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Iglesia, cristianos, cristiandad y reino de Dios

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La realidad es muy sencilla. Primero, Europa, y este país no es una excepción -otros sí lo son- han destruido la percepción y experiencia de Dios. El resultado es una sociedad que ya no es cristiana. Y en este hecho radica su dinámica de autodestrucción si no lo remediamos.

Péguy lo anticipó proféticamente: “Vivimos en un mundo moderno que ya no es solamente un mal mundo cristiano, sino un mundo incristiano, descristianizado… esto es lo que hace falta decir. Esto es lo que hay que ver. Si tanto solo fuera la otra historia, la vieja historia, si solamente fuera que los pecados han vuelto a rebasar los límites una vez más, no sería nada. Lo que más sería un mal cristianismo, una mala cristiandad, un mal siglo cristiano, un siglo cristiano malo…Pero la descristianización es que nuestras miserias ya no son cristianas, ya no son cristianas”. Esa es la realidad que el peregrino de Chartres nos describe y que nuestro tiempo culmina.

El gran error -¿quizás pecado?– es creer o actuar como si no importara que la sociedad hubiera dejado de ser cristiana. No me refiero para nada a ningún tipo de confesionalidad estatal, ni es un lamento del pluralismo de ideas. No, señalo otra cosa. Se trata de los marcos de referencia que enmarcan esta sociedad plural, que construyen la opinión pública y forjan la conciencia de los ciudadanos. Sus componentes, los que determinan la forma de pensar, juzgar i actuar, han abandonado, más incluso, rechazan abiertamente los presupuestos surgidos del cristianismo que tienen un valor universal. Para ello niegan también su cultura y tradición, las fuentes y elaboraciones surgidas del cristianismo; esto es, niegan la mayor parte de lo que configura la cultura europea.

La antropología que impera la psicología que se practica, la economía que se imparte, las filosofías hegemónicas, las costumbres que se han implantado, los códigos morales, la censura de las virtudes y el elogio de los vicios, la propia visión de algo tan decisivo como la sexualidad, la dificultad para el perdón, todo esto y más, han convertido a nuestra sociedad en descristianizada, en incristiana, en evolución hacia la estigmatización de lo cristiano. Es una dinámica tan acentuada que, en España nadie se atreve a hablar abiertamente en el espacio público como cristiano. Se ha de disimular la identidad o prescindir de la pertenencia.  Si ser cristiano fuera un dato de connotación positiva, las referencias, aun por simple provecho, se multiplicarían. Pero esto, me refiero al estigma, no debería dolernos en exceso. Esta dicho por Él: Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira digan contra vosotros todo mal por mi causa. Aquí las Bienaventuranzas para meditar. Lo que debe dolernos es nuestra propia deserción por temor tuneado con distintas formas y colores

La interpretación desde otra perspectiva

El presidente francés Emmanuel Macron, 48 horas (21 de agosto) antes de la reunión de G-7 en Biarritz, ofreció una larga rueda de prensa de más de dos horas. La introducción resultó, por si sola, una conferencia, que los periodistas, al menos buena parte de ellos, juzgaron más académica que política. La razón no es otra que la profundidad -radicalidad- del planteamiento, porque el análisis procuraba situarse en el “tiempo largo” de la historia, un término del historiador Fernand Braudel. Evitaba así la visión coyuntural, en ocasiones vuelo gallináceo, del discurso político habitual.

Una idea del discurso del presidente francés, de entre las muchas que merecen ser retenidas, es esta: el momento que vivimos desde el siglo XVlll quizás esté a punto de desaparecer. Y también esta constatación: hay una crisis de la democracia de su representatividad y su eficaciaA esta crisis se añade otra: la de las desigualdades. Y esta tiene a ver con la crisis de fondo: la del capitalismo contemporáneo.

No es cualquiera quien así habla, sino el presidente del estado cuna de la Ilustración y la Revolución Francesa.  El momentum histórico que configuraría el liberalismo, el nuevo materialismo cientificista y la modernidad. Es también para muchos el líder internacional de la democracia liberal, ahora que el canadiense Trudeau ya ha caído del pedestal de barro que algunos, empezando por él, fabricaron.

Lo que nos dice Macron es que una época, la liberal postmoderna puede estar terminando y su causa son dos grandes crisis aparejadas, la del capitalismo y la democracia liberal. El primero a causa de su nuevo impulso a la desigualdad. La segunda por su ineficacia percibida por los ciudadanos a la hora de resolver sus problemas. Y ese es para ella un gran peligro, porque des de su lejana implantación en Atenas, en unos términos bien distintos a los de la democracia representativa, lo que le ha validado popularmente ha sido su eficacia, en aquel caso por la victoria del Maratón contra los persas, que hicieron ver que el ejército ateniense, formado por ciudadanos y no por los súbditos de un rey, era muy superiores en términos militares. Y a la inversa, la democracia de la república de Weimar no pudo vencer a sus enemigos, porque no fue capaz de mejorar las condiciones de vida de la población. La democracia no es una premisa, sino una consecuencia.

Pero aquellas crisis no tienen porque resolverse rápidamente. El tiempo histórico es muy distinto al de nuestras vidas. Tampoco da pie a creer que, por el hecho de que se desmorone, lo que venga detrás será axiomáticamente mejor. Con los ingredientes actuales, más bien sería una peor versión de todo. También para los cristianos.

Nuestra época es heredera de la Ilustración y la Revolución francesa, de las revoluciones liberales a lo largo del siglo XIX, de la modernidad y de sus reacciones, el modernismo, que abocaron a Europa a dos guerras. De destrucción masiva la primera, y de exterminio la segunda. Vivimos bajo la difícil herencia de su vástago cultural, la postmodernidad, que apuntilló el último renacimiento europeo de los 30 años gloriosos y dificultó la construcción de la unidad.

A partir de la segunda mitad de la década de los años sesenta del siglo pasado, el Mayo 1968 como símbolo, eclosionó la postmodernidad desvinculada, la cultura de la desvinculación.

Se trató de llevar la subjetividad, y por ello el individualismo, a rebasar todos sus límites, destruyendo toda regulación del deseo más fuerte e impulsivo en ese animal humano que carece de las limitaciones de celo: el sexo. De ahí arrancó un hecho insólito en la vida de la humanidad. El sexo convertido en razón política.

Las revueltas occidentales sesentaochistas -las de la Europa dominada por la URSS- fueron toda otra cosa. Estuvieron dirigidas a desregular la moral que regía las relaciones sexuales en todas sus derivadas, incluida la familia. No es anecdótico que la revuelta en Nanterre arrancara con la protesta por las limitaciones al acceso de las estudiantes a los dormitorios de los chicos. No fue solo eso, claro, pero fue también eso, y terminó solo en eso.

Allí se gesta el inicio de la actual crisis. Nada de fe, creencia, ley, tradición, costumbre, compromiso, relación personal, puede oponerse a la satisfacción de la pulsión sexual -la que sea- porque en esta satisfacción radica la realización personal. Todo esto fue coreado como un canto de libertad.

En una fecha tan tardía como hoy mismo, y en un lugar tan singular como la Revista Catalana de Teología ( 44/1 2019) sacerdote, Antoni Babra escribía:

«La finalidad de las nuevas reivindicaciones originadas con la revolución sexual es conseguir la liberación sexual en la regulación de la fertilidad de la mujer, el aborto libre, el amor libre, la abolición del estereotipo de la familia tradicional, la libertad plena para una opción de genero según la orientación sexual que cada cual quiera escoger en el contexto de una nueva etapa de la historia, donde  el cambio cultural determina el fin de las discriminaciones  impuestas por la organización social patriarcal, marcada  por la supremacía del padre y por el control machista del poder social».

Es una síntesis excelente, que no solo permite definir con precisión la naturaleza de la gran ruptura que se operó, sino su calificación basada en la liberación de toda una serie de opresiones/regulaciones y, por consiguiente, el logro de la libertad. Todo eso surgió impulsado por fuerzas de izquierda, con serios reparos del marxismo más marxiano. Había nacido la principal bandera progresista del siglo XXI

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