Presencié algo profundamente humano y profundamente cristiano: un abuelo toma en brazos a su nieto, le traza la señal de la cruz en la frente y, casi en susurro, «tu también eres de Jesús». Teología viva. Fui testigo de un compendio de vida.
Porque lo primero y lo último sobre la transmisión de la fe es esto: todo comienza, continúa y termina en Jesucristo. Ese niño recibió en un instante el principio y el fin, pero también el camino.
La catequesis —su forma, su contenido, su meta— es Cristo.
La transmisión de la fe es comunión con una Persona. Toda doctrina —cuando es verdadera— “tiene un rostro, un cuerpo vivo”, y ese nombre propio es Jesucristo.
Por eso, si le cuento a alguien que mi madre tiene los ojos negros, esa frase vale poco; pero si amo a mi madre, esas palabras vibran de sentido. Así las verdades de fe: o nacen del trato con Cristo o se quedan en listas inertes.
Ahora bien, si Cristo es el contenido, ¿donde su voz encuentra mayor sentido? En la comunión de la fe. Tal y como mostró ese abuelo a su nieto: Tu también eres de Jesús.
La fe se hereda insertada cuerpo eclesial. Por eso la catequesis sin la comunidad es lo más parecido a un aula, y el aula sin comunidad se reduce a ejercicios de memoria.
No es casual que los Padres de la Iglesia pensaran la educación de la fe desde la paideia, es decir en la formación y educación integral de la persona: no una colección de técnicas, sino el arte de criar en la virtud, hasta la madurez de quien puede ofrecerse para el bien común.
La fe se aprende con la cabeza, sí, pero sobre todo con el cuerpo entero, en ritmos, celebraciones, hábitos, correcciones, perdones y fiestas que marcan la carne del pueblo de Dios.
La Iglesia doméstica
Aquí asoma la institución más elemental y más olvidada de la transmisión de la fe: la familia.
Los hogares cristianos son iglesias en miniatura, “Iglesias domésticas” en las que se aprende a vivir como hijos y hermanos. Y como toda familia viva, no se limita a dar instrucciones sino que ofrece pertenencia. ¿Cómo? Con rituales cotidianos (bendecir la mesa, el beso a la Virgen al salir de casa, el examen nocturno agradecido), con calendarios (los colores del Adviento y la corona encendida, la aspersión de agua bendita la noche de Pascua, el “cumpleaños de bautismo”), con nombres y rostros (los santos patronos, las historias que fascinan y guían).
El niño aprende a decir “Padre nuestro” porque ha experimentado un “nuestro” real: una comunidad de carne y hueso que reza, disfruta, se enfada y se perdona.
Conviene subrayarlo con vigor: las generaciones importan.
La fe madura cuando los hijos escuchan y ven a los padres y a los abuelos reconocerse hijos de Dios; cuando el calendario familiar se entrelaza con el del año litúrgico; cuando la biblioteca de casa guarda vidas de santos junto a buenos cuentos; cuando el salón tiene un rincón de oración con un crucifijo y una imagen de la Virgen, y las manos pequeñas aprenden a encender una vela con respeto.
Nada de esto es banal: es antropología cristiana.
John Senior lo resumía de modo punzante: “Debemos retornar a la fe de nuestros padres por la oración que rezaban nuestros padres”.
He aquí un programa intergeneracional: volver a rezar como casa.
No desdeñemos tampoco el poder pedagógico de la belleza en el hogar y en la lectura. Predisponen el alma a recibir el Evangelio: afinan la imaginación moral, enseñan a habitar el tiempo y a esperar.
Hay ambientes y cuentos que devuelven a los niños el sabor de la inocencia y el juego: historias que, sin ser explícitamente religiosas, tallan el corazón para lo verdadero, lo bueno y lo bello.
Tres culturas que se heredan
La tradición católica es una cultura completa. Y como toda cultura, se transmite por encarnación doméstica y celebración eclesial. En la casa y en la parroquia, entre generaciones, conviene custodiar tres legados:
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Una cultura moral: la virtud se aprende por ejemplaridad. Los niños necesitan contemplar vidas concretas donde la templanza, la fortaleza, la justicia y la prudencia tengan nombres y fechas.
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Una cultura devocional: Dios se hace cercano en la oración, ritmos y signos. El rosario en familia, las oraciones de la mañana y de la noche. Todo eso cincela el alma. La piedad es escuela de asombro y de inteligencia del misterio. El niño que aprende a arrodillarse aprende también a pensar con hondura.
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Una cultura intelectual: la fe busca inteligencia y la inteligencia se eleva con la fe. Una Biblia y un Catecismo a mano convierten la casa en taller de preguntas verdaderas. La adolescencia no resiste moralinas, pero respeta la razón cuando se le ofrece con verdad y belleza. La intergeneracionalidad aquí es oro: un padre que explica un número del Catecismo a la luz de una herida propia, una abuela que cita un salmo que la sostuvo y un joven que descubre cómo ese mismo texto ilumina su ansiedad. La fe se vive juntos.
Ocho prácticas muy concretas (y posibles) para familias
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Nombrar la filiación: trazar la señal de la cruz en la frente de los hijos al despertar y al dormir, pronunciando en voz alta su nombre de bautismo.
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Ritualizar el tiempo: colgar en casa un calendario litúrgico y seguir los tiempos mediante signos. Encender la corona de Adviento, bendecir la casa en Epifanía, velar el Triduo.
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Hacer memoria: celebrar el “cumpleaños de bautismo” de cada miembro, con una vela y una breve acción de gracias.
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Orar delante de una imagen: un rosario familiar, canciones…
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Biblioteca mínima y noble: Biblia, Catecismo, vidas de santos en lenguaje asequible y buenos cuentos que ensanchen el corazón.
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Mesa de la Palabra: leer el Evangelio del domingo en familia el sábado por la tarde y comentarlo
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Misa dominical: enseñar a hacer silencio, invitar a ofrecer una intención concreta. Después, comentar una frase de la homilía.
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Caridad intergeneracional: una obra de misericordia mensual realizada juntos.
Contra la tentación del “programa perfecto”
Cada generación sueña con el método que garantizará resultados. Es sano planificar pero es mortal idolatrar los planes.
La fe se transmite por contagio de vida, no por control de procesos.
Fracasar forma parte del juego: también en los tropiezos los hijos aprenden, cuando los padres piden perdón, cuando confiesan su propia pobreza. La autoridad nace de la verdad compartida y del amor perseverante, no de la impecabilidad. Una casa donde se pide perdón y se perdona ya está catequizando.
El mundo, hoy como ayer, ofrece mil anestesias. Si queremos hijos creyentes, trabajemos como padres orantes; si soñamos con jóvenes valientes, seamos padres con rodillas gastadas.
¡Que cada hogar cristiano sea un puente! No transmitimos “algo”, sino a Alguien. Y su nombre —ayer, hoy y siempre— es Jesucristo. “A Él la gloria, de generación en generación”.











2 Comentarios. Dejar nuevo
¿Habrá algún artículo malo de los que escribe Miriam Esteban?
Seguramente perdería mi tiempo buscando uno.
Bromas aparte, a propósito del presente artículo, recomiendo buscar en Internet el cuadro de Paul Newton: «Los Primeros Católicos de Sidney» (o «First Catholics of Sidney»).
¡Qué maravilla de cuadro! No lo conocía. Muchísimas gracias por compartirlo