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Entre debilidades

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“Entre santa y santo, pared de cal y canto”, aseveraba santa Teresa de Jesús a diestro y siniestro. Como cabeza de numerosas asunciones, conocía bien la debilidad humana. No solo lo hacía con sus discípulas, sino que nos lo advertía a todos los católicos, sabedora de la realidad de una experiencia que a todos nos sonroja: que un peligro consentido puede pasar fácilmente a ser pecado. Sabía que el hombre y la mujer como tales conllevan una virtud intrínseca (dada por el Creador al crearlos) que puede evaporarse por un tropiezo. El único límite decisivo es la conciencia.

Ciertamente, la conciencia es la que habla con Dios. Sin embargo, es útil la disposición de límites menores para evitar tener que llegar a una “decisión de conciencia” que quizás ya sea demasiado tarde para evitar el pecado. Por eso santa Teresa recomendaba prudencia para no crear o provocar las ocasiones con más o menos inocencia, y hasta saber huir de ellas a tiempo.

Es crucial la palabra “tiempo” que usamos en nuestro razonamiento, pues todos sabemos que, a base de ceder, a menudo llegamos a tropezar… y caemos en el dominio de las cornadas. Los hay que ignoran desvergonzadamente esa ley que llevamos todos inscrita en el corazón y se dejan cornear, víctimas de un impúdico trapicheo con el toro cuando éste ha alcanzado a su presa y la revuelca por la plaza… y la arrastra y la desangra.

Es crucial, asimismo, el concepto de “tropiezo” mencionado, puesto que no es necesario creer en Dios para tropezar o dejar de hacerlo: todos –hombres, mujeres, niños, adultos y ancianos– tropezamos, es ley de vida. Es por ello que los que intentamos llevar una vida católicamente limpia, debemos dar ejemplo. Decía mi difunto director espiritual: “Tenemos que ser buenos y parecerlo”. Es así, dado que, puestos a usar el proverbio a modo permisivo, descubrimos que “de tal palo, tal astilla”. Por tanto, si todos tropezamos, de un modo o de otro todos pecamos.

Hay en todo esto mucha picaresca, y hasta canalladas. Porque todos conocemos a aquellos que se tildan de católicos y defienden y pregonan aquella que llaman orgullosamente “su decisión” viviendo de manera licenciosa, como si para ellos fuera superior sentirse e ir de don Juan por la vida a ser católicos de una pieza. Son esos pseudocreyentes o ateos prácticos consentidos que ponen por delante de su fachada un cartel que avisa: “¡Yo decido! ¡Vivo como me da la gana!”, y se arrastran por la plaza por delante del toro, tentándolo de darles cornadas hasta que la vida o la muerte (el toro) les para los pies con la Verdad por delante. “¡La culpa es del toro!”, revientan quejosos, entonces, pero en ocasiones ya es demasiado tarde: llegó el momento del Juicio. Se oscurecerán en aquel momento para siempre las “debilidades” decadentes de las conciencias depravadas, y las almas de “los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre” (Cfr. Mt 13,36-43). Será para pensarlo, ¿no crees?

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