lista porque son muchos los ejemplos de salvación dignos de reconocimiento y aplauso. Cierto, pero en todos ellos lo que se salva es una vida temporal. Todos estos casos de salvación consisten en alargar una vida caduca, pero no pueden pasar de ahí porque todos los salvados de esta forma, acabarán muriendo ya que nadie puede escapar de la muerte temporal.

Los intentos para asegurar la inmortalidad en este mundo son falsos e inútiles de raíz y por ello están condenados al fracaso, digan lo que digan y auguren lo que auguren los vendedores de humo en forma de mitos, hoy bajo el sinuoso nombre del transhumanismo.

Los transhumanistas actuales no son sino herederos del mito del progreso continuo, una especie de dogma de fe laica por el cual sus fieles seguidores confían el destino de los hombres y del mundo a promesas de futuro que nunca llegan porque la inmortalidad no es cosa de la vida propia de este mundo. Un mito vacío de verdad, cientifista, pero no científico, por más que se presente como el más prometedor avance de la ciencia actual.

La inmortalidad, por definición, pertenece a la vida, pero a una vida que está fuera del tiempo y más allá del tiempo (valga esta forma de hablar), “la vida del mundo futuro”, en la que decimos creer los que nos confesamos creyentes y de la que han estado convencidos todos los hombres de todas las culturas, de todos los lugares y tiempos, antes de la llegada de la tozudez del ateísmo moderno que empezó a abrirse paso hace doscientos años y ha ido ganando adeptos con velocidad.

La salvación de Jesucristo, en cambio, es una salvación de eternidad, frente a la cual el tiempo se encoge hasta desaparecer.

Por eso cabe decir que no somos dueños de más tiempo que el presente y no hay más vida que la eterna, en la que fuimos introducidos desde el momento cero de nuestra existencia. Con frecuencia cometemos el error de distinguir entre la vida de la tierra y la del cielo como si fueran dos vidas, cuando en realidad no son más que una sola, dividida en dos etapas, la primera temporal, la segunda intemporal. Bien es verdad que deben diferenciarse más que parecerse, pero por muchas y grandes que sean las diferencias, estas no rompen la unicidad de la vida que se nos ha dado, un sola vida que empieza con nuestra fecundación y que se proyecta fuera del tiempo, sin retorno, hacia las dos únicas opciones posibles que la fe nos asegura: cielo e infierno.

¿En qué consiste el rescate de Jesucristo?

En que sin él, nuestro destino, el destino de todos los hombres, habría sido la reprobación de Dios, es decir, el infierno, pero gracias al rescate pagado por Jesucristo, nuestro destino ha sido trocado de condenación en salvación; de muerte eterna en vida eterna. Cristo “se entregó en rescate por todos” (I Tim 2, 6). Tomar conciencia de esto y asumirlo pertenece a nuestro ser cristianos, saberse rescatado es una nota fundamental de nuestra verdadera identidad.

Los bautizados somos hombres rescatados que pertenecemos a un pueblo de rescatados. A nosotros esta salvación conseguida por Jesucristo nos llega por vía de gratuidad (de gracia, gratia, gratis) pero el rescatador ha pagado un precio muy alto, nuestro rescate se efectuó “no con algo corruptible, con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo” (I Pe 1, 18-19).

Es tan alto el valor de cada alma humana, de cada persona, que Cristo rescatador no ahorró mandatos y recomendaciones, poniendo especial énfasis en la necesidad de una vigilancia continua y esforzada, a fin de que no malogremos ese rescate operado por él en nuestro favor. Porque se puede malograr.

Solo a modo de muestra, tomo dos citas: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna” (Mt 10, 28). Y esta otra: “Uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán” (Lc 13, 23-24).

La salvación personal es un tema demasiado serio como para olvidarlo o frivolizar con él

La salvación personal es un tema demasiado serio como para olvidarlo o frivolizar con él. Cada cuál sabrá hasta qué punto esto de la salvación tiene peso en su vida, pero decir que hay que ser cuidadosos se queda corto; con la salvación, propia y ajena, lo que corresponde es ser celosos, y a mí me da la impresión que muchos no quieren enfrentarse con este asunto, ni siquiera oír hablar de él. Pero no es cuestión de obsesiones ni de miedos; sino justo al revés, es cuestión de una inmensa confianza en que Dios cumple lo que promete y no falta a su palabra.

Siempre habrá gentes asustadizas a quienes este lenguaje del Señor les inquiete, pero él no ha venido a meter miedo a nadie, sino a facilitar las cosas al máximo, tendiendo un puente hacia el cielo, que es su propia persona, e invitándonos a todos para que caminemos por él con absoluta confianza.

Esta confianza no significa edulcorar la doctrina católica, la cual, de manera clara y explícita, nos asegura que no hay más alternativa que el cielo o el infierno; no hay más posibilidades que o bien tomar el puente puesto por Cristo (insisto, que es él mismo), o bien dejarse arrastrar por las aguas que se despeñan en el abismo. Edulcorar la doctrina, si es para uno mismo, es una manera de cerrar los ojos para no ver la realidad y si se edulcora para los demás, es una manera de faltar a la verdad y al amor que debemos al prójimo engañándolo con mensajes buenistas que no son sino falsedades del peor jaez.

Cosa fea, eso de engañar —verdad lector—, sobre todo en temas tan trascendentes como estos en los que nos jugamos ser o no ser nosotros mismos para toda la eternidad.

Parece claro que cuando se suavizan estas cosas, se hace con la buena intención de huir del rigorismo y la inquietud, pero aun suponiendo que pueda haber buena intención, hay que decir que la intención será buena, pero va equivocada.

Cristo no actuó así, no rebajó sus exigencias ni ocultó la gravedad de una posible condenación. Además, no se limitó a hablar de este tema en una sola ocasión, sino que insistió en él repetidas veces. Y no creo que nuestras intenciones, por buenas que sean, vayan a ser mejores que las suyas. La buena intención no justifica un engaño en materia tan grave y tan definitiva.

A mi modo de ver, hoy padecemos un exceso de frivolidad en cuanto a nuestro destino final y solo contemplamos la posibilidad de la salvación. A mí me llama mucho la atención la alegría con que muchos “canonizamos” por nuestra cuenta a los difuntos. Muere cualquiera que nos haya sido cercano y afirmamos su llegada al cielo con una rotundidad y una osadía pasmosas. No sabría explicar cómo se nos ha convencido de este modo de pensar, ni es cosa que ahora interese, pero el hecho es que se nos ha impuesto una especie de certeza generalizada de que todo hombre se salva por el solo hecho de haber vivido en este mundo.

Pues bien, por muy generalizada que esté, esa certeza es presunción injustificada que no pertenece a la doctrina católica. La entrada automática en el cielo no es enseñanza de la Iglesia, que no se cansa de rezar (y de pedir que recemos) por los difuntos. No acabo de tener claro si estamos ante un nuevo tipo de determinismo (todos al cielo empujados por un imginario hado benéfico) o es que la salvación se entiende como un derecho, ¡como si fuera una deuda contraída por Dios con cada hombre!

La deuda existe, pero al revés, no es de Dios con el hombre, sino del hombre con Dios

La deuda existe, pero al revés, no es de Dios con el hombre, sino del hombre con Dios. Tenemos una deuda inmensa con Cristo rescatador, una deuda permanente, que, en justicia, no podremos saldar jamás. Es bueno que nos sepamos deudores, no para pagar la totalidad de deuda (ni apenas nada), que no podremos, pero sí para mostrar algo de gratitud y tener algún detalle de correspondencia con el rescatador. ¡Qué menos que corresponder a la gracia con la gratitud! ¡Qué menos que ser agradecidos! Nosotros, tan mirados y tan sensibles a los afectos y faltas de afecto, ¿pensamos que Jesucristo, nuestro rescatador, no siente, no valora, no agradece, no sufre?, ¿pensamos que es de piedra?

El 27 de enero de 1938 santa Faustina Kowalska escribió en su diario lo siguiente: “Hoy, durante la Hora Santa, Jesús se quejó conmigo de la ingratitud de las almas. [Y me dijo]: «A cambio de los beneficios recibo la ingratitud; a cambio del amor obtengo el olvido y la indiferencia. Mi Corazón no puede soportarlo»”.

3- Jesucristo como figura necesitada de ser rescatada con urgencia en el mundo actual

Por último digamos algo sobre el rescate de la figura de Jesucristo para este mundo en este momento de la historia. Nosotros somos rescatados por Jesucristo, no rescatadores suyos, pero sí rescatadores de su nombre y de la presencia de su nombre en nuestro mundo que es presencia viva.

Un mundo en el que, mientras nosotros dormitamos y dormimos, otros no descansan para ocultarla, y cuando no pueden ocultarla, para distorsionarla hasta hacerla irreconocible. Tal rescate es justo, necesario y urgentísimo porque asistimos a un proceso de descristianización acelerado cuya clave está en olvidarse de Cristo rescatador y para ello sus autores —sean quienes quieran, acólitos de Satanás en todo caso— han decidido positivamente borrar la figura de Cristo, el hombre-Dios.

Lo más doloroso es que esto está ocurriendo no solo fuera de la Iglesia sino también dentro

Lo más doloroso es que esto está ocurriendo no solo fuera de la Iglesia sino también dentro. Fuera de la Iglesia suprimiendo su nombre y su enseña (la cruz), negando su doble naturaleza divina y humana, sus milagros y su resurrección, y persiguiéndole a él de múltiples maneras, según el contexto, en las personas de sus discípulos, los cristianos. Dentro de los bautizados, desnervando la doctrina y descalificando a su cuerpo, la Iglesia, da igual el flanco por el cual se la ataque. Me duele decirlo, pero veo a una buena parte de la Iglesia instalada en un cristianismo desviado, una especie de cristianismo que se entiende a sí mismo como evolucionado y cuya evolución —errática a la luz de la verdad— consiste en prescindir de Jesucristo silenciando su nombre y borrando la cruz, un borrado que en muchos casos es literal.

Motivos y campo para rescatar hay de sobra, faltan cabezas y manos. El panorama para el rescate es de lo más oscuro, la empresa de lo más apasionante porque “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre” (Heb 13,8).

La salvación de Jesucristo, en cambio, es una salvación de eternidad, frente a la cual el tiempo se encoge hasta desaparecer Clic para tuitear

 

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2 Comentarios. Dejar nuevo

  • En qué sentido es la muerte de Jesús un rescate?

    https://www.jw.org/finder?wtlocale=S&docid=502016129&srcid=share

    Responder
    • Estanislao Martín Rincón
      13 marzo, 2024 09:11

      En el sentido que se explica en el epígrafe «¿En qué consiste el rescate de Jesucristo?»
      La idea de rescate no es mía, yo la he tomado de la Palabra de Dios. En el artículo se señalan dos citas.
      La primera está tomada de la primera carta de san Pablo a Timoteo: «Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos» (I Tim 2, 5-6). Ese «se entregó» es a la muerte.
      La segunda cita es de la primera carta de san Pedro: “habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo” (I Pe 1, 18-19).
      Y aún se podría haber añadido otra más, del evangelio de san Mateo, donde es el propio Jesús el que habla de rescate: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28).
      Saludos.
      El autor, EMR

      Responder

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