Europa renació de su destrucción de la mano de políticas muy alejadas de lo que hoy es la ortodoxia liberal. Fue la economía social de mercado, en su versión alemana, y de fuerte presencia del estado, en su versión francesa. Progresivamente se ha producido un desplazamiento marcado por la primacía del mercado sobre cualquier otra razón y el gobierno del capitalismo financiero. Al mismo tiempo, el debate social de transformación se ha desplazado de la injusticia social a la perspectiva de género, convertida en una nueva y falseada versión de la lucha de clases. Y su apéndice, las políticas GLBTI, donde conductas individuales se ha transfigurado en “minorías oprimidas”. Todo esto se ha convertido en dogma hasta que los daños de la crisis han provocado una emergencia de la cuestión social y una notable dislocación europea, porque los principios de solidaridad de la Unión chocan necesariamente con la cultura neoliberal que se ha impuesto. La crisis de los refugiados ha acrecentado el problema, y las cesiones al Reino Unido por el riesgo del Brexit han demostrado la inoperancia del gobierno de la Unión
En este contexto, Orban, el gobernante húngaro, con sus políticas distintas, ha chocado con Bruselas en más de una ocasión. Pero estos conflictos no son la clave del viento del Este sino los siguientes hechos:
En medio de la crisis Hungría va bien, el paro es de solo el 6%, cercano al pleno empleo, y todavía va mejor en Polonia
El gobierno del Fidesz no solo ha revalidado su amplia mayoría en plena crisis, algo insólito en Europa, sino que mantiene cotas muy altas de popularidad. Y en esto hay que apuntar que la bonanza económica no es suficiente para garantizar la reelección. En Polonia, el país de éxito de la UE, el gobierno de los seguidores de Tusk (se ha visto superado ampliamente por la opositora Ley y Justicia, que presenta planteamientos muy parecidos a los de Orban. No basta con los buenos datos económicos si estos resultados no se perciben por la mayoría de la población. Este es precisamente el éxito húngaro.
Orban define su política como “iliberal,” no sigue el modelo al uso, y se caracteriza por una nueva versión de la economía social de mercado, en la que el estado interviene con políticas de apoyo a la economía productiva, en lugar de favorecer la economía financiera. Desarrolla un programa de obras públicas muy amplio, subidas de impuestos al capital y especialmente a las multinacionales que operan en Hungría. Un pequeño país que no llega a 10 millones de habitantes (Andalucía tiene algo más de ocho), ha conseguido avanzar en la ocupación en medio de la crisis, y lo que todavía tiene más mérito aumentando los salarios. Existe un programa que otorga una ayuda de 370 euros a los parados, una cifra que en términos de poder adquisitivo supera un poco a la ayuda española a los parados que han agotado la prestación por desempleo, con una diferencia sustancial: en Hungría están obligados a algún tipo de contraprestación laboral en servicios a la comunidad.
Los ingresos por los impuestos a las multinacionales permiten financiar más ayudas, sobre todo, a las familias con hijos y a las madres que los cuidan.
El hecho que quien defienda a la familia, sea un gobierno contrario a la ideología de género, al matrimonio homosexual, y no comparta el elogio del aborto, conlleva que los medios liberales europeos, la mayoría, le acusen de ser de derechas, cuando en aquello que más importa, las condiciones reales de vida de la mayoría, las políticas que aplica, se sitúan claramente a la izquierda del PSOE, dicho sea para entendernos.
Y es que en realidad, Hungría define un nuevo modelo que no responde al esquema al que nos tiene acostumbrados la política liberal, del que también participan Polonia y que se exporta a Eslovaquia, la República Checa y Bulgaria. Si demuestra su solidez, señala un camino, basado por una parte en los valores fundamentales de Europa enraizados en el cristianismo y, por otro, en una política económica y social mucho más próxima a la doctrina social de la Iglesia, que la que se practica desde Bruselas. Y todo ello, en países que han crecido pero todavía no han superado el retraso económico del socialismo comunista.
En la imagen de Hungría pesa negativamente su posición tan dura con la inmigración, que, digámoslo, tampoco es única en la UE. Dinamarca, que está lejos del flujo, cerró fronteras y no pasó nada. Al mismo tiempo, hay que reconocer que el peso que se impone a países pequeños como Hungría, todavía más en el caso de Grecia, con el paso de cientos de miles de refugiados, es desproporcionado. La respuesta de cierre de fronteras no existiría si la UE hubiera adoptado una sólida política común en materia de inmigración, si hubiera gastado dinero para ayudar a los refugiados en origen y en tránsito, y si hubiera tenido un interés activo, y no plegado a la inanidad de la administración Obama, en resolver el conflicto sirio, que solo ha empezado a apuntar soluciones -inciertas, todavía- con la intervención rusa. La respuesta de los pequeños países del Este europeo a la inmigración es el síntoma de la incapacidad de la Unión.