Espero que me perdone D. Leonardo Polo porque en esta ocasión deseo aprovechar mi pasión por el cine para exponer alguna de sus valiosas intuiciones. Como casi todos los que somos cinéfilos opino que el “séptimo arte” (el buen cine) es realmente un producto de síntesis. Puede pretender la profundidad de la poesía, lograr la imagen estática de la pintura, simular las tres dimensiones de la escultura, establecer el hábitat de la arquitectura a través de la recreación de escenarios materiales y humanos, mostrar el diálogo de la novela y el movimiento del teatro. Por ello, el cine también puede ser un reproductor fascinante de la vida humana. Un atajo, un paseo lleno de sensibilidad y de reflexión para la comprensión del hombre.
Su papel no es tanto modificar la visión del mundo, sino completarla. Los vemos tanto en las películas de siempre como en el cine futurista; narración, efectos especiales o esperpénticos; arte y técnica. Los soportes cinematográficos facilitan “dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas”, tal como veía Aristóteles el significado del arte. Me gustan las películas que no tiñen de colores virtuales la realidad, ni son situaciones extraordinarias; más bien detienen lo habitual y, con su riqueza expresiva, con su técnica particular, proporcionan vivencias que nos hacen reaccionar para el diálogo y para el amor.
Veámoslo brevemente en la película Vivir (Zhang Yimou, 1994).
Clasificada como una obra maestra. Se narra la trágica historia de la familia Xuu Fugui. El marido es un jugador degenerado que irá perdiendo todo -su propia casa, su familia…-, pero rehace su vida como titiritero, y vuelve al hogar, gracias a su inteligencia y a su familia. Está situada la historia en China, en las grandes transformaciones que vivió el país. Cito tres años significativos. 1949 con la guerra civil que llevó al poder a Mao Ts-Tsung; 1958, año en que el gobierno comunista puso en marcha el denominado “El gran salto hacia delante” y 1966, con la “Revolución cultural”. Histórica y socialmente esta película, es una obra de arte (muy simbólica en colores, en las bellas marionetas, con una música subyugante) y los protagonistas nos reflejan el “contra-análisis de la historia oficial”. Pues no logrará ni Mao, ni la frivolidad, ni nadie la aniquilación de esa persona, ni de la familia, ni de la permanencia cultural, ni de la libertad del hombre, ni clausurar la apertura a lo trascendente. Zhang Yimou, comentó que, en ¡Vivir!, había intentado mostrar la raíz de las vidas de la gente china desde el punto de vista de una persona corriente, pues “encarar las dificultades y los malos tiempos con una esperanza constante, es lo que significa vivir”.
Polo, explicaba en un curso sobre Ética en la Universidad Panamericana de México en 1992 la dimensión del arte en la persona y, a mi entender, es lo que nos transmite Vivir.
Decía Don Leonardo que se puede sostener que el arte tiene que ver con la inteligencia, precisamente, porque el arte es una cierta suspensión del carácter utilitario de la obra; repetía una y otra vez “suspensión”; una suspensión del valor biológico de la acción; una cierta suspensión de lo instrumental por el símbolo. Somos “cada uno” (no en conjunto, no en masa). Y con su modo complejo y real al mismo tiempo marcaba que “cada uno” es cuando uno llega a darse cuenta de que la inteligencia es de “cada uno” (lo que le pasa a nuestro protagonista a pesar de todos los pesares). No hay una inteligencia de la especie (lo que deseaba dominar Mao), porque la inteligencia no es corpórea, no es una propiedad específica sino una dimensión vital que surge y despliega cada uno. Por ello, según la inteligencia, cada uno de nosotros es superior a la especie biológica humana. El hombre ¡es superior a su especie! El ser humano no está finalizado en su especie; las leyes más peculiares del ser humano son más exclusivamente suyas, porque su cumplimiento es libre. Son leyes de ser libre para ser libre. Y así funciona el arte y así el hombre, en definitiva, es capaz de entender su destino y el camino que conduce a él. Es lo que palpamos en Vivir. Es la Antropología Transcendental de Polo que tan bellamente reflejan los personajes de Zhang Yimou en la película.
La inteligencia no es corpórea, no es una propiedad específica sino una dimensión vital que surge y despliega cada uno Share on X
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El presente artículo tiene apreciaciones a mi juicio muy interesantes y acertadas. En concreto me refiero a la idea de que «el arte es una cierta suspensión del carácter utilitario de la obra», concepto que coincide en lo fundamental con el principio del «arte por el arte» («l’art pour l’art») formulado por Téophile Gautier. Sin embargo, la tesis central que propone la autora me parece, por decirlo de algún modo, extremadamente problemática:
«No hay una inteligencia de la especie (lo que deseaba dominar Mao), porque la inteligencia no es corpórea, no es una propiedad específica sino una dimensión vital que surge y despliega cada uno. Por ello, según la inteligencia, cada uno de nosotros es superior a la especie biológica humana. El hombre ¡es superior a su especie! El ser humano no está finalizado en su especie; las leyes más peculiares del ser humano son más exclusivamente suyas, porque su cumplimiento es libre. Son leyes de ser libre para ser libre.»
Comentaré el párrafo de manera pormenorizada.
1- «No hay una inteligencia de la especie (lo que deseaba dominar Mao), porque la inteligencia no es corpórea, no es una propiedad específica sino una dimensión vital que surge y despliega cada uno.»
No sólo lo corpóreo es propio de las distintas especies de seres vivos. También el entendimiento y las facultades del alma son propias de cada especie de seres animados. Las emociones, ciertas sensibildades, la inteligencia y un sentido moral común mínimo son propios de toda la especie humana y (con matices, intensidades y variantes de forma) de otras especies de seres animados. En este sentido tienen un carácter universal. Éste procede del plan mismo de la creación, de la propia intención divina, según nos es dado conocer por el uso de la observación y la razón y por la Verdad revelada. Ciertamente en cada especie estas propiedades se manifiestan de modo particular. También se dan diferencias, dentro de la especie, entre los individuos y, en el interior de cada uno de éstos, en la posibilidad de elegir, de hacer uso de la libertad, en mayor o menor medida según las circunstancias. No todos los seres humanos reaccionan igual ante situaciones iguales, como tampoco lo hacen todos los perros, todas las palomas, etc. Pero esta individualidad no implica la inexistencia de unas características colectivas en la inteligencia de los miembros de una especie. La inteligencia que requiere la vida de un delfín es diferente de la que necesita un hombre. Igual de tonto sería el delfín como hombre que el hombre como delfín, si de repente pudiéramos intercambiar sus papeles. No sólo lo corpóreo define a la especie, también sus facultades y características inmateriales son rasgos constitutivos de su particular naturaleza. Pasarlo por alto y situar la inteligencia en el plano exclusivamente individual nos lleva a caer en un individualismo desintegrador de los lazos sociales y naturales que, tanto desde el punto de vista de la necesidad como desde la perspectiva moral, son imprescindibles para la existencia misma de la vida.
2- «Por ello, según la inteligencia, cada uno de nosotros es superior a la especie biológica humana. El hombre ¡es superior a su especie!»
Aquí estamos ante una afirmación cuyas consecuencias necesarias son espeluznantes. Si yo soy superior a la especie, me sitúo por encima de ella, por encima del conjunto de todos los hombres. Así pues me arrogo una grandeza que implica la inferioridad de la humanidad con respecto a mi individualidad. Nos encontramos plenamente en el ámbito del superhombre nietzscheano o del egoísmo filosófico de Max Stirner, que afirmaba que «nada me incumbe por encima de Mí mismo» («mir geht nichts über Mich»).
3- «El ser humano no está finalizado en su especie.»
Ciertamente el ser individual (humano o no) jamás está «finalizado en su especie», pues las especies no suelen estar formadas por clones, sino por individuos diferenciados. La diferenciación de los miembros de una especie, diferenciación que los convierte en individuos, es parte fundamental de la propia naturaleza de cada especie.
4- «Las leyes más peculiares del ser humano son más exclusivamente suyas, porque su cumplimiento es libre. Son leyes de ser libre para ser libre.»
No sé si hace falta comentar este párrafo, basta leerlo con atención para apreciar adónde conducen. Por definición ninguna ley es de libre cumplimiento. La ley siempre obliga, moral o materialmente. Si no lo hiciera, no sería ley. Que en el ámbito moral exista la posibilidad de conculcar la ley sin que ello conlleve una sanción perceptible para los sentidos, no implica que la ley moral sea menos estricta y que al final, en el ámbito trascendente de la vida ultraterrena, no sea penalizada. Al menos esto es lo que nos enseña la Verdad revelada. La libertad no consiste en darse cada uno a sí mismo una ley hecha según el propio arbitrio, sino en ejercer el libre albedrío sin violar los límites que imponen la ley natural, moral y cívica. Lo contrario es anomia, desorden, caos y conduce a la injusticia, la opresión, la barbarie y la discordia.
Sin detrimento de todo el respeto y la consideración que la autora merece plenamente, me sorprende e inquieta muchísimo que una profesora de bioética en una universidad católica defienda una tesis como la formulada en el párrafo mentado. Me gustaría creer que la culpa es mía por no haber entndido el verdadero significado del texto. O que, por parte de la autora, se trata de un lapsus o de un error de expresión.
En primer lugar agradezco la lectura de mi breve trabajo y también la realización de una crítica rigurosa. Nada de lo que usted dice es falso; al contrario.
El tema es que yo estoy trabajando -sería muy temerario decir especializando- en un filósofo excepcional, Leonardo Polo.
Todo lo que usted comenta en parte se sustenta en lo trabajado acerca de la persona hasta el siglo XIII. Polo ha superado ese nivel, ahí está la clave de unos nuevos trascendentales, superiores a la sindéresis; el descubrimiento de los hábitos innatos, del hábito de sabiduría, de la coexistencia libre, del amor donal y del conocimiento connatural…Su obra, por ahora, está recogida en más de treinta tomos. Quizás le ayude, si le interesa y tiene ocasión, con leer «Quién es el hombre», «Presente y futuro del hombre», ambos divulgativos, y uno más profundo de Rafael Corazón, titulado «El pensamiento de Polo». Mejor sería acudir directamente a Polo pero ya le he dicho por donde va su vasta obra.
Precisamente, deseo y ha sido aceptado difundir ideas luminosas y absolutamente reales de Polo a través de artículos sencillos, como el que usted ha leído y los anteriores también publicados en Forum Libertas. Pienso que es fácil -no en su caso- sino al público en general y probablemente por la formación recibida siempre con buena voluntad, prescindir de cosas tan importantes como esas, que cada uno somos distintos y libres.
Estaré encantada de seguir este diálogo con usted si así lo desea. Pero una cosa importante: no tema, trato de ser y contrastar un juicio recto y verdadero. En realidad solo lo hago por agradecer y ayudar.
Un cordial saludo
¡Muchas gracias por su amable respuesta! Desgraciadamente no conozco la obra de Polo (no soy especialista en filosofía y menos aún en filosofía contemporánea). Sus palabras al respecto han despertado mi curiosidad, intentaré conseguir en la biblioteca alguna de las obras que me recomienda. Por supuesto, será para mí gran placer continuar este diálogo, como usted amablemente me propone. Mis objeciones, como espero haber podido dejar claro, se refieren a sólo un párrafo de su artículo y (más aún que a ese pasaje) a las consecuencias que de él pueden derivarse y que me parecen muy inquietantes.
Sin ninguna duda, uno de los aspectos más arduos de la ética es el de establecer un límite entre los derechos y obligaciones individuales y los colectivos, un límite inevitablemente fluctuante por su propia naturaleza y porque no admite un alto grado de abstracción, ya que está directamente implicado en cada acontecimiento natural, histórico y personal, con todo lo que cada uno de ellos tiene de contingente, irrepetible y, en alguna medida, único. Esto también nos plantea el dilema de hallar un equilibrio entre extremos: por una parte la norma inamovible, por otra la flexibilidad extrema, determinada por la inabarcable individualidad de lo ocasional, incluso de los caprichos del azar. La primera representa el peligro de caer en una pura teoría inaplicable a la realidad, la última el de dejarse llevar a la anomia, la arbitrariedad, el caos.
La experiencia histórica nos muestra una paradoja que no nos gusta reconocer: la priorización del concepto de libertad individual y su realización plena y aparentemente consecuente acaban por llevarnos a su destrucción. Lo vemos de modo ejemplar en la implementación de las teorías liberales en la economía. Durante las últimas décadas se ha subrayado la necesidad de una cada vez mayor libertad del mercado y de la iniciativa privada y se ha tendido a la desregulación. Paradójicamente, las garantías necesarias para implementar esta libertad de mercado han producido una hipertrofia de la burocracia (pensemos en Bruselas). Pero no sólo eso. La desregulación ha dado paso a un sistema de competencia en el que todos, en principio, están en pie de igualdad. Ahora bien, como esta igualdad en la realidad material y práctica no existe, hemos visto cómo se ha producido una concentración cada vez mayor y más acelerada de riqueza en manos de pocos (los más fuertes o astutos o inescrupulosos o simplemente los predilectos de la fortuna, desgraciadamente no los más honestos, laboriosos, inteligentes o cultos), mientras cada vez más eran los que quedaban al margen de este mercado y del control de la riqueza. La acumulación de bienes materiales en pocas manos ha transferido a éstas un poder fáctico cada vez mayor, lo que ha sido favorecido por una debilitación progresiva del estado, que ha cedido soberanía directamente (mediante la desregulación) o indirectamente (obligándose mediante tratados con organismos supraestatales controlados en realidad por intereses privados). Así hemos llegado al punto en que las pocas manos que han acumulado estos patrimonios inmensos se han hecho con un enorme poder no legitimado. Ahora estamos en la fase en la que estas instancias «compran» o doblegan un estado ya muy ineficaz y mermado y, una vez obtenido un control técnicamente legal sobre él, refuerzan a ese mismo estado para convertirlo en un instrumento de dominio totalitario. Los acontecimientos de los últimos años y meses ponen de manifiesto esta evolución.
He puesto este ejemplo porque me parece especialmente claro. Podríamos hallar desarrollos semejantes en el creciente papel de la técnica, que quiso ser liberadora y se ha vuelto opresora; de las políticas de género, que de emancipatorias han pasado a ser persecutorias; de una defensa del medio ambiente falsificada y corrompida por intereses monetarios que en realidad sólo promueven medidas cosméticas, sin entrar en los aspectos más amargos de este inmenso problema; de un sistema educativo antiautoritario y antiviolento, que ni educa ni sirve para evitar la violencia, sino todo lo contrario; de unas políticas sociales que pretenden garantizar la libertad y la dignidad del individuo y que lo condenan a la precariedad y a la humillación perpetuas; incluso de ciertas innovaciones en la Iglesia, que pese a sus buenos propósitos producen efectos nefastos, etc.
Detrás de todos estos fenómenos hallamos siempre un discurso liberal y liberador que, aplicado y llevado a sus últimas consecuencias, se pervierte a sí mismo y acaba instaurando una situación que niega sus propias premisas iniciales. Pensemos en la Revolución Francesa, en la que los principios «libertad, igualdad, fraternidad» sirvieron para engendrar el primer totalitarismo de la historia, el de Robespierre, y dieron lugar a una carnicería indescriptible.
Soy consciente de que todo esto puede parecer exagerado y demasiado tenebroso. Lo que me preocupa es que sigamos sembrando el suelo del infierno de buenas intenciones. El párrafo del artículo que critico me suena un poco a libertario. Me preocupa la soberbia que podría anidar en él. Y aquí dejamos el ámbito existencial, ético e incluso filosófico para adentrarnos en el puramente teológico, en la cuestión del origen del mal. Según la fe católica es la soberbia la que pierde a Lucifer y a Adán y Eva. Ciertamente la caída en el pecado es una forma de hacer uso de la libertad, una posibilidad necesaria para que la libertad sea tal. Pero también una consecuencia de la humana sobrevaloración de la libertad individual y del individuo en sí mismo.
De ningún modo quiero negar al individuo su individualidad (valga la redundancia) distintiva, incompatible con la idea de «identidades colectivas», sean nacionales, ideológicas, etc., que erróneamente elevan rasgos comunes y necesariamente parciales al nivel de identidad. De ninguna manera pongo en duda el sentido y la necesidad de la libertad: lo que tenemos y, sobre todo, lo que nos falta de ella debería aleccionarnos acerca de su valor. Pero también hemos de recordar que no estamos solos y pensar en la consecuencias de cada una de nuestras aspiraciones, empresas y palabras. También aquí es muy difícil hallar un equilibrio: la prudencia y la audacia son igualmente necesarias, pero muy difíciles de compatibilizar.
En lo fundamental es muy acertada su apreciación acerca de que mi posición no coincide con planteamientos posteriores al siglo XIII. Como ya he escrito no soy un experto en filosofía. Pero en todo caso, en la medida en la que me lo permiten mis limitados conocimientos, intento formarme un juicio acerca de la historia del pensamiento. El siglo XIII me parece un punto de inflexión en la historia de la filosofía (e incluso, en parte, de la teología). Los historiadores hablan de cesuras en el Renacimiento, en la Ilustración, en diversos momentos del siglo pasado, etc. Sin embargo, el gran cambio de rumbo que lleva a esos momentos críticos se produce en el siglo XIII con la revalorización y reinterpretación de Aristóteles y con la agudización de la controversia entre realismo y nominalismo. Personalmente, con toda la reserva debida a mis limitaciones, considero que a partir de ese momento (quizá ya del siglo anterior) se plantan las semillas cuyos frutos serán muchos errores que tardan siglos en «madurar» y manifestarse: precisamente en nuestros día se muestran en toda su crudeza.
Por este motivo me parece necesario retomar el hilo de la filosofía y la teología anteriores, volver a las fuentes, plantearse la pregunta de cómo aplicar a nuestra situación actual el pensamiento de un Parménides o un Platón, un Séneca o un San Agustín. No es nada original ni novedoso este volver a la filosofía grecorromana y a los Padres de la Iglesia. Desde luego no se puede ignorar la historia posterior del pensamiento. Pero me resulta difícil aceptar el que, al margen de apreciaciones sobre la naturaleza física, haya siempre un verdadero progreso o mejoría en la historia de la filosofía. Es más, creo que en vez de afanarnos en ese «progreso» (lo que nos ha llevado a extraviarnos muy a menudo) deberíamos profundizar en las cuestiones y enseñanzas de las que ya «disponemos», por expresarlo de algún modo. La verdad es tan inabarcable como eterna e invariable, lo que varía son las circunstancias históricas que, engañosamente, nos hacen verla cada vez bajo una apariencia diferente. Ese acercarse a lo eterno y dejar de lado lo mutable debería ser el verdadero fin de toda filosofía.
No me extiendo más, quizás esto sea ya demasiado. Con gran interés quedo a la espera de su repuesta. Reciba un muy afectuoso saludo
Muy estimado Juan: lo primero le pido es que me excuse por tardar en contestar; solo ha sido cuestión de tiempo disponible. Tengo que subrayar que su discurso es, en mi opinión, correcto. Yo tampoco soy experta en Filosofía ni en Historia de la Filosofía, sino que, como usted, procuro seguir formándome.
Lo único que deseo aclarar de su escrito es el siguiente párrafo, y señalo «deseo» porque creo que ahí está el quid.
«Lo que me preocupa es que sigamos sembrando el suelo del infierno de buenas intenciones. El párrafo del artículo que critico me suena un poco a libertario. Me preocupa la soberbia que podría anidar en él. Y aquí dejamos el ámbito existencial, ético e incluso filosófico para adentrarnos en el puramente teológico»,
No tema. Polo no inventa, descubre. Y descubre que ser persona es ser dependiente de Dios, ser hijo, ser coexistente, ser libertad. Todo ello lo trabaja y razona. Es humilde porque reconoce. No es cuestión de saber, sino de sabiduría.
En cuanto lea un poco de Polo, probablemente no solo esté conforme con esto, sino encantando de compartirlo.
Seguiremos dialogando.
Un cordialísimo saludo.