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Eutanasia: una voz de odio

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Hablamos en este año 2018 a propósito de la propuesta de implantar la eutanasia en nuestro país, por el gobierno socialista minoritario.

Incluso desde un punto de vista materialista, sin amor a la vida nada existe para el hombre, y por tanto la muerte voluntaria sería la negación de todo. Y la ayuda a esa muerte sería también la negación total de un ser vivo, al que se priva de todo derecho, ya que sin vida no existen derechos: la negación total y radical de toda esperanza.

Y para las personas que se sienten ligadas afectivamente a esa persona, supondría la rotura de ese afecto sin apelación posible. Ello desde una perspectiva “materialista”.

Y desde el punto de vista del creyente, es además una negación del amor; se deja de creer, de confiar en la Vida y en la vida, se deja uno de amar a sí mismo, al privarse de lo que es la base de todo bien, la propia existencia terrena (y si hemos de amar al prójimo “como a nosotros mismos” se sobrentiende que hemos de amarnos – santamente – a nosotros mismos); se deja también de amar a nuestros hermanos y a la sociedad ya que se les priva de nuestra vida.

Y, en cambio, el fiarnos de Dios nos da la seguridad de que Él no nos dejará sin fuerzas ni ánimos por duro que sea el trance por el que pasamos: el ejemplo de personas virtuosas y santas que tuvieron una penosa agonía, pero murieron en paz y con serenidad, nos ha de servir de luz si nos toca afrontar enfermedad y dolor.

Pero, además, privarse consciente y libremente de nuestra propia vida, ya se ve que es un pecado contra el amor, un pecado grave, y morir así pone en seria aventura nuestra salvación eterna. Si bien no hay que desesperar de que la infinita misericordia de Dios aún arbitre medios, para nosotros misteriosos, por lo que en los instantes realmente últimos, aún el alma del suicida tenga un destello de contrición que le reconcilie con Dios.

Así dice el Catecismo, hablando del suicidio, después de recordar que es gravemente contrario al amor de sí mismo, del prójimo y de Dios: “No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado, por caminos que sólo Él conoce, la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida” (núms. 2281-2283).

Con todo, puede reflexionarse sobre qué clase de compasión (desde una óptica creyente) es poner a una persona cerca de las puertas del infierno eterno, qué clase de compasión es auspiciar la eutanasia, el suicidio voluntario asistido: es en realidad, objetivamente, un acto de odio absoluto.

Recordemos que el comienzo moderno de la eutanasia se realizó en el régimen inhumano de Hitler, que, empezó con una campaña propagandística de películas que incitaban a una falsa compasión tan alejada del verdadero amor a las personas que sufren (que, vistas a la luz del amor de Dios son especialmente queridas por Él, en sus misteriosos y adorables designios).

Este tirano, desconociendo el valor afectivo que en muchas familias tiene un hijo disminuido, que resulta un lazo precioso de amor dado y recibido, un testimonio de inocencia, doloroso, pero al mismo tiempo confortador, pues bien Hitler, desarrollando su lógica inhumana, empezó a eliminar a los deficientes mentales, algo que la sociedad actual realiza, igualmente, con algunos, por medio del aborto. ¿Será pues progreso democrático impulsar la terrible práctica eutanásica inaugurada por un régimen despótico?

Dice el n.º 2277 del Catecismo (amplio): “Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de las personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable. Por tanto, una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador.

Así pues los cuidados ordinarios a una persona enferma no pueden omitirse. También sería matar a una persona, por ejemplo dejar de alimentarlo, o privarle de la respiración. En el compendio del Catecismo se nos dice que puede ser legítimo no emplear medios que fueran desproporcionados y sin esperanza razonable de resultado positivo (el ensañamiento terapéutico).

Además, no sólo son legítimos, sino, incluso en la medida de lo posible, obligatorios, los cuidados paliativos, que modernamente combaten muy eficazmente el dolor, siempre que se busque aliviar el sufrimiento y no acabar con la vida, que es un don de Dios, que está en sus manos y que el hombre tiene que agradecer como tal don, y no arrogarse la pretensión de acabar con ella, como si fuera su creador y dueño, un diosecillo, un ídolo, inhumano y cruel. ¿Puede un océano de razonamientos justificar jamás un solo crimen?

Por otra parte, hemos de creer que siempre la vida es un bien, y que si Dios la prolonga es porque, incluso en casos penosos, supone una oportunidad o una riqueza de bienes espirituales tanto para quien la vive, por más que sufra, como para aquellos que acompañan al paciente en su padecer.

Y la vida sobrenatural, la oración de quien sufre — el sufrimiento aceptado es un tesoro — sólo Dios la conoce. Toda una inmensa riqueza espiritual va de la mano con la vida, aun la aparentemente menos valiosa: Dejemos pues al Señor en su providencia y santos designios la última palabra sobre nuestra vida, como tuvo la primera. Y tengamos la caridad, la verdadera compasión de apoyar y sostener a quien sufre aliviando con nuestro cariño y cuidados médicos oportunos su padecer, al tiempo que oramos fervientemente por su bien espiritual y físico.

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