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La cultura hegemónica. Perspectiva de género, wokismo y cancelación cristiana (1)

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Jean Meyer lo explica magistralmente en su extraordinaria obra Rusia y sus imperios (1894-2005). En la entrada de la Facultad de Medicina de Moscú, en 1950, podían leerse carteles que afirmaban: El cromosoma es una invención burguesa destinada a legitimar el capital. Esta frase ejemplifica con claridad lo que significaba para la cultura científica y técnica la hegemonía del marxismo-leninismo-estalinismo. Su principio fundamental era, en esencia, muy simple: la verdad no es el fruto de la búsqueda libre en el ámbito científico, sino aquello que se ajusta a las tesis del pensamiento hegemónico.

Este enfoque dista mucho del planteamiento aristotélico-tomista, quizás el más acorde con el ejercicio de la libertad intelectual, donde la verdad es concebida como “la adecuación de la mente a la realidad” (adaequatio rei et intellectus). En cambio, bajo este dogmatismo ideológico, la verdad queda sometida a preceptos previamente establecidos.

Claro está que algunas corrientes filosóficas han allanado el camino para esta deriva. Una teoría específica de la coherencia, por ejemplo, permite afirmar que un enunciado es verdadero si es consistente con un sistema de creencias o conocimientos previamente aceptados. Por su parte, el constructivismo plantea que la verdad puede entenderse como una construcción sociohistórica, influenciada por el lenguaje, la cultura y las instituciones.

Sin embargo, no me refiero tanto a la verdad en sus dimensiones religiosas, morales o filosóficas, sino a aquella que emana de la racionalidad científica. En esta esfera, son fundamentales criterios como la correspondencia empírica, la falsabilidad y el consenso de la comunidad científica. Incluso, desde una perspectiva pragmática, un enunciado puede considerarse verdadero si “funciona” en la práctica, si ofrece resultados tangibles y beneficiosos para la vida.

Y aquí radica el problema central: el cuerpo principal de la ideología dominante en la sociedad occidental resulta, en buena medida, incompatible con el pensamiento racional. No solo porque desestima las razones de orden científico, sino también porque, en última instancia, no funciona ni aporta resultados realmente beneficiosos para el conjunto de la sociedad.

La cultura hegemónica

Feminismo de género

Los fundamentos de la ideología hegemónica en Occidente descansan, en gran medida, sobre una serie de pilares que, aunque diversos en su origen, convergen en una matriz ideológica común. Uno de los elementos más destacados es el feminismo de género, una corriente que, al extenderse hacia las identidades sexuales LGTIQ+, encuentra su interpretación más radical en la concepción queer. Esta perspectiva no solo cuestiona los roles tradicionales de género, sino que también deconstruye las categorías biológicas mismas, proponiendo una visión fluida y subjetiva de la identidad.

Laicismo

Sin embargo, esta no es la única pieza del rompecabezas. Otro componente clave es el ateísmo camuflado bajo el término laicismo, que, lejos de promover una neutralidad imparcial del Estado frente a las creencias religiosas, ha derivado en una exclusión sistemática del cristianismo del espacio público y cultural. Esta exclusión no es meramente simbólica, sino que se manifiesta en políticas concretas que desdibujan o incluso niegan las raíces cristianas de la civilización occidental.

Autodeterminación plena y sin límites del individuo

A esto se suma un tercer pilar fundamental: la autodeterminación plena y sin límites del individuo, que se erige como principio supremo, incluso por encima de los determinantes biológicos. Esta idea ha desembocado en lo que he calificado como una Sociedad Desvinculada, un orden social en el que los vínculos naturales, comunitarios y tradicionales son reemplazados por una autonomía radical que desliga al individuo de cualquier referencia externa que pueda limitar su voluntad.

Concepción woke

No obstante, hay otro componente relevante que merece una mención aparte: la concepción woke. Este fenómeno, que se autodefine como una visión progresista, está asociado a movimientos como el feminismo interseccional, los derechos LGBTQ+, la lucha contra el cambio climático y otros movimientos de reivindicación social. Sin embargo, el wokismo no es solo un conjunto de causas; es también un marco interpretativo que introduce dos vectores característicos:

  1. El revisionismo histórico: Una lectura «justicialista» de la historia que juzga el pasado con criterios morales contemporáneos, reinterpretando episodios históricos para adaptarlos a las sensibilidades actuales. En España, este fenómeno se manifiesta claramente en legislaciones como la «Ley de Memoria Democrática» y la anterior «Ley de Memoria Histórica», donde la historia se convierte en un instrumento político más que en un objeto de análisis objetivo.
  2. La cultura de la cancelación: Una tendencia a silenciar, marginar o excluir a quienes se desvían de los dogmas ideológicos predominantes, bajo la premisa de que ciertas opiniones o comportamientos son inaceptables dentro del marco woke.

Por supuesto, esta caracterización no agota todos los perfiles que definen la ideología hegemónica en Occidente, pero sí aborda aquellos que resultan más influyentes y operativos, ya que son los que inspiran y sostienen la mayoría de las políticas públicas actuales.

El marco de referencia de la cultura hegemónica. A la luz de lo expuesto, el marco ideológico dominante en Occidente puede sintetizarse en los siguientes pilares:

  1. La autodeterminación plena y sin límites del individuo, incluso por encima de los determinantes biológicos y naturales.
  2. El feminismo de género, extendido a las identidades sexuales LGBTIQ+ y su interpretación radical desde la teoría queer.
  3. La ideología woke, con su revisión justicialista de la historia y su tendencia a la cultura de la cancelación.
  4. El laicismo excluyente, que tiende a cancelar la dimensión religiosa y cultural

La autodeterminación sin límites: la sociedad desvinculada

La autonomía del individuo es uno de los principios cardinales de la Ilustración, especialmente representado en el pensamiento de Immanuel Kant, quien defendía que la verdadera libertad radica en la capacidad del individuo para actuar conforme a una ley moral autoimpuesta. Esta concepción fue luego ampliada por el liberalismo clásico, con autores como John Locke y John Stuart Mill, quienes sostuvieron que los derechos individuales y la soberanía del individuo sobre su cuerpo y mente son principios inviolables, siempre que no se perjudiquen los derechos de los demás.

Sin embargo, la ideología hegemónica actual ha distorsionado estos principios ilustrados y liberales, transformando la autonomía del individuo en una autodeterminación sin límites, desvinculada de cualquier marco ético, natural o comunitario. La libertad entendida como responsabilidad compartida ha dado paso a una concepción que ignora los límites naturales y sociales, desembocando en una sociedad que he denominado “Sociedad Desvinculada”.

Desde 2014, fecha de la publicación de La Sociedad Desvinculada, he tratado de explicar esta interpretación como una de las que mejor permiten comprender la dinámica social de Occidente y la metodología más adecuada para determinar su evolución futura. En dicha obra se exponen conceptos básicos: una teoría del vínculo como base de todo tejido social, las grandes rupturas históricas y su naturaleza, las crisis acumuladas y sin solución de continuidad, lo que posteriormente se ha definido como policrisis. Aquí no es necesario extenderme demasiado en estos puntos, pero sí quiero destacar uno fundamental: el problema de la autodeterminación del ser humano como paradigma de nuestra sociedad actual.

Aristóteles ya defendía que la búsqueda de la felicidad individual debía estar vinculada al bienestar de la comunidad. Los vínculos sociales, familiares y comunitarios no son obstáculos para la libertad, sino condiciones necesarias para su ejercicio efectivo. Esta visión ha permanecido viva a lo largo de la historia del pensamiento occidental, con aportaciones sucesivas desde Santo Tomás de Aquino hasta autores contemporáneos como Alasdair MacIntyre, Jacques Maritain, Emmanuel Mounier, y los comunitaristas contemporáneos como Amitai Etzioni y Michael Sandel.

Pero esta no es una verdad exclusiva de la tradición occidental. Se trata de una realidad universal, compartida por diversas civilizaciones y culturas tanto históricas como actuales. La sociología y la economía ofrecen abundantes pruebas empíricas de que el desarrollo personal alcanza su máxima expresión en el marco de vínculos sólidos con la comunidad. Incluso contamos con un concepto técnico que nos permite estudiar este fenómeno: el capital social, íntimamente relacionado con la formación del capital humano.

Por ello, la autodeterminación ilimitada, tal como la entiende el progresismo actual y gran parte del liberalismo político, constituye un objetivo equivocado. A pesar de su carácter disfuncional, sigue imperando como reivindicación social y base legislativa, especialmente visible en leyes recientes relacionadas con las personas transexuales.

La autodeterminación desvinculada no conduce a la emancipación real del individuo, sino que lo deja cada vez más solo y aislado. Este aislamiento social es una bomba de relojería en una sociedad que envejece aceleradamente y que, al perder sus lazos comunitarios, depende en exceso del Estado moderno. Paradójicamente, el resultado no es la libertad prometida por el liberalismo político, sino un Estado cada vez más intervencionista, que regula esferas que antes pertenecían a la comunidad, la familia y los vínculos naturales.

De este modo, la autodeterminación ilimitada se convierte en una herramienta funcional para dos fuerzas aparentemente opuestas, pero en realidad complementarias:

  1. El Estado intervencionista, que se erige como garante y gestor de una libertad individual mal entendida, reforzando su control sobre la vida privada.
  2. El mercado, que capitaliza la obsesión por la autoexpresión individual, convirtiendo la identidad personal en un bien de consumo, sujeto a modas y tendencias efímeras.

La autodeterminación sin vínculos no solo destruye los lazos presentes, sino que rompe con la tradición y la historia, fuentes esenciales de identidad y cohesión social. Una sociedad desvinculada pierde su capacidad de reconocerse en su propia historia y, por tanto, de proyectarse hacia el futuro con un propósito compartido.

Las sociedades no solo existen en el presente; son puentes entre el pasado y el futuro. Sin un sentido de continuidad histórica y sin una narrativa compartida que dé sentido al sacrificio y al esfuerzo colectivo, las sociedades pierden su identidad colectiva y su capacidad de proyectar un proyecto común a largo plazo.

El ser humano, por naturaleza, necesita vínculos y reconocimiento mutuo para desarrollarse emocional y espiritualmente. La comunidad proporciona significado y propósito, mucho más allá de la satisfacción inmediata de los deseos individuales. La estabilidad social, por su parte, requiere límites consensuados que prevengan el caos y la arbitrariedad.

Se ha querido presentar estos valores como opuestos a la autodeterminación responsable, cuando en realidad esta solo puede ejercerse en un marco de libertad, derechos civiles y libertad de conciencia. Es importante recordar que estos conceptos surgieron y se desarrollaron precisamente en la cultura occidental.

La verdadera respuesta a este desafío radica en la construcción de una autonomía responsable, donde la libertad individual no destruya los lazos comunitarios ni ignore las consecuencias sociales de las elecciones personales. Esta autonomía requiere normas educativas y culturales que fomenten la reciprocidad: la autodeterminación solo es posible en el contexto de relaciones donde el individuo es reconocido por los demás.

El documental “La Teoría Sueca del Amor” (2015), dirigido por Erik Gandini, es un claro ejemplo de los resultados desastrosos de una sociedad que ha llevado la autodeterminación individual a su extremo, en el marco de un estado socialdemócrata de bienestar.

El corolario final es el siguiente: el ejercicio de la libertad individual debe orientarse hacia el fortalecimiento del bien común. Solo así será posible crear las condiciones necesarias para que cada persona y cada familia puedan alcanzar su máximo potencial humano, en armonía con la comunidad y con un sentido de misión compartida.

La perspectiva de género: un vector central de la cultura hegemónica

La perspectiva de género, íntimamente articulada con el feminismo contemporáneo, es sin duda uno de los vectores más poderosos de la cultura hegemónica actual. No solo ha logrado impregnar el tejido social y cultural, sino que se ha traducido, con notable rapidez, en políticas públicas concretas y, en algunos países —como es el caso de España—, en una ideología de Estado que condiciona la acción legislativa, educativa y comunicativa.

Este enfoque ha dado lugar a una serie de rupturas antropológicas de gran calado, cuyas consecuencias son perceptibles en todos los niveles de la sociedad. Ha transformado el lenguaje, reconfigurado las políticas públicas y modificado las instituciones sociales más fundamentales, como la familia y la educación.

El impacto antropológico: un daño irreparable

La perspectiva de género ha alterado profundamente el sentido del ser hombre, afectando a todas sus etapas vitales: desde la infancia hasta la adolescencia y la vejez. Se ha criminalizado la masculinidad como un problema en sí mismo, asociándola automáticamente con la opresión y la violencia. Al mismo tiempo, la maternidad y el matrimonio han sido convertidos en instituciones sospechosas, cuando no abiertamente en males a erradicar.

El amor romántico ha sido excomulgado de la narrativa cultural, reducido a un simple mecanismo de opresión. Paralelamente, la práctica del aborto masivo ha roto el sentido intocable y sagrado de la vida humana, generando una paradoja ética en la que la defensa de los derechos humanos convive con la banalización de su forma más elemental: el derecho a la vida.

En su dimensión ideológica, la perspectiva de género ha degenerado en una versión intelectual empobrecida de la lucha de clases. En este nuevo esquema, la mujer ocupa el papel del proletariado, mientras que el patriarcado, una estructura invisible pero reconocida legalmente, se convierte en el equivalente de la burguesía opresora. Este marco ha destruido, de forma sistemática, las relaciones entre hombres y mujeres, al reducirlas a una dinámica de enfrentamiento y desconfianza.

Es importante señalar que este diagnóstico no ignora las injusticias históricas que han existido y siguen existiendo. Producciones como la serie Mad Men reflejan con acierto estas realidades. Sin embargo, la forma en que estas injusticias han sido abordadas ha resultado ser peor que el problema original, de una manera análoga a como las atrocidades del régimen zarista nunca justificaron las barbaries perpetradas por Lenin y Stalin. Como principio universal: un mal nunca justifica un mal mayor.

Patriarcado

El concepto de patriarcado se caracteriza por afirmar la existencia de una estructura social formada por los hombre que tiene como finalidad la supremacía del rol masculino en posiciones de poder, el control de los cuerpos femeninos, especialmente en lo que respecta a la sexualidad y el aborto. La  asignación de roles de género, con los hombres dominando el espacio público y las mujeres relegadas al ámbito doméstico y por si fuera poco una violencia estructural, visible en la violencia de violencia sexual de género, de acoso. Todo esto configura el sistema patriarcal que sigue presente en España y Europa.

Es evidente que todo esto no recite el más mínimo contraste con la realidad y se basa en la construcción de un imaginario a partir de extraer de la realidad algunos aspectos y omitir los mas importantes.

Por ejemplo, la violencia de genero en su caso más extremo, los homicidios, cada muerte es motivo de concentraciones y atenta dedicación mediatica, como en ningún otro tipo de homicidios. Se presenta como una grave amenaza contra la mujer “Nos queremos vivas” gritan, como si sobre cada una de ellas existiera el riego de una amenaza mortal. La realidad es que este tipo de homicidio, del orden de unos cincuenta al año representa una prevalencia sobre el total de mujeres de España, más de 24 millones, de 0,21 muertes por cada 100,000; es decir menos de una mujer muerta por cada millón. Es evidente que cada muerte en el ámbito individual es una tragedia, pero no estamos tratando de eso sino de su signficacion social y politica y algo que ocurre a menos de una persona por cada millón es un fenómeno marginal, y todo lo que se diga de más es una manipulación brutal de las mentes.

Al mismo tiempo se ignora un fenómeno, este si muy grave, y creciente. La violencia sexual contra menores, especialmente chicas.

Constituyen una parte considerable del total de la violencia sexual, entre el 43 % y el 49 %, Este dato adquiere mayor gravedad cuando se considera que los menores de 17 años, representan menos del 18 % de la población, y su número disminuye año tras año. En concreto, los menores constituyen solo el 17,69 % de la población, pero representan casi la mitad de las víctimas de delitos sexuales. Esto significa que la probabilidad de que un menor sea víctima de una agresión sexual es 4,5 veces mayor que en el caso de la población adulta, siendo la mayoría de las víctimas de sexo femenino.

Estos datos revelan una prevalencia alarmante: por cada 1.000 menores, de entre 14 y 17 años, 2,38 son víctimas de agresiones sexuales. Esto equivale a que uno de cada 400 menores, en este rango de edad, sufre una agresión sexual. Comparemos: menos de una cada millón de mujeres en el feminicidio de pareja y para utilizar el mismo calibrado, 2.380 también por cada millón de menores agredidas sexualmente: 1 a 2.380. En un caso atención y prioridad máxima; en el otro ocultación.

Bien, pues eso es también la perspectiva de género, la manipulación de la realidad mediante el dominio del foco mediático y político.

La teoría feminista contemporánea ha evolucionado hacia una serie de contradicciones internas. Corrientes como el feminismo queer y el feminismo trans han entrado en conflicto abierto con enfoques más tradicionales, llegando incluso a cuestionar la categoría misma de “mujer”.

A esto se suma el carácter autoritario que ha adquirido la perspectiva de género en su versión hegemónica, donde el debate es limitado, las voces disidentes son silenciadas y la narrativa predominante presenta a los hombres como opresores por naturaleza.

La ruptura con la condición humana que ha ocasionado la perspectiva de género constituye un daño histórico para Occidente que, de no remediarse, pagaremos muy caro. La realidad biológica del ser humano como hombre o mujer ha sido sustituida por una perspectiva fluida, que fragmenta las bases antropológicas de la sociedad.

Este fenómeno ha tenido un impacto directo en instituciones clave como la familia y la educación. En un giro insólito, lo excepcional ha sido elevado a la categoría de norma general. La excepción —en su acepción gramatical como algo extraño, infrecuente o inusual— ha sido impuesta como referencia normativa.

En lugar de un paradigma basado en el hombre y la mujer, el modelo educativo y legal ha privilegiado figuras como el homosexual, el bisexual, el travesti y el transexual, creando una mezcolanza de realidades cuyo único fin parece ser la perpetuación de lo excepcional sobre lo común.

Una sociedad que regula la normalidad desde la excepción ha perdido su brújula moral y su capacidad de cohesión.

Esta perspectiva ha desembocado en una serie de políticas públicas perversas. Un ejemplo claro son las cuotas de género, que, lejos de buscar la excelencia o el bien común, generan situaciones absurdas e ineficaces; por ejemplo, el 40% de policías mujeres, sin considerar las demandas operativas y prácticas del cuerpo policial.

Al mismo tiempo, las leyes que favorecen a colectivos específicos, como las personas homosexuales y trans, han ignorado a otros grupos vulnerables, como los ancianos, los pobres, los inmigrantes o los gitanos, creando nuevas formas de desigualdad y privilegios institucionalizados.

La perspectiva de género ha contribuido a una sexualización temprana de los jóvenes y ha debilitado la formación en virtudes esenciales, como la templanza y el respeto. Al priorizar el empoderamiento individual sobre la construcción de relaciones responsables, se ha dificultado una educación en valores compartidos.

Paradójicamente, el feminismo contemporáneo, tan combativo contra la explotación de la mujer, ha sido incapaz de enfrentarse a la pornografía, la promiscuidad y la cultura del deseo exacerbado, cuyo superlativo es la prostitución, la mayor violencia institucionalizada contra la mujer

Las políticas de igualdad han tendido a imponer soluciones uniformes, como las cuotas de género, sin abordar los problemas estructurales de fondo, como la conciliación laboral y familiar.

Todas estas políticas son un fracaso absoluto y uno de sus mayores exponentes es la violencia sexual contra la mujer, el irrefrenable deseo lujurioso exacerbado por la cultura hegemónica, incluido el empoderamiento sexual femenino. Mientras gobierna la coalición progresista y feminista, los delitos de este tipo han crecido un 10,5% anual, duplicándose en siete años

La perspectiva de género, lejos de resolver los problemas que denuncia, ha creado nuevas injusticias y tensiones sociales. Ha fragmentado la sociedad, debilitado los lazos comunitarios y generado un clima de desconfianza y confrontación.

Si no se corrigen estas dinámicas, el precio social, cultural y económico que Occidente está pagando es extraordinariamente elevado. La verdadera solución pasa por recuperar una perspectiva que, sin negar las injusticias históricas, aborde las problemáticas actuales con equilibrio, realismo y un sentido claro del bien común.

Continuará

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1 Comentario. Dejar nuevo

  • Un artículo de deliciosa lectura pero que me ha despertado la curiosidad en uno de sus puntos. Cuando trata «La autodeterminación sin límites: la sociedad desvinculada», no aborda como esta nueva cultura hegemónica destruye nuestras tradiciones, nuestro folclore, todo aquello que nos identifica como pueblo para machacar nuestra identidad nacional o regional, allanando de esta forma la entrada masiva de culturas inmigrantes que vienen a sustituir la nuestra. ¿No cree que la perdida de nuestras costumbres aporta y mucho en la creación de una sociedad desvinculada?

    Gracias por este gran artículo.

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