El 24 de febrero de 2022 unidades del ejército ruso cruzaron la frontera de Ucrania y entablaron combate con tropas de las fuerzas armadas de ese país. Desde un punto de vista jurídico, Rusia violó con este acto el derecho internacional al invadir un estado soberano. Ahora bien, esta apertura de hostilidades no supuso el inicio de ningún nuevo conflicto bélico, sino la ampliación al ámbito internacional de una guerra civil que enfrentaba a la población rusa de las provincias ucranianas de Donetsk y Lugansk con las fuerzas armadas del gobierno de Kiev.
Este conflicto había empezado en 2014, tras la revuelta conocida con el nombre de “Euromaidán” y que acabó con el derrocamiento del gobierno legítimo de Ucrania. Los pobladores de las ya mencionadas provincias, en su gran mayoría de lengua y cultura rusa, se negaron a aceptar esta situación y las imposiciones del nuevo régimen de Kiev. Se produjo una escalada. En ella el gobierno recurrió a la violencia y la población se organizó en milicias que hicieron frente al ejército ucraniano. En el ámbito político Lugansk y Donetsk se declararon independientes de Kiev, con el fin de integrarse en la Federación Rusa. Para ello contaron con apoyo por parte de Rusia, de donde llegaron milicianos voluntarios y cierta cantidad de suministros tanto civiles como militares.
Meses después del comienzo de los combates hubo negociaciones y acuerdos, los famosos protocolos de Minsk, según los cuales ambas partes se comprometían a respetar un alto el fuego y que obligaban al gobierno ucraniano a hacer concesiones, entre otras una reforma constitucional que facilitara la autonomía de las provincias de Lugansk y Donetsk. El gobierno de Ucrania nunca cumplió las obligaciones que había asumido en los acuerdos. Por otra parte, ambos bandos se acusaban mutuamente de no respetar el alto al fuego.
En realidad ni los ucranianos ni sus “garantes” tenían intención de cumplir lo acordado, se trataba de ganar tiempo para evitar que Rusia interviniera antes de que Ucrania estuviera lista para una gran guerra.
Alemania y Francia, que en calidad de “garantes” habían participado junto a Rusia y Ucrania en las negociaciones, no hicieron nada para que se respetara el compromiso logrado. Es más, en septiembre de 2022 Angela Merkel, canciller de Alemania durante las negociaciones, reconoció que su único fin había sido que Ucrania ganara tiempo y se preparase militarmente para un conflicto mayor. También el expresidente francés François Hollande confirmó estas circunstancias. En realidad ni los ucranianos ni sus “garantes” tenían intención de cumplir lo acordado, se trataba de ganar tiempo para evitar que Rusia interviniera antes de que Ucrania estuviera lista para una gran guerra.
Las negociaciones habían sido una farsa y los protocolos un fraude.
Así pues la guerra civil continuó en el Dombás durante ocho años, en los que quien más sufrió fue la población de estas provincias. Mientras tanto el plan franco-germano-ucraniano seguía adelante y las fuerzas armadas ucranianas eran fortalecidas con una masiva ayuda militar y económica procedente de los EE.UU. y de la Unión Europea. Paralelamente Rusia iba incrementando su auxilio a las milicias del Dombás. La candidatura de Ucrania a convertirse en país miembro de la Alianza Atlántica, que Rusia rechaza de plano por considerarla como una amenaza directa, iba ganando cada vez más terreno. Con la llegada de Volodimir Zelenski al poder en Ucrania en 2019 y el acercamiento entre la OTAN y este país alcanzó su punto culminante.
En febrero de 2022 Ucrania parecía estar ya muy cerca de convertirse en miembro de la Alianza en breve plazo. Las advertencias y amenazas de Rusia en contra de este paso no fueron tenidas en cuenta. Evidentemente los ucranianos se sentían ya lo bastante fuertes y creían contar con respaldo exterior suficiente para hacer frente a Rusia en un gran conflicto bélico.
Lo que sigue es nuestro triste presente: una carnicería que dura ya más de tres años
Lo que sigue es nuestro triste presente: una carnicería que dura ya más de tres años, en la que Ucrania se ha arruinado y desangrado y en la que Rusia, pese a sus esfuerzos, no logra alcanzar sus objetivos mínimos, como son un radical cambio de régimen en Kiev, la conquista de todo el territorio de las provincias de Lugansk, Donetsk y Jarkov y la reconquista de la zona rusa de Kursk, ocupada por los ucranianos.
Lo que aquí nos interesa dilucidar es si, en vista de estos acontecimientos, es verosímil el argumento que la Comisión Europea, los gobiernos europeos y con ellos toda una legión de “expertos” y “comunicadores” esgrimen para justificar el precipitado rearme y la retórica bélica con la que nos bombardean: que un ataque militar de Rusia a la Unión Europea es prácticamente seguro e inminente, hasta el punto de que algunos anuncian que el próximo será “el último verano” de paz.
Si consideramos los hechos expuestos podremos apreciar que las reacciones rusas en este conflicto han sido lentas y limitadas.
La revuelta del “Euromaidán”, cuyo objetivo era alejar a Ucrania de la órbita rusa y convertirla en miembro de la Unión Europea y de la OTAN, difícilmente pudo sorprender al Kremlin, ya que la rivalidad entre Rusia y la Alianza Atlántica por esta región se había iniciado inmediatamente después de la desintegración de la Unión Soviética y de la declaración de independencia de Ucrania en 1991.
Sin embargo, las reacciones de Moscú fueron puramente formales, se limitaron a advertencias y, como máximo, a maniobras militares y sobre todo a movimientos diplomáticos como el que debía convertir a Ucrania en miembro de la Unión Aduanera Euroasiática, formada por Rusia, Bielorrusia y Kazajistán. Este proyecto fue rechazado de plano por la Unión Europea.Tal rechazo llevó a la suspensión de la firma del previsto acuerdo de asociación entre Ucrania y la Unión Europea, lo cual, a su vez, fue uno de los desencadenantes del golpe de estado en Kiev en 2014.
La primera reacción contundente de Rusia fue la ocupación y anexión de Crimea, territorio formalmente ucraniano pero histórica y culturalmente ruso, en 2014, fundamentalmente para evitar que la gran base naval rusa de Sebastopol pudiera caer en manos de la OTAN. En la guerra civil del Dombás Rusia sostuvo a las milicias que combatían al régimen de Kiev, pero sin intervenir directamente y sin proporcionar a sus aliados un apoyo verdaderamente masivo e incondicional.
la reunificación de Alemania en 1991 había sido posible gracias a la promesa hecha a Gorbachov de que la OTAN no se expandiría hacia el este, promesa rota tan pronto como fue hecha.
En las negociaciones de Minsk la parte rusa se dejó engañar, tal vez creyendo poder revertir la situación a su favor, tal vez por un exceso de credulidad. Pero este último extremo resulta más bien inverosímil si se tiene en cuenta la experiencia histórica inmediatamente anterior: la reunificación de Alemania en 1991 había sido posible gracias a la promesa hecha a Gorbachov de que la OTAN no se expandiría hacia el este, promesa rota tan pronto como fue hecha. ¿No había enseñado esta experiencia a los rusos a ser más cautelosos y desconfiados? Sea como fuere, los protocolos de Minsk se firmaron en 2015 y la guerra en el Dombás siguió adelante sin que Moscú hiciera mucho más que mostrar los dientes, pero sin morder, durante siete años.
In extremis, cuando en 2022 a Ucrania le faltaba muy poco para convertirse en miembro de la OTAN, Vladímir Putin ordenó el inicio de la “operación militar especial”, como su gobierno eufemísticamente llama a la guerra contra Ucrania. Esta demora sólo sirvió para fortalecer a Ucrania y para hacer más difícil el avance ruso.
Teniendo en cuenta que Rusia es una potencia con un inmenso arsenal atómico, su reticencia a entrar en guerra contrasta con la belicosidad de otros países, como los EE.UU., cuyas fuerzas armadas están casi ininterrumpidamente involucradas en conflictos bélicos en algún lugar de la Tierra, siempre a enorme distancia de sus fronteras. Ciertamente Ucrania ha contado con el apoyo masivo de la OTAN; también es verdad que Rusia no ha lanzado contra su enemigo todo su potencial bélico, sino sólo una parte; y desde luego no cabe duda de que Ucrania ha perdido la partida.
Aún así, el esfuerzo bélico ruso ha sido de grandes dimensiones. Los resultados obtenidos, en cambio, son bastante modestos. Rusia no ha logrado hasta hoy sus dos objetivos mínimos: conquistar la totalidad de las provincias de Jarkov, Donetsk y Lugansk y provocar un cambio de régimen en Kiev. Aún más lejos ha quedado el sueño de anexionarse toda la costa ucraniana del Mar Negro y su metrópoli Odesa, zona de población mayoritariamente rusa.
Considerando todos estos hechos resulta verdaderamente difícil aceptar la tesis de que Rusia pretenda atacar a la Unión Europea: ni las vacilaciones rusas ni su limitado poderío militar la avalan. Por otra parte, toda agresión militar persigue unos objetivos concretos. La guerra es una continuación de la política con otros medios, como observó Clausewitz y como sabe perfectamente Vladimir Putin.
¿Qué fin perseguiría Rusia en una guerra contra Europa? ¿Qué política tendría su continuidad en tal conflicto? ¿Cuáles serían los objetivos estratégicos rusos a largo plazo?
Hasta ahora nadie ha contestado seriamente a estas cuestiones. Es más, en la inmensa mayoría de los casos ni siquiera son planteadas, se da la alarma sin explicar el por qué del presunto peligro. Dicho llanamente, lo único que oímos es un repetitivo “que viene el coco”: en tales condiciones especular con un hipotético ataque ruso podría ser casi tan poco serio como profetizar una invasión de marcianitos que llegarían en platillos voladores.
Otro importante factor que se debe tener en cuenta son las consecuencias políticas internas que todo conflicto bélico tiene tarde o temprano y que suelen ser desestabilizadoras. Sólo una victoria brillante y un botín cuantioso, que no solamente cubra los dispendios causados por la guerra sino añada también un beneficio económico, evitan el desgaste del gobierno y la decepción en la sociedad. Las victorias a medias no ayudan.
Tras la Primera Guerra Mundial la victoria no le bastó a la Tercera República Francesa para superar la honda conmoción y la grave debilitación provocada por el conflicto y agravada por la crisis de 1929, lo cual desembocó en su derrota militar y en su total colapso político de 1940. A Winston Churchill, que durante la Segunda Guerra Mundial había personificado la voluntad británica de triunfo bélico, la victoria final no le sirvió de mucho: no pudo superar el desgaste de los años de conflicto, de modo que, apenas concluida la contienda, fue derrotado por los laboristas en las elecciones de julio de 1945.
En un régimen autoritario como el ruso las consecuencias del desgaste producido por una guerra pueden ser para los mandatarios muy peligrosas y dar lugar a revoluciones, populares o palaciegas, de efectos imprevisibles. ¿Puede el gobierno ruso correr el riesgo político de emprender una nueva aventura militar? ¿Cuán contundente tendría en este caso que ser la victoria en esta segunda contienda para compensar el descontento social y la erosión política que una guerra siempre provoca? No podemos olvidar que las guerras tienen un altísimo coste económico.
Rusia ha capeado muy bien el temporal del conflicto con Ucrania y aumentado su crecimiento en estos tres años. Sin embargo, una economía de guerra, por exitosa que sea, es siempre excepcional y provisoria, no puede dilatarse por tiempo indefinido. ¿Está Rusia desde el punto de vista económico en condiciones de hacer frente a una guerra contra toda la Europa occidental? Además ¿quién emprende una guerra sin contar con aliados, al menos en el ámbito diplomático y económico? ¿Son tan sólidos los apoyos exteriores con los que puede contar Rusia? ¿Estarían Irán, Sudáfrica, Bielorrusia, etc. y, por encima de todos los demás, China dispuestos a sostenerla hasta el final de la aventura?
El discurso belicista recurre a menudo al truco de echar las culpas de todo lo sucedido y por suceder a Vladimir Putin. El presidente ruso es presentado como un nuevo Hilter. Se trata de un recurso muy manido, del que se ha hecho uso y abuso hasta el cansancio: Saddam Husein, Al-Asad, Gaddafi, Kim Jong-un y otros muchos dictadores han cargado con el mismo sambenito. Putin es un criminal, no tiene consciencia, está loco, es imprevisible, su sed de poder no tiene límites, no conoce escrúpulos, es peligrosísimo, es un autócrata con poder absoluto, es un sádico, es un embustero patológico… La lista podría alargarse hasta el infinito.
Ahora bien, si consideramos objetivamente la actuación política de Putin desde su llegada al poder hace un cuarto de siglo llegaremos a conclusiones algo diferentes.
Vladimir Putin es, sin ninguna duda, un estadista autoritario, capaz de mostrar una gran dureza e incluso crueldad (recordemos la guerra en Chechenia). Puede mostrarse inescrupuloso en determinadas situaciones (p. ej. en su lucha contra rivales políticos internos), pero también sabe que una inescrupulosidad desmedida puede serle perjudicial, por lo que la modera y la aplica según las circunstancias.
Es capaz de combinar la astucia con la prudencia y no carece de autocontrol.
Seguramente es consciente de su propia y no siempre disimulada vanidad y lo bastante inteligente para emplearla con fines propagandísticos, estilizándose a sí mismo, presentándose como símbolo del estado, como puede serlo un monarca. Actúa lentamente, nunca se precipita, está muy lejos de ser impulsivo. A pesar de sus muy grandes ambiciones, hasta ahora siempre se ha mostrado consciente de sus límites y sabedor de hasta dónde podía llegar. Su política es fría, cerebral y profundamente racional. Es capaz de combinar la astucia con la prudencia y no carece de autocontrol. Se muestra dispuesto a dialogar, tal vez no por convicción moral, sino por sentido de la realidad y sin que el diálogo con él sea precisamente fácil.
En su política pueden advertirse tres principios rectores: el fortalecimieno de su poder y del de Rusia; un sentido de la “economía” que le hace evitar riesgos y esfuerzos innecesarios; y la búsqueda de equilibrios de intereses que garanticen la estabilidad.
Desde su debut político en la década de 1990 hasta hoy evidentemente ha madurado y evolucionado. Y algo que no debemos olvidar: tiene 72 años. Si en el pasado pudo tener veleidades expansionistas que debieron quedar frustradas por la debilidad de Rusia entonces, hoy, cuando el país ha recobrado parte de su poderío ¿será proclive a experimentos peligrosos? Un estadista de esa edad y con un cuarto de siglo de ejercicio del poder (sin las prisas de Trump, cuya presidencia acaba dentro de menos de cuatro años) ¿estará para aventuras militares? Las tensiones excesivas podrían precipitar el fin de su carrera, pues es seguro que en el Kremlin hay ya candidatos a sucederle, quienes sin duda no dejarían pasar una ocasión favorable para hacerse con el poder.
Hasta aquí nos hemos ocupado de Rusia, pero (es una perogrullada decirlo) para que haya una guerra hacen falta dos beligerantes. El adversario de Rusia evidentemente es la Unión Europea. De ella nos ocuperamos en la continuación de este artículo.
Seguramente Putin es consciente de su propia y no siempre disimulada vanidad y lo bastante inteligente para emplearla con fines propagandísticos, estilizándose a sí mismo, presentándose como símbolo del estado Compartir en X
1 Comentario. Dejar nuevo
Gracias por este artículo tan esclarecedor