Hay lugares donde el alma pide y reconoce el deber de arrodillarse. Donde el silencio y la vida interior claman imponerse al ruido. Son instantes de transcendencia donde el misterio reclama su espacio, y lo mundano no pinta nada ante lo eterno.
La muerte de cualquier hombre y la del sucesor de Pedro, del que cargó la cruz de Cristo entre los hombres— es uno de esos lugares.
Sin embargo, entre la fe y duelo visto en estos días en la Basílica de San Pedro existe un alto porcentaje de espectáculo.
La frivolidad. Es el síntoma patético de una época que no sabe mirar a los ojos de la muerte sin pasar antes por el filtro de la cámara frontal o por cualquier otra distracción
Francisco ha muerto. Y ante sus restos mortales se están tomando selfies.
No uno. Ni diez. Cientos. Videos virales. Gestos ridículos. Sonrisas congeladas junto al ataúd. Caritas de sorpresa y gestos de Tik Toker, como si la muerte fuera un decorado y no te fuera a llegar nunca. No todo vale.
Una despedida
Miles de fieles hacen cola estos días en Roma para dar su último adiós al Papa Francisco. Hombres, mujeres, ancianos, niños. Algunos rezan en silencio, otros lloran discretamente.
Hay quienes se persignan con temblor, sabiendo que están ante algo más grande que ellos. Porque lo están. No importa si fueron críticos o admiradores, si entendieron o no todos sus gestos. Lo que yace allí no es solo un cuerpo. Es un final que habla de esperanza.
Y, sin embargo, entre los rezos y las lágrimas, se cuela lo grotesco.
Lo grave no es la falta de respeto —aunque también—. Estamos ante una brutal falta de comprensión. Una incapacidad de vislumbrar lo trascendente.
Hemos convertido todo en contenido. Incluso la muerte.
Una sociedad que no sabe mirar la muerte
Quizá el escándalo de estos días no es más que un reflejo de algo mucho más profundo y mucho más trágico: la sociedad contemporánea no sabe mirar cara a cara a la muerte. La ha escondido en hospitales y crematorios. La ha vestido de eufemismos y trivializado. La ha expulsado de las casas, la ha desvirtuado, incluso ha hecho trampas con el lenguaje.
No queremos ver la muerte. No queremos oír hablar de ella. Y cuando irrumpe no sabemos qué hacer con ella, salvo banalizarla.
Un selfie, un video, una historia viral: maneras digitales de anestesiar lo que no comprendemos, de evitar lo que no queremos aceptar. La muerte como algo ajeno, cuando en realidad es lo más íntimo que nos espera a todos.
Quien no sabe mirar la muerte, no sabe vivir. Y quien no se detiene ante el cadáver ¿Cómo se detendrá ante el misterio de su propia alma?
Del altar al algoritmo
Lo que ocurre ante el cuerpo presente del Papa no es un caso aislado. Es el síntoma de una enfermedad más profunda: hemos olvidado que la muerte no se mira con los ojos, sino con el alma. Que no se posa para ella, sino que se inclina. Que no se inmortaliza en fotos, sino en oración.
Francisco se encuentra ahora ante el último umbral. Su cuerpo calla. Su rostro reposa. Su misión ha terminado. Y muchos, en lugar de orar por él, de encomendar su alma, de dar gracias a Dios por su vida, deciden inmortalizarse a sí mismos.
Se le usa. Se consume su imagen como se consume una ciudad turística: a través de la pantalla, sin habitarla de verdad. Como si el Papa muerto fuera una atracción más en el itinerario de Roma.
Un selfie con la eternidad. El último gesto de narcisismo digital.
Ruido y más ruido
No se trata de puritanismo. Nadie pide solemnidad artificial. Francisco no era amigo del protocolo vacío. Pero sí del sentido y de los gestos.
En San Pedro no está simplemente el cuerpo de un Papa. Está el testimonio de una vida entregada de la mejor manera que supo.
Rezamos por él porque creemos que nuestra oración puede acompañar su paso. Porque creemos en la comunión de los santos. Porque creemos que la muerte no tiene la última palabra, pero sí reclama esperanza y respeto.
Un tiempo para mirar al cielo
Quizás este momento sea una oportunidad para despertar. Porque si ni siquiera la muerte nos hace mirar más allá de nosotros mismos, ¿qué nos lo hará?
Aprovechemos este umbral, este cuerpo sin vida del Papa para recuperar la mirada.
La mirada que no necesita cámara. La que ve con el corazón. La que, al mirar la muerte, ora.