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¿Una España sin hijos?

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Hay multitud de razones para no tener hijos. Tantas que el debate a partir de ellas puede terminar remendando aquel otro histórico sobre el sexo de los ángeles, en el que la prolijidad de argumentos se une a la nimiedad de las conclusiones.

He aquí una relación incompleta de este tipo de razones:

Las hay culturales: la visión generalizada de la maternidad como una carga, tanto que las madres de familias numerosas son observadas como seres “raros”, cuando su esfuerzo en realidad palia la catástrofe. Una educación sexual que presenta el embarazo, más como una enfermedad de transmisión sexual, que como la consecuencia sublime de un acto de amor, que es lo que debería ser (y que no renuncio a constatar). La cultura del aborto, que llega a elevarlo a la categoría de derecho. La visión del feminismo de género como una potente ideología contraria a la maternidad de tipo más general, la que resulta de la relación estable entre un hombre y una mujer.

Junto con las culturales, las razones económicas son también decisivas. El paro juvenil, el coste de la vivienda, las dificultades de emancipación, los trabajos precarios y los bajos niveles salariales, configuran otro tipo de motivos en contra. La importancia de las políticas públicas de apoyo a la familia, a la maternidad y a los hijos, prácticamente marginales en España, situarían un tercer eje. Algunos de estos factores conducen al retardo en la edad de concebir el primer hijo que hace difícil alcanzar el segundo. Las dificultades para la conciliación y demás medidas que reduzcan la brecha que la maternidad produce en los ingresos y vidas profesionales de las mujeres. La pérdida del sentido religioso es otra importante causa. Si no fuera por las católicas practicantes y las mujeres inmigrantes, el número de hijos por mujer en España no sería el paupérrimo 1,2 del año pasado, casi la mitad de la cifra necesaria para mantener la población en equilibrio, sino que apenas sobrepasaría la unidad. La mayor frecuencia de las rupturas matrimoniales, y la abundancia de parejas de hecho, son también otro vector que empuja en el mismo sentido del no.

Por el otro lado solo hay dos razones para tener hijos, muy pocas al lado de las negativas. La primera es una causa de necesidad, que prácticamente ya no existe en el mundo desarrollado; la mortalidad infantil es mínima y la utilidad de los hijos como sustento de los padres ha dejado de ser imprescindible. Solo queda una razón: la voluntad de tenerlos, que sin duda exige un trasfondo de deber, amor de donación, sentido de la continuidad, trascendencia, y de la comunidad, responsabilidad y vocación. Debatir todo esto nos llevaría muy lejos y yo quiero centrarme en otro aspecto mucho más sencillo de la cuestión, que se concreta en una pregunta:

¿Por qué España no tiene política para la familia y los hijos?

¿Por qué a pesar de nuestro envejecimiento acelerado y extinción como población autóctona, ningún Gobierno en el pasado y presente se ha ocupado de esta cuestión? No le demos más vueltas: esa es la pregunta fundamental que no se formula, a pesar de la situación terminal de la población de España. La responsabilidad se reparte entre el Partido Socialista y el Partido Popular. Pero atendiendo a los años de Gobierno y a la dinámica demográfica, es evidente que la responsabilidad del PSOE es mucho mayor, sobre todo en sus mandatos más recientes, los de Zapatero y Sánchez, porque la situación es claramente peor que la de los años 80, los del Gobierno de Felipe González.

Sabemos que este fenómeno de envejecimiento tiene consecuencias, ninguna de ellas es positiva, y un último trabajo de gran envergadura profundiza en ello y ofrece más perspectivas. Se trata de La gran reversión demográfica: el envejecimiento de las sociedades, la disminución de la desigualdad y la reactivación de la inflación (The Great Demographic Reversal: Ageing Societies, Waning Inequality, and an Inflation Revival), de los prestigiosos economistas  C.A.E. Goodhart y Manoj Pradhan.

Una de sus tesis centrales es la de que el envejecimiento conduce a mayores problemas fiscales, en gran medida debido al incremento del número de personas dependientes, para algunas, o la mayoría, de las actividades de la vida diaria (ADL). Esta dinámica conducirá a un aumento masivo, de los gastos del sector público, de los déficits y de los préstamos del sector público. Concretamente afirma que, “esto era así incluso antes de que llegara la pandemia del Coronavirus, que habrá servido para dar un enorme impulso al alza a los déficits y al endeudamiento del sector público. Ahora serán significativamente peores”.

La razón es bien conocida. Con la edad se multiplican enfermedades tales como el Alzheimer, el Párkinson, o la artritis, dolencias que no matan rápidamente, como el cáncer y las enfermedades del corazón, pero dejan a sus víctimas incapacitadas. A cada década de aumento a partir de los 65 años, crecen más que proporcionalmente estos fenómenos de limitaciones para la ADL. A esta característica se le añade en nuestro caso la próxima y total jubilación de la generación más numerosa de la historia, el aumento de personas de edad avanzada que viven solas por efecto de las rupturas de las parejas, y por último, y con una incidencia que está por determinar, los efectos de la Covid-19 persistente. En este contexto, pensar que el déficit de natalidad, responsable en sus dos terceras partes del envejecimiento de la población, puede sustituirse plenamente por una población equivalente inmigrada, es predicar una peligrosa estafa intelectual, humana y económica.

Todo esto y otros fenómenos adversos son incompatibles con un estado del bienestar robusto. De ahí que la pregunta sea pertinente y urgente de responder:

¿Por qué en España no existe una política familiar y de natalidad? ¿Por qué no constituye un tema destacado de la agenda política del Gobierno y de la oposición? ¿Por qué la gran oportunidad, el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia para el 2050, omite esta decisiva cuestión?

El silencio es toda una declaración de principios ideológica. Es vital debatir a dónde nos lleva.

Artículo publicado en La Vanguardia

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