Los católicos vivimos con preocupación el momento presente de la Iglesia. Por lo tanto, todos deberíamos estar más dispuestos que nunca a servir en sus necesidades y de acuerdo con nuestras capacidades, nuestro carisma, la misión que Dios nos ha encomendado a cada uno.
Es evidente que la Iglesia debe dar respuesta, ya la viene dando, al escándalo de la pederastia, pero al mismo tiempo no puede quedar encerrada en este bucle. Ya sabemos que no lo está, y que muchas cuestiones ocupan la agenda, pero nos referimos a la necesidad de lanzar una gran iniciativa que pueda concentrar la atención con intensidad y a gran escala, y que rompa el cerco monotemático de la pederastia, que por su naturaleza escandalosa siempre atrae la atención.
Sobre el contenido de la iniciativa, más allá de su necesidad, no nos corresponde decir mucho más, pero sí queremos apuntar una consideración:
Europa, Estados Unidos, Occidente, nuestro país, viven una profunda crisis de identidad: la causa fundamental ha sido la gran crisis económica y la globalización, que no sólo ha acentuado la desigualdad, sino que ha alterado profundamente las relaciones de producción, que confieren una fuerte identidad a las personas a través del trabajo y la ganancia, la posición en la sociedad (Trump, Brexit, y parte de lo que ocurre en Europa tienen este origen).
Pero a esta pérdida de identidad y por tanto de reconocimiento vital para el hombre, se le unen otras dos crisis de identidad que multiplican sus efectos. Una es la de la descristianización ante una identidad fuerte, que ha sido sustituida por la nada o por identidades fragmentadas. La otra es la perspectiva de género que altera profundamente el sentido y auto comprensión de lo que significa el ser humano, al tiempo que desvía la atención de la desigualdad económica, la madre del cordero, a la desigualdad y lucha de la mujer contra el hombre, enmascarando la naturaleza real del problema: el de cómo se distribuye y redistribuye la renta producida y la renta acumulada. Como se jerarquizan y se resuelven los bienes comunes y los bienes públicos.
Ante esta crisis que va a más y genera múltiples reacciones, la Iglesia es el único sujeto orgánico capaz de aportar respuestas fuertes a los dos problemas: la globalización, que tiene su alternativa a la Ecúmene de la fraternidad cristiana, y la crisis de identidades, con el vigor de la identidad cristiana. Nadie más puede hacerlo.
Creemos firmemente que la Iglesia es más necesaria que nunca en un mundo cada vez más caótico y contradictorio, pero no como un apéndice suyo que lo complementa aligerando algunas llagas, sino como alternativa de vida personal y colectiva.
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Pero quizás la cuestión no sea esa; decía Pascal que «cuando uno no quiere ver hasta la luz del sol le parece poca», o dicho de otra manera sería que hay personas que la voz de la Iglesia sencilla y llanamente no es voz; les da igual lo que se diga desde el seno de la Iglesia, incluso me atrevo a decir que si esas directrices viniera de otro lado algunos las aceptarían.
Estamos viviendo en un periodo de gran apostasía esa es nuestra realidad; ya no somos respuesta moral y ética para mucha gente.