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Cine, ideología de género y la transformación cultural

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A lo largo del último medio siglo, el cine ha pasado de representar la homosexualidad como un rasgo excéntrico, cómico o patológico a convertirla en una bandera de “normalización” e incluso superioridad moral frente a las normas naturales.

Esta evolución no ha sido espontánea ni puramente artística, sino parte de una estrategia cultural profunda que ha acompañado —y a veces precedido— transformaciones políticas y sociales impulsadas desde el lobby gay y, más ampliamente, desde lo que hoy se conoce como ideología de género.

El objetivo esta claro: desmantelar las estructuras morales naturales y sustituirlas por una nueva visión afectiva, sexual y familiar.

Viene de lejos

En las décadas de 1950 y 60, cineastas como Billy Wilder coqueteaban con la ambigüedad sexual desde una óptica burlesca y superficial.

En Con faldas y a lo loco (1959), el travestismo no implica reivindicación sino comicidad, y la sexualidad femenina tradicional (Marilyn Monroe) sigue siendo el epicentro del deseo.

De igual modo, Alfred Hitchcock presentaba en películas como Psicosis (1960) o La soga (1948) personajes con claros trastornos psicológicos, que insinuaban una vinculación entre desviaciones sexuales y comportamientos antisociales o criminales.

Aún entonces, la homosexualidad era retratada con velos, como una sombra dentro del alma humana, no como un estilo de vida alternativo a celebrar.

A partir de los años 70, el cine comienza a plantear que la causa del sufrimiento homosexual no es su orientación, sino la sociedad que la reprime. Este giro narrativo es evidente en películas como El estrangulador de Boston (1968), donde se presenta a homosexuales dignos y respetables frente a autoridades prejuiciosas, y donde el verdadero monstruo es padre de familia con trastornos ocultos.

Un plan

La estrategia, era clara: primero, desdramatizar la homosexualidad; luego, presentarla como una variante más del amor humano; y finalmente, atacar y ridiculizar toda oposición como homofobia, ignorancia o incluso nazismo.

Este guion se desplegó de forma creciente en los años 80 y 90, con películas como Victor Victoria (1982), Another Country (1984), y El diputado (1978), que no sólo incluían tramas homosexuales, sino que comenzaban a retratar como retrógradas o malvadas a las instituciones como la Iglesia y la familia burguesa.

Este cambio no se limitó al cine.

En España, la figura de Pedro Almodóvar ejemplifica esta evolución con películas como ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), donde la familia es sustituida por una amalgama disfuncional de madre prostituta, hijo homosexual y vecinas “liberadas”. De la anécdota marginal se pasó a la propuesta moral: la familia es opresiva, la homosexualidad es liberadora.

La etapa de «victimización» daría paso a la «normalización», y luego a la hegemonía.

Lo que empezó siendo una supuesta lucha por la igualdad ha acabado imponiendo una nueva ortodoxia.

Ejemplos de ello abundan: desde Philadelphia (1993), como respuesta “correctiva” a El silencio de los corderos (1991) donde los personajes homosexuales son siempre simpáticos, sensibles, estéticos y moralmente superiores, mientras que el disidente de esta narrativa es presentado como un intolerante, un ignorante o, en última instancia, un nazi.

Incluso Disney, bastión del entretenimiento infantil, asumió con entusiasmo esta narrativa aunque por fin parece que está entrando en razones. Se insertan un besos lésbicos gratuitos, no como parte de la trama, sino como gesto político. No se trata ya de representar la diversidad, sino de marcar territorio ideológico. La imposición se produce por saturación: quien no la acepta queda automáticamente relegado al ostracismo o a la categoría de enemigo público.

Ya no se representa una realidad, sino que se moldea la percepción de la realidad para educar emocionalmente al espectador.

La estrategia es humanizar la homosexualidad, ridiculizar al adversario y saturar el espacio cultural y  ha sido plenamente efectiva. Hoy, quien cuestione esta ideología desde parámetros biológicos, morales o religiosos, es tildado de retrógrado o fanático.

La paradoja es que el discurso que se erige como libertador ha terminado por imponer una ortodoxia más férrea que aquella que pretendía combatir.

En conclusión, el cine ha sido no sólo un reflejo, sino un motor clave en la transformación cultural de Occidente. La imposición de la ideología de género —que escinde biología de identidad, y sexualidad de moralidad— ha encontró en las pantallas su mayor aliado. Lo que comenzó como una supuesta apertura a la diversidad se ha convertido en un relato único y excluyente. Y como todo relato hegemónico, ahora exige adhesión sin matices.

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