Hay un drama silencioso que corroe la Iglesia desde dentro. No es un cisma formal, ni una herejía descarada. No es la persecución externa ni la falta de creyentes lo que realmente amenaza la fe, sino un enemigo mucho más sutil: el ateísmo práctico.
Es el habitar este mundo «como si Dios no existiera», incluso entre quienes van a Misa los domingos.
San Juan Pablo II lo llamó la «eclipse del sentido de Dios». Y si Dios se difumina en la niebla de la irrelevancia, el hombre se pierde también.
Hoy en día la secularización no se mide tanto en la cantidad de ateos declarados, sino en la forma en que hasta los creyentes hemos sido colonizados por una visión del mundo que nos hace funcionar bajo principios que son, en esencia, materialistas y utilitaristas.
Como explica Charles Taylor en A Secular Age, el problema no es solo dejar de creer en Dios, sino vivir inmersos en un imaginario social que deja de considerar su existencia como una realidad tangible. Todo se encierra en lo inmediato, en lo práctico, en lo inmanente.
Pero la secularización no se impone por decreto ni por filosofías abstractas: se filtra en los gestos, en las rutinas, en las pequeñas decisiones que configuran la vida. No es una ideología que se adoctrina solo en discursos y panfletos, sino una cultura que se absorbe en la práctica diaria. Y ahí radica el verdadero peligro.
Cultura, secularización y muerte del sentido de Dios
Hemos simplificado demasiado el concepto de «cultura». La entendemos como un conjunto de valores, creencias y narrativas, transmitidas por películas, libros, discursos políticos o influencers de moda. Pero la cultura es mucho más profunda: es el marco invisible que moldea la manera en que percibimos el mundo y actuamos en él.
Raymond Williams decía que «cultura es una de las palabras más complejas del inglés», porque no se limita a ideas o valores declarados, sino que se instala en las costumbres, en los hábitos, en las estructuras que rigen la vida cotidiana.
No se trata sólo de lo que la gente dice creer, sino de cómo vive. Y aquí está el problema: podemos proclamar la fe con los labios y, al mismo tiempo, traicionarla con cada elección práctica de nuestra existencia.
La «cultura de la muerte», como la llamó San Juan Pablo II en Evangelium Vitae, no se manifiesta solamente en leyes favorables al aborto o a la eutanasia. Es más sutil. Es la concepción del hombre como una simple pieza de un engranaje económico.
Es el mundo donde la naturaleza deja de ser «mater» (madre) y se convierte sólo en «materia», manipulable a capricho. Es la práctica materialista que reduce la vida al rendimiento, al placer efímero, a la imagen que proyectamos en redes sociales.
El ateísmo práctico: cuando Dios se vuelve irrelevante
El gran problema de la secularización moderna no es la falta de fe declarada, sino la falta de sentido de Dios en la vida cotidiana. Hay creyentes que han dejado de vivir con la convicción de que Dios está realmente presente, y aunque su fe permanezca intacta en teoría, en la práctica viven bajo una lógica completamente mundana.
San Juan Pablo II lo advertía con claridad: «Cuando el sentido de Dios se oscurece, también el sentido del hombre se desvanece» (Evangelium Vitae, 21). Y cuando el hombre deja de verse como imagen de Dios, se convierte en un simple número: un ente definido por su productividad, su capacidad de consumo y su placer momentáneo.
Así es como el individualismo, el hedonismo y el utilitarismo se convierten en los pilares de la existencia, incluso entre quienes siguen llamándose cristianos.
Este ateísmo práctico se infiltra en la educación, en el trabajo, en el ocio. Un cristiano puede seguir creyendo en Dios, pero pensar que la educación solo sirve para ganar dinero, que el trabajo es meramente un medio de acumulación material y que el descanso debe ser una evasión constante de la realidad. Así, aunque su fe doctrinal permanezca, en su corazón ya no hay lugar para el misterio, la gratitud o la adoración.
Una formación más profunda: recuperar lo sagrado en la vida ordinaria
La respuesta a este problema no es simplemente lanzar más discursos sobre la fe ni organizar más programas parroquiales. No se trata solo de «conocer la doctrina correcta», sino de reestructurar la vida misma en torno a Dios.
La Iglesia no puede limitarse a ofrecer «prácticas finas», eventos semanales que intentan compensar el secularismo omnipresente. La formación cristiana debe ser «gruesa», capaz de moldear cada aspecto de la vida.
La liturgia, la oración, la vida comunitaria y los sacramentos no pueden ser simples anexos de una vida prácticamente secularizada.
Necesitamos que la Eucaristía transforme nuestra visión del mundo y que la fe impregne desde la manera en que trabajamos hasta la forma en que descansamos.
La pregunta clave no es cuánto sabemos sobre Dios, sino cómo la presencia de Dios cambia nuestra manera de vivir, amar y decidir.
Sal que ha perdido su sabor
La secularización nos ha robado la «capacidad de adorar». Nos hemos convertido en sal que ha perdido su sabor: seguimos teniendo la forma de la fe, pero sin su sustancia.
San Juan Pablo II nos recordó que la «cultura de la muerte» no se combate solo con denuncias y debates, sino con una verdadera cultura de la vida. No basta con señalar los errores: debemos de mostrar una vida que encarne la fe en cada aspecto de la existencia. No podemos limitarnos a protestar por los males del mundo; tenemos que ofrecer una alternativa posible, real y vivible.
La pregunta final es sencilla y brutal: ¿Vives como si Dios existiera?
Porque el cristianismo no es un accesorio de nuestra identidad, sino la razón de ser de todo lo que somos.
Y mientras no recuperemos el sentido de Dios, seguiremos siendo cristianos de teoría, pero ateos en la práctica.
No es la persecución externa ni la falta de creyentes lo que realmente amenaza la fe, sino un enemigo mucho más sutil: el ateísmo práctico Share on X