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¿Coincidencias casuales?

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Desde hace años la información que llega a los ciudadanos por medio de la mayoría de los grandes periódicos, cadenas de televisión, emisoras de radio, publicaciones de internet, etc. está cada vez más manipulada y falseada. El tema de la pedofilia en la Iglesia es ejemplar. A partir de una serie limitada de casos (gravísimos sin duda, pero escasos si se los considera porcentualmente) se construye un discurso en el que la frecuencia de tales hechos se magnifica y se hipertrofia. Informaciones sobre sucesos aislados son resaltadas, ocupan las primeras páginas de los periódicos y se las repite hasta la saciedad, aumentando su relevancia mediante la reiteración. Finalmente se consigue estigmatizar y convertir en sospechosa a la institución eclesial y en su conjunto. Esta tergiversación alcanza tanta intensidad y omnipresencia que incluso en el seno mismo de la Iglesia llega a aceptarse como «verdad».

La adopción de este discurso en medios católicos está provocando un cambio violento del rumbo de la Iglesia. El nuevo rumbo amenaza con tener como fin la propia desintegración de la Iglesia desde dentro. No es el único factor interno que está llevando al catolicismo en esa dirección, pero sí uno de los más notorios e influyentes. Los casos de pedofilia están siendo empleados como pretexto para introducir una «reforma» que afecta a los fundamentos mismos de la institución y de su doctrina. El «camino sinodal» ofrece la ocasión perfecta para ello. Desde luego hay también intereses extra eclesiásticos, totalmente ajenos al mundo católico, que presionan y utilizan esta situación con otros fines. Lo verdaderamente grave, sin embargo, es que estos intereses ajenos y aun contrarios a la institución eclesial y al cristianismo ganan una creciente influencia en el interior de la propia Iglesia. No se trata aquí de caer en la paranoia o el pánico, ni de adoptar una actitud obsesiva de rechazo a toda crítica y propuesta de reforma. Pero tampoco de ignorar los peligros reales que acechan desde dentro y desde fuera.

Matizar, criticar, poner en duda, relativizar, etc. la versión de los hechos «canonizada» por los medios de comunicación y por determinadas entidades políticas, sociales, culturales, cívicas, etc. que se arrogan una autoridad moral por encima de toda discusión, sitúa a quien lo hace fuera del marco de «corrección política» aceptado de modo acrítico como preceptivo. Quien es situado fuera de este marco se convierte en «disidente» en un ámbito en el que la disidencia significa estigmatización y, cada día más, se vuelve penalizable, primero socialmente, poco a poco incluso jurídicamente.

Estas circunstancias no son sólo un acontecer aislado que afecte exclusivamente a la Iglesia. Curiosamente se manifiestan también en otros ámbitos y tienden a generalizarse y a universalizarse progresivamente. Sería un gran error no tener en cuenta el contexto histórico, social, cultural, etc. en el que se produce esta crisis eclesial. No se puede hacer frente de manera eficaz a la erosión a que se somete a la Iglesia aislándola del amplio ámbito de crisis en el que está encuadrada y con el que está íntimamente ligada.

Paradójicamente, con el fin de la Guerra Fría entramos, al principio de manera prácticamente imperceptible, en un proceso de uniformización que conduce a una nueva forma de totalitarismo, apoyado en la técnica digital y en la «virtualización» de la realidad por un lado, y en el absoluto dominio del factor económico en todos los aspectos de la existencia humana por otro.

Los cambios ocurridos en estas décadas han llevado a una concentración de riqueza en cada vez menos manos. El dominio de los medios de comunicación ha acrecentado el poder de una oligarquía económica que actúa a nivel «global». Y ese mismo control sirve para acrecentar el poder y la riqueza de los que lo detentan. Estamos ante un muy peligroso proceso en forma de espiral, muy difícil de romper. Es, en este contexto, en el que se debe entender la campaña de estigmatización de la Iglesia y los movimientos desintegradores que la amenazan por dentro y por fuera. En circunstancias como la descrita la influencia de la doctrina católica es, para esos poderes fácticos sin legitimidad jurídica ni moral, un obstáculo que hay que eliminar. El modo de hacerlo por medio de la manipulación de la opinión pública ya ha sido empleado en otros contextos en los últimos años.

Veamos algunos ejemplos.

Las «guerras contra el terrorismo islamista» emprendidas tanto por el bloque atlántico, encabezado por los EE. UU., como por Rusia han causado y siguen causando millones de muertos. Siendo muy grave, el terrorismo islamista fue y es muchísimo menos sangriento que las guerras emprendidas presuntamente para combatirlo [Ver:https://www.forumlibertas.com/guerra-contra-el-terrorismo/ ] y que en realidad tienen otros fines muy diferentes: económicos, estratégicos, políticos. Sin embargo, los medios de comunicación han sido capaces de tergiversar los hechos y convencer a muchísimos de la necesidad y justicia de tales guerras.

En 2008 la crisis financiera y la «burbuja» inmobiliaria colocaron a medio mundo al borde de la ruina. Los medios de comunicación difundieron la tesis de una imprescindible intervención estatal para «salvar» a los bancos afectados y así evitar males mayores a toda la sociedad. De hecho, quienes pagaron la cuenta fueron, como sabemos, los ciudadanos con un nivel económico medio y bajo. Muchos de ellos se convirtieron en verdaderas víctimas de esta crisis, de la que la clase media salió debilitada, con un poder adquisitivo cada vez más limitado y una influencia política y social que no ha parado de encogerse. Por el contrario, los causantes de la crisis se han recuperado, crecido económicamente y aumentado su poder a costa de un estado que se somete a sus intereses.

La manipulación medial se ha ido perfeccionando desde entonces. En la política de género ha alcanzado un grado de eficiencia muy alto, como sabemos, ejerciendo una influencia social avasalladora. También la llamada «cultura de la cancelación» ha ido imponiendo una «opinión única», al tiempo que las diferencias entre los partidos políticos se han difuminado aún más. En cierto sentido tenemos a veces la sensación de vivir casi en un régimen de partido único, en vista de la uniformidad real del panorama político. Ello incita al elector a resignarse, a conformarse con votar al candidato menos malo o a renunciar a ejercer sus derechos políticos, dejando el campo libre a los poderes de facto. En el ámbito económico-laboral esta situación se corresponde con el debilitamiento de los autónomos, los asalariados y los pequeños y hasta los medianos empresarios, grupos sociales que pierden influencia y caen en total dependencia de grandes consorcios que acaban por «devorarlos», para dar paso a estructura económicas oligopólicas.

La perfección del sistema manipulatorio que nos conduce a un nuevo totalitarismo se ha manifestado especialmente en la crisis provocada por el virus corona y en las medidas tomadas en torno a ella. Sería absurdo negar la existencia del virus (proceda de donde proceda, cosa que, pese a las múltiples teorías y discusiones seguramente nunca llegaremos a saber con certeza) o no reconocer su potencial peligrosidad para determinadas personas. Pero igualmente falso sería creer que se trata de un peligro máximo para toda la especie humana. Es verdad que no han faltado hipótesis descabelladas para explicar este fenómeno sanitario y sus consecuencias sociales. Pero el hecho de negar estas extravagancias no basta para convertir a la versión oficial (o versiones, en plural, dadas sus contradicciones y su caprichosa variabilidad) en un dogma indiscutible.

Precisamente la discusión es en situaciones como ésta imprescindible para lograr claridad. En vez de fomentarla o al menos de tolerarla, se ha estigmatizado sistemáticamente a quienes la reclaman y se ha inducido a la población a caer en el pánico, un pánico alimentado y promovido precisamente por quienes debían evitarlo y promover una sana serenidad: las autoridades sanitarias y los gobiernos. Tanto ellos como los medios de comunicación y las instituciones científicas se han convertido en instrumentos dóciles en manos de un puñado de intereses económicos y de ambiciones de poder. En esta ocasión el procedimiento ha funcionado de manera casi perfecta. Es muy posible que el lector de estas líneas sienta desconfianza o incluso un total repudio ante estas afirmaciones, incluso violentando su propio sentido de la lógica: tan fuerte es la propaganda que nos ha intoxicado en los dos últimos años y nos ha inducido a mirar mal cualquier clase de disenso y a ejercer algo así como una autocensura del pensamiento y una sumisión incondicional a la versión oficial. De nada parece servir el uso de la capacidad crítica o de la razón, de nada el recurrir a estadísticas comparativas, de nada recordar la relativamente alta letalidad que puede tener una gripe en ciertos grupos de población (los mismos en peligro por el virus corona), de nada calcular los efectos sanitarios reales del virus: la creencia, casi supersticiosa, en la incalculable peligrosidad de la corona anula cualquier argumento. La crónica de las medidas tomadas por los distintos países y regiones en diferentes fechas desde 2020 es un catálogo de contradicciones flagrantes, todas con bases supuestamente «científicas».

Si comparamos las cifras de la incidencia real de la covid con las cifras reales de abusos sexuales en la Iglesia y la repercusión y efectos que han tenido ambos sucesos encontraremos una sorprendente semejanza.

Desde 2020 hasta hoy ha habido 509 millones de enfermos de covid en todo el mundo, es decir un 6,2 % del total de la población mundial (unos 8.000 millones). El número de muertos se calcula en 6,2 millones, por lo tanto un 0,07% de la población mundial (menos de un muerto cada mil habitantes) y un 1,2% de los enfermos. [Fuente: https://bit.ly/3ME9FrI . En España, donde la incidencia de los abusos sexuales a menores en la Iglesia es una parte mínima del total el gobierno centra toda su atención y la de la opinión pública en este segmento y «toma medidas» para combatirlo. Idéntica es la desproporción ya mencionada en el caso de las «guerras contra el terrorismo».

Interesante es observar cómo prácticas demagógicas propias hasta hace poco del populismo de la extrema derecha o de la extrema izquierda clásicas han sido adaptadas a una cierta ideología liberal, adornada de un neoizquierdismo decorativo

Ciertamente en todos estos procesos se han empleado «técnicas disuasorias» reprobables sin el menor escrúpulo y se ha recurrido sin rubor a la mentira más gruesa, si hacía falta. Interesante es observar cómo prácticas demagógicas propias hasta hace poco del populismo de la extrema derecha o de la extrema izquierda clásicas han sido adaptadas a una cierta ideología liberal, adornada de un neoizquierdismo decorativo, y a los fines ya mencionados de los que se sirven de ella. Es el caso de un sistemático desprestigio del Estado, como institución ineficaz, corrupta, molesta, opresora. Lo curioso es que, cuando hace falta, se recurre a ese mismo estado para que «salve» a la gran banca global o para que, como en el caso de la pandemia, financie a multinacionales farmacéuticas y, bajo un pretexto sanitario, restrinja derechos cívicos y personales elementales en favor de unos poderes fácticos puramente privados.

En relación con la guerra entre Rusia y Ucrania se ha dado un verdadero salto hacia delante en este proceso.

Los gobiernos han introducido la censura política de manera formal y abierta al imposibilitar el acceso a medios de comunicación como Russia Today o Sputnik. El motivo aducido es proteger al ciudadano y a la comunidad de la «desinformación rusa». No es nada nuevo que la censura se justifique como acto de protección, como antídoto contra el «engaño», como barrera contra supuestas mentiras, como prevención de daños que amenazarían al individuo y a la comunidad si pudiera tener acceso a ciertos contenidos.

Lo cierto es que el ciudadano prácticamente carece de acceso a versiones divergentes sobre las causas y desarrollo de este conflicto

Paralelamente nos vemos invadidos por una marea de «corrección política» bastante dudosa. Lo cierto es que el ciudadano prácticamente carece de acceso a versiones divergentes sobre las causas y desarrollo de este conflicto. Como en la pandemia, quien sostiene una posición crítica o divergente se convierte en más que sospechoso. El político liberal alemán Lambsdorf tildaba a los manifestantes pacifistas de «quinta columna de Putin», mientras que el ministro Habeck (verde) exigía de los mismos que su manifestación por la paz lo fuera también claramente en favor de uno de los bandos beligerantes: Ucrania.

Como en los casos anteriores, la imagen que ofrecen del conflicto gobiernos y medios de comunicación es apocalíptica. Nuevamente la estadística desmiente estos extremos. Según cifras oficiales de la O.N.U. 2.729 civiles habrían fallecido a causa de la guerra, entre ellos 299 menores de edad entre el 24 de febrero y el 25 de abril. Por terrible que esto sea, tales cifras indican un conflicto armado de consecuencias bastante limitadas(*). En vista de ello se subraya que la «cifra negra» es seguramente mucho mayor. Por otra parte, los medios de comunicación nos cuentan una y otra vez que se han descubierto cientos o miles de cadáveres de personas asesinadas por los rusos, víctimas que extrañamente no entran en la estadística oficial y que, según se añade, a modo de pequeño apéndice al final de la noticia, no han podido ser confirmadas, ya que que la información procede sólo del bando ucraniano.

Al margen del sinsentido de publicar una estadística y al mismo tiempo indicar que no refleja la realidad o de dar como cierta una noticia que al  mismo tiempo se reconoce como dudosa, sorprende la semejanza de este procedimiento con el empleado en los casos de abusos en la Iglesia: «se han contabilizado tantos y tantos casos, pero la cifra es muy superior»; «según cuentan las víctimas de los abusos…», sin que se nos comunique jamás la versión del acusado (igual que está prohibida la versión rusa por ser «desinformación»). Exactamente lo mismo se ha hecho muchas veces en relación a la covid y a la cifra de víctimas de esta enfermedad: «hay muchos más de lo que parece», «la cifra de enfermos y muertos no contabilizados es sin duda mucho más grande». Esta misma imprecisión (más, muchos más… Pero ¿cuántos en realidad?) crea una sensación de gran peligro, de inseguridad, de incontrolabilidad, de amenaza indefinida, de difuso pánico: cada estornudo puede ser un letal síntoma de la covid, cada sacerdote un violador pedófilo, cada ruso un asesino en masa…

La intencionada magnificación de los casos de abusos sexuales (insistimos, gravísimos e injustificables) en la Iglesia tiene, como hemos visto paralelos en otros ámbitos. ¿Es pura casualidad? Cada uno debe juzgarlo por sí mismo. Una cosa es cierta: la mentira, la sugestión y el miedo son tradicionales instrumentos de dominio cuando se carece de mejores argumentos.

(*) En comparación, la pobreza resultante de las sanciones decretadas por los EE. UU. contra el Afganistán causó entre enero y marzo la muerte por hambre de 13.700 bebés.

Cada estornudo puede ser un letal síntoma de la covid, cada sacerdote un violador pedófilo, cada ruso un asesino en masa... Clic para tuitear

 

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3 Comentarios. Dejar nuevo

  • Un artículo muy esclarecedor. Un saludo

    Responder
  • …y cada persona que no lleva mascarilla se la mira como un extraterrestre.
    Sinceramente, creo que si la gente apagara los televisores ganaríamos en salud y en humanismo.

    Responder

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