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El Islam y la urgencia de la paz (y XII)

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Siguiendo en el ámbito económico, el coste de las «guerras contra el terrorismo» es inimaginable. Según estudios del Watson Institute for International and Foreign Affairs de la Brown University, sólo los EE. UU. habrían gastado unos 8.000.000.000.000 (ocho billones, con B) de dólares en las guerras antiterroristas desde el 11 de septiembre de 2001. Los gastos totales del Pentágono desde 2001 ascendieron en el mismo a 14 billones de dólares. De ellos al menos 4,4 billones fueron a parar a manos de compañías contratistas de defensa. Éstas proporcionaron medios logísticos, participaron en la reconstrucción de infraestructuras destruidas y luego urgentemente necesarias para las fuerzas de ocupación estadounidenses, asumieron servicios de «seguridad» (muy probablemente también actuaron como compañías de mercenarios) y proporcionaron armamento, vehículos, munición, etc.

Las concesiones de licencias y condiciones de contratación de estos «proveedores» privados estuvieron plagadas de irregularidades, de casos de corrupción (abundaron los estrechos vínculos entre estas empresas y los altos funcionarios contratantes, así como miembros del gobierno) prácticamente nunca perseguidos, y de escandalosas ineficiencias que incluso costaron la vida a no pocos combatientes estadounidenses.

La guerra es un inmenso negocio

La guerra es un inmenso negocio. En el caso de un país como el Irak a los mencionados intereses se suma como factor lucrativo el control de gigantescas reservas de petróleo. Ahora bien, en el caso del Afganistán falta este último «aliciente». Ello no es óbice para que este país, aparentemente pobre, ásperamente encajonado entre montañas y desiertos tenga sus propios atractivos y no precisamente debidos a su turístico exotismo.

En primer lugar, su posición geográfica lo convierte en punto de contacto y también en barrera difícilmente expugnable entre los desiertos y estepas del Asia Central y septentrional, por el norte, y los valles del Indo y el Ganges por el sur, que conducen directamente al Mar Arábigo y el Golfo de Bengala respectivamente, es decir al Océano Índico occidental y oriental. De este modo es el mayor obstáculo y simultáneamente el camino inevitable desde el Pakistán y la India hacia las repúblicas musulmanas exsoviéticas y, por ellas, a la propia Rusia asiática. De este a oeste cumple idéntica función entre la China y el Irán, con los que tiene fronteras. Ello supone nada menos que ser la conexión terrestre entre un país ribereño del Golfo Pérsico y el territorio chino.

Esta posición geográfica ha ganado valor en los últimos años debido al proyecto chino de reactivar la antigua ruta de la seda, creando una nueva ruta que enlaza, de una parte, por ferrocarril y carretera y de otra por mar, el territorio chino con ciudades europeas occidentales como Rotterdam, Duisburgo y Venecia. Este proyecto, que ya está funcionando, tiene como fin implementar el comercio intercontinental y crear una nueva red de vías de comunicación entre el Asia oriental y la Europa occidental.

La nueva ruta de la seda roza las fronteras afganas por el norte. Por el sur los puertos del Índico son importantes escalas de la ruta marítima. Así el territorio afgano se encuentra entre dos trascendentes vías comerciales que lo evitan, pero que son militarmente alcanzables desde el Afganistán.

Otro factor decisivo es el del agua, de enorme valor en una región como ésta, relativamente pobre en recursos hídricos. Una desbocada explosión demográfica (crecimiento de la población entre 2000 y 2020: Afganistán 66 %; Pakistán 57 %; Tayikistán 42 %; India 33 %; Irán 28 %; Kasajastán 22 %; Uzbekistán 22 %; Kirguistán 20 %; China 10%), el crítico aumento de la sequedad a causa del cambio climático y los desastres de la contaminación lacustre y fluvial, así como una pésima gestión de recursos hídricos, convierten al agua en un tesoro codiciadísimo.

Un ejemplo trágico: el pasado mes de mayo, en escaramuzas por el control del agua en un territorio disputado entre las repúblicas del Kirguistán y el Tayikistán murieron más de cincuenta personas, hubo un centenar de heridos, miles de evacuados y cuantiosos daños materiales.

En estos conflictos la posición del Afganistán es de enorme peso. Veamos dos casos ejemplares.

El Amu Daria (el Oxus de los antiguos griegos) es el mayor río del Asia Central. Sus fuentes se encuentran entre el Afganistán y el Tayikistán. Con un largo de 2600 km. es navegable a lo largo de 1400, pasa por cuatro países (Tayikistán, Afganistán, Turkmenistán Uzbekistán) y su cuenca abarca más de 300.000 km.² El Afganistán controla un 18 % del caudal de este río y la república tayika un 70 %. Los demás estados ribereños, para los que el río es de vital importancia, prácticamente no pueden controlar el caudal debido a su posición geográfica en el curso bajo.

Así pues, quien controla el Afganistán tiene la llave que abre o cierra el grifo a regiones y países enteros.

Otro caso semejante es el del río Helmand. Nace cerca de Kabul y tras 1.125 km. desemboca en el lago de Hamún, en el Irán. La cuenca del río abarca casi 200.000 km.², es decir prácticamente un tercio del territorio afgano. El lago de Hamún, en su desembocadura tiene una extensión de 1.600 km.² y es esencial para la supervivencia de la población del Irán oriental, además de tener un inmenso valor ecológico. Así pues, quien controla el Afganistán tiene la llave que abre o cierra el grifo a regiones y países enteros.

Es más que evidente que los veinte años de guerra en el Afganistán tuvieron muy poco que ver con la instauración de la democracia en este país, con los derechos humanos o con la situación de la mujer. Si así hubiera sido ¿por qué el Afganistán y no cualquier monarquía del Golfo Pérsico?

una ojeada a los miembros de los gobiernos instalados en Kabul por la coalición militar occidental basta para desmentir cualquier noble fin

Por otra parte, una ojeada a los miembros de los gobiernos instalados en Kabul por la coalición militar occidental basta para desmentir cualquier noble fin: el ya mencionado Abdul Rashid Dostum, un criminal de guerra, como vicepresidente; el sanguinario islamista Burhaniddin Rabbani, mezclado con el tráfico de drogas, como presidente; su sucesor Hamid Karzai, con íntimos vínculos familiares entre las mayores bandas de traficantes de drogas del país; etc., etc.

Pero aún en el caso de que el verdadero fin de la invasión fuera la implantación de un régimen democrático, la liberación de las mujeres afganas y todo lo demás, estaríamos ante un craso error, ante una ingenuidad, sino ante un caso de ignorancia y estupidez injustificables. De algún modo lo reconocía así el Sr. Piqué, ministro español de Asuntos Exteriores en 2001, al declarar al periódico El Español que había sido ilusorio intentar exportar al Afganistán conceptos políticos occidentales. En un artículo reciente criticaba también los pésimos aliados elegidos por la coalición occidental.

para lograr en aquel país de cultura milenaria (que puede o no gustarnos, pero que es la suya) una equiparación de los derechos de la mujer a los del varón como en Occidente, deberemos esperar tres siglos, si es que tal cosa realmente sucede

De modo similar, uno de los mayores expertos europeos en asuntos afganos afirmaba que para lograr en aquel país de cultura milenaria (que puede o no gustarnos, pero que es la suya) una equiparación de los derechos de la mujer a los del varón como en Occidente, deberemos esperar tres siglos, si es que tal cosa realmente sucede. Quien hacía tal afirmación es Reinhard Erös, médico y coronel retirado del ejército alemán, quien tanto en su función de militar como en la de médico y fundador de la organización humanitaria Kinderhilfe Afghanistan, ha pasado con su familia años de dificilísima labor en el país, lo que le ha llevado a ser un duro crítico de la intervención militar de la OTAN.

Tras esta desapacible travesía por las relaciones entre el islam y Occidente no podemos sino preguntarnos ¿y ahora qué?

Ahora, en primer lugar, asistimos a una inversión de los términos de la célebre frase de Clausewitz según la cual «la guerra es la continuación de la política por otros medios»: el embargo al que se somete actualmente al Afganistán es un acto político que significa la continuación de la guerra por otros medios. Para un país con una altísima tasa de crecimiento demográfico anual del 2,33% (en comparación p. ej. España 0,46%; Austria 0,42%; Argentina 0,97%; mundial 1,04%), con una tasa de alfabetización de apenas el 43%, técnica y económicamente «subdesarrollado», con muy limitados recursos naturales y, por encima de todo, destruido y agotado por más de cuatro décadas de guerra, un embargo comercial como el que se le está imponiendo tiene consecuencias tan devastadoras como una guerra sin cuartel, aún peores que en el Irak, dado el diferente grado de desarrollo y las condiciones naturales de ambos estados.

Por supuesto, las primeras víctimas son los más débiles: niños, ancianos, pobres, enfermos… Y el resultado, más que la debilitación de los talibanes es el odio hacia Occidente. ¿Podemos seguir por este camino? ¿Adónde nos lleva? ¿Beneficia este rumbo a alguien más que a esos pocos que hacen de la guerra un negocio a costa del sufrimiento de millones y de perjudicar irreparablemente la economía de las naciones más ricas, cuyos estados se desangran y malversan el esfuerzo de los contribuyentes malgastando recursos en gigantescos gastos bélicos?

El mundo es un barco, una inmensa arca de Noé en la que estamos metidos todos los seres vivos: hombres, animales, plantas. El barco va a la deriva y está haciendo agua como nunca. Pero sus pasajeros humanos parecen no tener nada mejor que hacer que combatirse unos a otros y destrozar lo que queda de la nave. En vista de esto ¿tenemos derecho a llamarnos «racionales», nos queda aún una sombra de sentido moral?

No se trata aquí de atenuar las culpas que puedan pesar sobre los gobiernos y las poblaciones de estados mayoritariamente musulmanes. Tampoco de caer en el espejismo del pacifismo a cualquier precio.

De lo que se trata es de reconocer que Occidente ha contribuido activamente y de modo atroz a alcanzar un estado de cosas que tiene mucho de criminal, una situación que contradice con toda crudeza los principios éticos, humanitarios, jurídicos, racionales, etc. que proclama como propios y en los que fundamenta su pretendida superioridad cultural y política.

De lo que se trata es de que Occidente actúe de manera más acorde con la moral, el derecho y la razón.

De lo que se trata es de que Occidente sea mejor, y eso es algo que ningún occidental puede dejar de desear para su propia civilización y cultura.

Ahora bien, Occidente no es sólo un concepto intelectual, una abstracción, un conjunto de bienes materiales e inmateriales. Occidente es, por encima de todo, una comunidad humana, el conjunto de su ciudadanía. Y esa ciudadanía está formada por sujetos que tienen una responsabilidad política personal, individual, íntimamente ligada a su consciencia y a sus deberes morales más ineludibles.

En Occidente los individuos tienen, en general, la posibilidad de ejercer alguna influencia en la vida política y en las decisiones de estado. Por motivos que no vienen al caso, esa posibilidad ha sido siempre en parte usurpada y en parte manipulada por «poderes fácticos». Es un hecho que esa nefasta tendencia se ha acentuado muy peligrosamente debido al auge de la globalización, la tecnificación, el egoísmo, el materialismo, etc.

Para que esa usurpación y esa manipulación sean efectivas, sin embargo, es necesaria la aquiescencia, aunque sea pasiva, del afectado: el ciudadano individual

Para que esa usurpación y esa manipulación sean efectivas, sin embargo, es necesaria la aquiescencia, aunque sea pasiva, del afectado: el ciudadano individual. Su pasividad es la que permite, entre otras cosas, situaciones como las que hemos reseñado en estas páginas. Si en general la mencionada pasividad se hace cada vez más presente en todos los aspectos de la política (incluso cuando afectan al individuo de modo personal y directo) en relación a la política militar e internacional (campos aparentemente alejados de la vida del «ciudadano medio») y, sobre todo, por lo que toca a los países del ámbito islámico, la indiferencia es pavorosa: fuera de algunas manifestaciones, aunque sean multitudinarias, en los momentos más críticos, la actitud más extendida es la de un espectador que contempla un drama en el teatro, con la diferencia de que aquí no asistimos a una acción ficticia, sino a acontecimientos reales.

La participación en la política es más un deber que un derecho; las posibilidades de concretarla son múltiples: mediante el voto y a veces la abstención, presionando a los partidos, interviniendo activamente en organizaciones políticas, haciéndose oír en los medios de comunicación, educándose y educando al conciudadano, reflexionando y discutiendo, etc. La política internacional no es ninguna excepción. De ella depende también la vida de seres humanos que habitan en países remotos. Y si por falta de generosidad este argumento no basta, conviene recordar que quien siembra vientos recoge tempestades. ¿Si Occidente siembra huracanes, qué será su cosecha?

El Islam y la urgencia de la paz (XI)

El embargo al que se somete actualmente al Afganistán es un acto político que significa la continuación de la guerra por otros medios Clic para tuitear

 

 

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