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Cuatro lecciones de la Sagrada Familia para nuestras casas

Familia

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Comienza en breve un nuevo año y, con él, esa leve vibración del alma que nos impulsa a recomponer lo que se ha desordenado y a buscar, quizá sin saberlo, un modo más verdadero de vivir.

Las familias suelen aprovechar este tiempo para proponerse enmiendas: escucharse mejor, quererse con más paciencia, devolver a la vida cotidiana su aire de sacramento.

Y si aún no hemos hecho el propósito, no importa: siempre se está a tiempo de empezar de nuevo.

La Navidad, todavía reciente, nos deja la imagen quieta y humilde de la Sagrada Familia. Tres figuras envueltas en silencio, casi sin relato, pero con un resplandor capaz de iluminar cualquier hogar. Los Evangelios dicen poco, pero lo suficiente. En esos gestos mínimos, en esas escenas apenas esbozadas, hay una sabiduría familiar que sigue latiendo.

Propongo cuatro lecciones —más bien, cuatro murmullos— que podemos aprender de Nazaret.

1. El arte de sostenerse unos a otros

Jesús creció en un hogar donde nadie estaba solo.

El Hijo de Dios aprendió el oficio de José no por necesidad material, sino por esa misteriosa pedagogía del amor que convierte el trabajo compartido en abrazo.

En sus parábolas resuena la memoria del hogar: la levadura que fermenta, el grano diminuto que se abre paso, la mujer que barre su casa para encontrar una moneda perdida. Todo es eco de lo que vio, tocó y ayudó a construir.

Podemos imaginarlo ayudando a María en las tareas cotidianas, sosteniéndola en su cansancio, amando con naturalidad.

Y aquí la pregunta:
¿Nos dejamos ayudar? ¿Sabemos ofrecer esa ayuda sin aspavientos?
¿Enseñamos a nuestros hijos que la casa es un bien común, no un hotel donde cada cual atiende solo a sus urgencias?

El apoyo mutuo es la primera forma de ternura.

2. La aceptación serena de lo que irrumpe

En Nazaret la vida les obligó una y otra vez a improvisar: un viaje inesperado a Belén, una huida nocturna a Egipto, un retorno incierto.

Cada sobresalto habría podido convertirse en protesta o miedo. Sin embargo, en ellos encontramos algo distinto: una docilidad llena de confianza. Una entrega que sabe Dios conduce todo lo que acontece.

Nosotros, tan inclinados a la planificación exhaustiva, solemos vivir los imprevistos como afrentas personales.

La Sagrada Familia nos sugiere otro camino: aceptar lo que llega, abrazar lo que no estaba previsto, descubrir que la voluntad de Dios a menudo se manifiesta en lo que rompe nuestras agendas.

Nada esclaviza tanto como el apego a nuestros planes. Pero también nada libera tanto como abandonarse, con fe, a lo que viene.

3. La dignidad de la austeridad y el pulso firme de la oración

María y José pertenecían a los pobres de Israel, esos que apenas podían ofrecer un par de tórtolas en el templo. Su pobreza era verdad: una vida sin adornos superfluos, sin ruido innecesario, sostenida por el trabajo honesto de cada día.

Jesús vestirá más tarde una túnica tejida de una sola pieza, signo de una austeridad que no renuncia a la belleza.

La Sagrada Familia guarda un tesoro que permanece: la de quienes viven con poco, pero lo viven desde Dios.

Quizá este año sea una invitación a eso mismo: desprendernos, ordenar, aligerar.

4. El hogar como primer taller de misión 

Nazaret fue para Jesús su primer templo, su primer taller, su primera escuela. Allí aprendió a escuchar, a obedecer, a trabajar con serenidad. Allí descubrió el peso y la dulzura del servicio.

También nuestros hogares pueden ser eso: un lugar donde se aprende la lentitud del amor, el coraje del perdón, la belleza de vivir para los demás.

Un hogar no necesita grandeza para ser fecundo; basta con que en él se respire misericordia.

La Sagrada Familia ofrece un modo de estar en el mundo: callado, firme, luminoso. Mirarla es, en cierto modo, volver a aprender lo esencial. Y quizá ese sea el mejor propósito para este nuevo año que empieza.

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