Lo más alarmante del acto de Lalachus durante las campanadas de fin de año, tal vez sea la respuesta del Gobierno. En lugar de condenar una ofensa tan evidente, el ministro Félix Bolaños, salió en defensa de la supuesta humorista.
Desde su tribuna en X, no solo justificó el gesto como un ejercicio de libertad de expresión, sino que también atacó a quienes alzaron la voz en defensa de sus creencias, tachándolos de «ultras» y acusándolos de intentar «amedrentar».
Un plan que va más allá de un caso aislado
El respaldo del Gobierno a Lalachus no es una reacción espontánea, sino parte de un plan mayor que se enmarca en el llamado Plan de Acción para la Democracia. Este proyecto, presentado por el Ejecutivo de Pedro Sánchez, incluye una reforma integral del Código Penal que busca, entre otras cosas, eliminar el delito de ofensas religiosas, regulado en el artículo 525.
Actualmente, dicho artículo establece multas para quienes, con intención de ofender, hagan escarnio público de dogmas, ritos o creencias religiosas. Es una protección mínima, pero fundamental, en una sociedad plural como la nuestra.
Sin embargo, el Gobierno considera que esta figura limita la libertad de expresión y la creación artística.
La eliminación del delito de ofensas religiosas es presentada como un paso hacia la «regeneración democrática» y una supuesta homologación con otros países europeos.
Pero lo que no se menciona es que solo seis de los 27 Estados miembros de la Unión Europea carecen de este tipo de protección legal para las creencias religiosas. Así, lejos de alinearse con la mayoría, España se sumaría a un grupo minoritario que deja sin amparo a millones de creyentes.
Libertad y responsabilidad
El Plan de Acción para la Democracia no solo busca eliminar el delito de ofensas religiosas, sino también otros artículos que protegen la dignidad de instituciones del Estado y de los ciudadanos frente a escarnios públicos.
Bajo la falsa excusa de la libertad de expresión, se está trazando un camino hacia la desprotección de lo que forma parte esencial de nuestra identidad colectiva.
En este contexto, la burla de Lalachus no es un incidente aislado, sino un síntoma de una estrategia más amplia: trivializar, menospreciar y eventualmente erradicar del ámbito público el respeto hacia la fe y las tradiciones que han definido a nuestra sociedad durante siglos.
Un retroceso en el respeto
Lo que el Gobierno llama «regeneración democrática» corre el riesgo de convertirse en una demolición democrática.
La pluralidad y la convivencia requieren límites: la libertad de uno no puede justificar la humillación del otro. Eliminar el artículo 525 no amplía derechos, sino que reduce la capacidad de proteger a quienes se ven vulnerados por ataques abiertos a su fe.
En una sociedad verdaderamente democrática, la libertad de expresión no puede ser excusa para el desprecio, y mucho menos una herramienta para despojar de significado a lo que millones consideran sagrado.
El respeto hacia las creencias no es una concesión; es una condición indispensable para la convivencia.
La responsabilidad del Gobierno
El plan del Gobierno plantea preguntas que no se pueden ignorar: ¿Estamos dispuestos a sacrificar el respeto mutuo en nombre de una libertad mal entendida? ¿De verdad es bueno despojar a los ciudadanos de herramientas legales para defender lo que consideran sagrado?
Lo que está en juego no es solo la protección de un símbolo religioso, sino el equilibrio entre libertad y responsabilidad.
Si la democracia española aspira a ser robusta, debe garantizar que todos, creyentes y no creyentes, puedan convivir en un marco de respeto mutuo.
El gesto de Lalachus es solo un capítulo en una historia más grande, pero es un recordatorio claro: cuando el respeto por lo sagrado se elimina del espacio público, la convivencia se desmorona.
El Gobierno tiene la responsabilidad de proteger, no de desmontar, ese frágil equilibrio.
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No hay justificación para semejante blasfemia