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Stefan Zweig y “El mundo de ayer”

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La maravillosa narración de Stefan Zweig El mundo de ayer se abre con un capítulo titulado El mundo de la seguridad, en el que describe la vida en su Viena natal en los primeros años del siglo XX de un modo tan vívido y real que obliga al lector a sentirse también un ciudadano del Imperio Austro-Húngaro en aquel tiempo y experimentar ese sentimiento de seguridad que el autor describe así:

“En vez de la “eficiencia” alemana que, al fin y al cabo, ha amargado y trastornado la existencia de todos los demás pueblos, en vez de ese ácido querer-ir-delante-de-todos-los-demás y de progresar a toda velocidad, a las gentes de Viena les gustaba conversar plácidamente, cultivar una convivencia agradable y dejar que todo el mundo fuera a lo suyo, sin envidia y en un ambiente de tolerancia afable y quizás un poco laxa. “Vivir y dejar vivir” era la famosa máxima vienesa, una máxima que todavía hoy me parece más humana que todos los imperativos categóricos y que impregnaba todos los estratos de la sociedad. Pobres y ricos, checos y alemanes, judíos y cristianos convivían pacíficamente a pesar de las burlas ocasionales, e incluso los movimientos políticos y sociales carecían de esa horrible hostilidad que, convertida en residuo venenoso, no penetró en la sangre de la época hasta después de la Primera Guerra Mundial (…) El odio de un país a otro, de un pueblo a otro, de una masa a otra, todavía no le acometía a uno diariamente en los periódicos, todavía no separaba a unos hombres de otros, a unas naciones de otras; el sentimiento de rebaño y de masa todavía no era tan repugnantemente fuerte en la vida pública como hoy; la libertad de acción era considerada (algo casi inimaginable hoy) como algo natural y obvio; la tolerancia no era vista, como hoy, con malos ojos, como una debilidad y una flaqueza, sino que era ponderada como una virtud ética (…) Ovillados en la seguridad, las posesiones y las comodidades, ¡cuán poco sabían que la vida también puede ser exceso y emoción, que puede sacar de quicio a cualquiera y hacerle sentirse eternamente sorprendido!; ¡cuán poco se imaginaban, desde su liberalismo y optimismo conmovedores, que cada nuevo día que amanece ante la ventana puede hacer trizas nuestra vida! Ni siquiera en sus noches más negras podían soñar hasta qué punto puede ser peligroso el hombre, pero tampoco cuánta fuerza tiene para vencer peligros y superar pruebas.”

Si me he permitido esta cita tan inusualmente larga, es porque pienso que contiene una enseñanza valiosísima para el europeo de hoy, que voy a tratar de concretar.

El vienés de aquel tiempo era un hombre probablemente convencido de que el mundo (al menos “su” mundo) era tal como él lo percibía, ese mundo plácido, afable y tolerante, y que seguiría siendo así indefinidamente, puesto que no podía imaginar nada que pudiese alterarlo. Zweig nos impregna de esa sensación “vienesa”, que en nuestro caso resulta una impregnación nostálgica, de una dolorosa nostalgia, puesto que sabemos por experiencia que, efectivamente, cada nuevo día puede hacer trizas nuestra vida. Para aquellos vieneses llegó ese día fatídico el 28 de julio de 1914, con el sorpresivo (para ellos) estallido de la Primera Gran Guerra. Fue sorpresivo porque nadie entonces esperaba esa confrontación, ni siquiera, según parece, los propios contendientes, que se vieron arrastrados a una espiral que escapó a su control, en opinión de muchos historiadores, al dejar la gestión del proceso en manos de los Estados Mayores de los respectivos ejércitos, aunque otros autores sostienen que algunos poderes, de una forma muy consciente y finalista, estuvieron detrás de ese estallido con el objetivo de aniquilar el Imperio, con la doble finalidad de acabar con la mayor potencia católica del momento y redistribuir sus territorios.

Sea como fuere, para aquellos vieneses se hundió su mundo de seguridad en aquel momento, y Zweig nos hace participar de ese terrible sentimiento de orfandad e indefensión, de pérdida total, de imperio de la sinrazón.

Pues bien, los europeos occidentales comparten hoy en gran medida ese engañoso sentimiento de seguridad descrito por Zweig. Europa occidental contará en 2019 con 74 años sucesivos libres de confrontaciones armadas en su territorio, algo único en la historia europea. Para la inmensa mayoría de los europeos occidentales de hoy, la guerra es algo que sucede en otros lugares, algo que se ve en los noticiarios o en el cine, pero no algo real y tangible que puede afectarlos directamente. El europeo occidental considera también su mundo como un dato, algo que simplemente es así y no puede ser de otra manera. Claro que en ese mundo no existen ya la placidez, afabilidad y tolerancia de la Viena de 1900; claro que en ese mundo impera el odio, la intolerancia y la masificación, y que incluso ocasionalmente algún terrorista irrumpe en la escena, pero todo eso no altera nuestro ocio, nuestros sábados en el centro comercial, nuestros viajes de placer, nuestro bricolaje doméstico de fin de semana… Así hemos nacido (la mayoría), así vivimos, así moriremos (¡no, no!, borra eso, hablar de muerte no es políticamente correcto) y así vivirán nuestros hijos y nuestros nietos. Esa es nuestra vida; ¿para qué queremos complicaciones, pensar, trascendencia… para qué?

La seguridad del europeo occidental no es la seguridad de la convivencia afable, pero, en cierto sentido, no es menos seguridad. La pregunta es: ¿puede ser también una seguridad tan frágil como aquella?

Y aquí entramos en el meollo de la cuestión. ¿Es posible una guerra en Europa occidental? ¿Vivimos en una parcela del mundo que ha dejado atrás las guerras?

En mi opinión, nunca, en los últimos 74 años, ni siquiera en las crisis de 1962 y 1985, se han dado tantas y tales condiciones favorables al estallido de un conflicto armado. Ciertamente, el mundo estuvo varias veces, durante la Guerra Fría, al borde de la guerra, especialmente durante la crisis de los misiles cubanos en 1962 y en el momento en que la Unión Soviética adquirió conciencia de su incapacidad para vencer en la carrera armamentística, alrededor de 1985, y pudo decidir jugarse el todo por el todo. Sin embargo, en ese periodo existía un elemento extremadamente convincente y contrario al conflicto: la certeza de que apretar el botón supondría la inmediata y segura aniquilación total de ambos contendientes. Por eso Kruschev sólo atacó con su zapato, Kennedy renunció al arsenal turco y apareció Gorbachov en 1988. ¿Pero sigue siendo esa la situación?

Para intentar una respuesta, hay que dar algún paso atrás. Cuando se derrumbó la Unión Soviética a principios de los 90, las élites del poder en los Estados Unidos pensaron que era finalmente posible la construcción de un mundo totalmente unipolar, bajo su control y dirección única. En la nueva Federación Rusa reinaba el caos y Europa era ya un satélite americano. Esa unipolaridad constituye la esencia de lo que llamamos Nuevo Orden Mundial.

Pero no fue tan fácil como pensaban. Rusia se recuperó rápidamente de su postración al sustituir Putin al alcoholizado Yeltsin y ser capaz de movilizar el alma independiente y aún viva – a pesar de más de 70 años de comunismo – del pueblo ruso, que se negó a convertirse, como Europa, en satélite americano. Renacieron la eslavofilia y el paneslavismo del siglo XIX, que nunca habían muerto en el corazón ruso, y hoy es Rusia la principal amenaza para la voluntad americana de controlar el mundo.

Por eso los americanos, con la complicidad servil de la Unión Europea, no han cesado en su esfuerzo de poner al resto del mundo contra Rusia, si bien es cierto que no con mucho éxito. Estados Unidos y la UE comenzaron y mantienen una política de constante hostigamiento a la Federación Rusa en todos los frentes. De ahí el conflicto en Ucrania, respondido por Rusia con la anexión de Crimea, el intento de asfixia de la economía rusa a través de las sanciones, poco eficaces en realidad, el refuerzo del dispositivo de la OTAN en Polonia y los países bálticos y otros conflictos del mismo orden.

Pero las élites USA, lejos de convencerse de la irrealidad de sus propósitos, han hecho de ellos un objetivo casi sagrado, hasta el punto de que la administración Obama inició un proceso de transformación ideológica profunda del mundo occidental para asegurar su control absoluto, proceso que debería haber sido continuado por una malograda administración Clinton y que, no obstante, prosigue en buena medida a pesar de Trump por el control que el partido demócrata ejerce sobre la “administración profunda”, los servicios de inteligencia y el ejército. Y mientras tanto, Rusia se ha convertido, para Estados Unidos y la sumisa Europa, en el enemigo a batir a toda costa y a cualquier precio, con la consecuencia de que la Federación Rusa, viviendo en una permanente amenaza, reacciona a la defensiva, reforzando sus fuerzas armadas, tomando posiciones estratégicas en países poco amigos de los americanos y, sobre todo, uniendo fuertemente a la población en torno a los objetivos de poder e independencia, asegurando su apoyo unánime en caso de conflicto, de modo que, como resultado de todo ello, vivimos en una situación de presión creciente, y no sabemos cuánta presión aguantará la olla.

Pero ¿no sigue hoy existiendo ese elemento que en su día se mostró eficaz para enfriar los ánimos guerreros, la certeza de la aniquilación mutua?

Bien – y aquí regresamos a la pregunta inicial –, parece ser, según algunos analistas, que hay poderes interesados en la guerra, incluso dispuestos a financiarla, puesto que las guerras son para ellos una fuente de riqueza, mediante el comercio de armamento con todos los bandos simultáneamente y la reconstrucción posterior de las economías destruidas, y al mismo tiempo un medio de afianzar su poder y su control sobre el mundo, tal como sucedió de hecho en las dos grandes guerras. El problema es que una aniquilación total arruinaría el negocio, pero tal vez haya modo de evitarla. Por una parte, la tecnología armamentística ha avanzado mucho, y es posible que hoy no sea necesario recurrir a la destrucción total de los territorios. Por otra parte, hay una forma de limitar esa destrucción, que consiste en concentrar el conflicto en un determinado territorio. ¿Y cuál es el territorio que tiene más posibilidades de jugar ese terrible papel de concentrar el conflicto, sino Europa?

Hoy Europa es un peón para las dos grandes potencias. Para Estados Unidos, Europa tiene una importancia secundaria, concentrados como están en la gran área Asia-Pacífico. Para Rusia, Europa es también el territorio a dominar para construir la gran Eurasia soñada por Putin (y por los rusos), que permitiría a ese país formar un contrapoder imposible de dominar por parte de cualquier otra potencia, y no hay mejor forma de controlar un territorio que encontrarlo vacío.

Europa se convierte, pues, de hecho, en el escenario perfecto para que las dos potencias antagonistas diriman su rivalidad. Si eso llegará a suceder o no, el tiempo lo dirá, pero yo aconsejaría a los europeos que despierten de su sueño e intenten decidir lo que les conviene en este juego terriblemente peligroso, porque lo que se juegan es, simplemente, la existencia, y tantos años de indolencia los han dejado muy poco preparados para afrontar un conflicto, si es que llega. Y si llegase, ¿qué papel piensan los europeos que jugarían esas masas de inmigrantes que acogen tan generosamente, inmigrantes que nunca se han integrado ni tienen intención de hacerlo, que les miran como infieles? ¿Piensan tal vez que se unirían a ellos en defensa de una cultura que no sólo no comparten, sino que ven como enemiga, o más bien sería para ellos la gran oportunidad de levantarse contra esa cultura, contra ese bienestar del que no disfrutan, contra los que son objeto de su odio?

No; definitivamente, Europa no es hoy El mundo de la seguridad.

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