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La emergencia de la derecha alternativa en la Unión Europea, cristianismo, feminismo y doctrina LGBTI

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En las democracias europeas del siglo XXI, la religión ya no ocupa el centro del debate político, pero su ausencia pesa cada vez más. En países altamente secularizados como los Países Bajos, ciertos votantes —muchos de ellos irreligiosos— comienzan a ver los valores cristianos tradicionales no solo como anticuados, sino como activamente proscritos por las élites culturales. Matrimonio, castidad, oposición al aborto: símbolos, más que creencias, de una visión del mundo que se siente expulsada del espacio público. A esta reacción silenciosa se le ha dado un nombre técnico, pero cargado de tensión: secularización asertiva.

Un reciente estudio neerlandés sugiere que esta forma agresiva de laicismo no aleja necesariamente a los no creyentes de la derecha radical. Al contrario, puede atraerlos. En su lógica, la inmigración musulmana representa una amenaza no tanto espiritual como cultural. La ultraderecha, que articula su rechazo en clave secular —defensa de la libertad sexual, de los derechos de las mujeres, de “nuestros valores”—, ofrece un refugio ideológico cómodo: no se trata de religión, sino de identidad.

Pero ese entusiasmo urbano refuerza, por contraste, la sensación rural de haber sido dejada atrás.

Este patrón no se limita al eje religioso. En Alemania o Francia, como en otras partes de Europa, la línea de fractura entre campo y ciudad es también una línea de códigos culturales. Las zonas rurales conservan valores comunitarios, menos secularizados, más aferrados a nociones tradicionales de familia y moralidad. Las ciudades, en cambio, celebran el cosmopolitismo, la diversidad, la reinvención personal. Pero ese entusiasmo urbano refuerza, por contraste, la sensación rural de haber sido dejada atrás. No es solo cuestión de renta o educación: es la sensación de que otros están definiendo lo que es normal, aceptable, incluso admirable, cuando en realidad es percibido como perverso o simplemente dañino

El cristianismo entra en esta tensión no tanto como fe, sino como anclaje moral. No basta con ir a misa para votar a la derecha alternativa. Pero cuando esa identidad religiosa se combina con la concepción  moral —rechazo al aborto, al relativismo sexual, a las políticas de género— se convierte en catalizador. En países como Hungría o Polonia, esa reacción se ha institucionalizado: se legisla, se promulga, se convierte en doctrina nacional.

cuanto más se relega la tradición al margen, más se organiza políticamente su defensa

La paradoja es clara: cuanto más se relega la tradición al margen, más se organiza políticamente su defensa. Y es que el ser humano o tiene raíces o las busca, porque sin ellas su vida pierde sentido. En el fondo lo que hay es una oleada creciente de búsqueda de sentido que también afecta a la política, aunque en ocasiones se confunda con la radicalidad o peor la contundencia, cuando en realidad la raíz del mal está en el eclipse de Dios en la cultura hegemónica europea; española.

El género, mientras tanto, se ha convertido en otro campo de batalla. La sociología lo llama “sexismo moderno”: una forma de reacción entre hombres jóvenes que no se oponen abiertamente a la igualdad, pero perciben que los avances femeninos han llegado a costa suya. Un estudio masivo en la UE mostró que los varones menores de 30 años son el grupo que más tiende a ver los derechos de las mujeres como una amenaza directa a sus oportunidades vitales.

En las elecciones europeas de 2024, el 21% de los hombres menores de 30 años votaron por la derecha radical en España; entre las mujeres jóvenes, fue el 14%.

En un contexto de desempleo juvenil y precariedad crónica, esa percepción se convierte en combustible electoral. La ultraderecha lo sabe. Presenta una alternativa que apela a un orden natural perdido, ataca la “ideología de género” y ofrece restauración simbólica: volver a ser necesarios, volver a ser referentes. En las elecciones europeas de 2024, el 21% de los hombres menores de 30 años votaron por la derecha radical en España; entre las mujeres jóvenes, fue el 14%. Esta brecha, advierten los analistas, no responde solo a un giro masculino hacia la derecha, sino también al viraje progresista de muchas mujeres. Pero para quienes se sienten desposeídos, esa distinción es irrelevante: lo que importa es que alguien parece estar ganando, y no son ellos.

En la esfera de la sexualidad, la visibilidad también polariza. Banderas arcoíris, Marchas del Orgullo, celebraciones públicas: afirmaciones de libertad para unos, gestos de hegemonía cultural para otros. Estudios muestran que los asistentes al Orgullo se identifican abrumadoramente con la izquierda; los conservadores, en cambio, tienden a sentirse ajenos a estos ritos públicos. En regiones rurales o tradicionales, este espectáculo se percibe no como una fiesta de inclusión, sino como una imposición estética y moral.

La respuesta, nuevamente, se traduce en legislación. En Hungría y Eslovaquia, la derecha ha impulsado reformas constitucionales que reconocen solo dos géneros. En Austria, partidos exitosos prometen una “constitución anti-género”. En Italia y Rumanía, se han promovido leyes para prohibir la enseñanza de temas LGBTI en las escuelas. Estas propuestas no son marginales: cuentan con un respaldo popular amplio.

No se trata solo de valores, sino de estrategia.

No se trata solo de valores, sino de estrategia. Las encuestas lo confirman: a medida que aumentan las protestas contra los excesos LGTBI, crece el apoyo a los partidos de derecha radical. El enfrentamiento no es moral, sino narrativo: quién define lo que es cultura y lo que es imposición, quién se presenta como víctima y quién como transgresor.

Estos tres frentes —el cristianismo desplazado, el hombre joven preterido y culpabilizado, la sexualidad hipervisibilizada— configuran un paisaje emocional que no puede explicarse solo con estadísticas o ideologías. Lo que une a estos votantes no es una doctrina común, sino una sensación compartida: la de haber perdido el lugar que antes daban por sentado. Frente a eso, la derecha alternativa no solo señala un culpable; ofrece un relato.

Y en tiempos de desorientación cultural, el relato importa más que nunca.

Estos tres frentes —el cristianismo desplazado, el hombre joven preterido y culpabilizado, la sexualidad hipervisibilizada— configuran un paisaje emocional que no puede explicarse solo con estadísticas o ideologías Compartir en X

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