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La cultura hegemónica. Perspectiva de género, wokismo y cancelación cristiana (4)

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El laicismo de la cancelación cristiana religiosa y cultural y su deriva atea

La progresía de género y el liberalismo cosmopolita de la globalización no solo coinciden en su impulso a la ideología de género en todas sus dimensiones ni participan de manera estratégica en las campañas woke que les resultan convenientes. También convergen, por razones tanto ideológicas como económicas, en algo más trascendental: la cancelación cristiana, un fenómeno que trasciende el ámbito religioso para afectar profundamente al espacio cultural y, a través de él, erosionar las identidades colectivas, incluidas las nacionales.

Esta cancelación cristiana no se limita a un debate intelectual, sino que se manifiesta de manera práctica al intentar eliminar cualquier presencia de Dios en el espacio y en la vida pública, dando lugar a un ateísmo disfrazado de laicidad o neutralidad religiosa, dominante en países como España.

Un liberal moderado, Alain Touraine, escribió en el siglo pasado lo siguiente:

“Es imposible llamar moderna a una sociedad que busca, ante todo, organizarse y actuar de acuerdo con una revelación divina; es la difusión de productos de la actividad racional, científica, tecnológica, administrativa… La modernidad excluye cualquier finalismo… La idea de modernidad sustituye el centro de la sociedad a Dios por la ciencia, dejando en el mejor de los casos las creencias religiosas en el seno de la vida privada” (Crítica de la Modernidad, Madrid, 1993, p. 23-24).

Des de esta perspectiva liberal de un moderado y en el mejor de los casos, Dios debe quedar recluido en las cuatro paredes de los hogares. Este enunciado es, claramente, supremacista, pues declara la inferioridad del ciudadano religioso—cristiano— en la medida en que, fiel a sus convicciones, razone de acuerdo con las categorías en las que cree.

Se trata, en última instancia, de un proceso de despersonalización: ser un ciudadano pleno implica aceptar una esfera pública desprovista de religiosidad, donde la fe es vista como algo inferior e incompatible con la modernidad. Esta es, sin duda, la visión liberal, que converge, aunque desde un enfoque distinto, con la progresía de género, de matriz inicialmente marxista.

Este fenómeno alcanza niveles irracionales. Un ejemplo paradigmático tuvo lugar en 2013, cuando la Unión Europea rechazó que las monedas de euro de Andorra llevaran como distintivo la imagen del imponente Pantocrátor, una joya del arte románico que forma parte esencial de la identidad cultural del pequeño estado pirenaico. El motivo aducido fue que dicha imagen era contraria a la neutralidad religiosa, como si semejante obra no constituyera parte del patrimonio esencial de la cultura europea.

La lógica interna del laicismo excluyente conlleva una censura cultural de la propia identidad, algo que se hizo especialmente evidente durante el debate sobre lo que debía ser la Constitución Europea. Fue imposible introducir en su preámbulo una referencia que reconociera la tradición cristiana como un pilar fundamental en la formación de la cultura europea. Ni siquiera se aceptó una solución de consenso, como la adoptada en la Constitución polaca, que había logrado poner de acuerdo a comunistas y católicos.

Las consecuencias de esta exclusión cultural son profundas y afectan directamente al conocimiento de las humanidades, la historia, las artes, la literatura y la filosofía. En definitiva, afectan al saber mismo y a su transmisión.

Esta cancelación religiosa y el ateísmo militante que la acompaña no han conducido a una sociedad más libre ni más neutral, sino que han dado lugar a la emergencia de una nueva forma de sacralidad secular. Cuando una ideología secular toma el control de una cultura y alcanza la hegemonía, se sacraliza a sí misma, funcionando como un sistema de dogmas inamovibles. Esto no solo no elimina el antagonismo social, sino que lo intensifica, pues los dogmas de estas nuevas religiones—el feminismo de género, la ideología trans y LGBTIQ+ y el punitivismo woke—son absolutistas, dogmáticos, excluyentes y carecen de cualquier espacio para la escucha, el perdón o la reconciliación.

Al igual que en los regímenes totalitarios del siglo XX, en estas nuevas ideologías solo existe el castigo y la condena irrevocable, sin posibilidad de redención para quienes caen en desgracia.

El historiador inglés Christopher Dawson, con una autoridad de sus amplios y profundos conocimientos históricos, advirtió lo siguiente:

“Toda gran cultura en la historia de la humanidad ha dependido de un orden moral común y un ideal religioso compartido. Cuando este desaparece, surgen las rupturas en cadena, la policrisis, porque sin aquella tradición, no hay un orden moral que nos una”.

Este orden moral y religioso compartido no es un simple vestigio del pasado, sino un fundamento indispensable para la cohesión social. Sin él, cualquier sociedad está condenada a la fragmentación perpetua.

La paradoja del secularismo moderno

La cancelación religiosa y el ateísmo militante no solo son contrarios al fundamento histórico de Europa, sino también al principio básico de la democracia pluralista. La sociedad es, por naturaleza, religiosamente plural, y no homogéneamente laica. A pesar de todos los esfuerzos por erradicarlo, el cristianismo sigue siendo el elemento transversal en muchas sociedades occidentales, no solo como fe, sino como cultura moral derivada de esa fe.

Ninguna nación es verdaderamente laica, aunque este mito ha sido un pilar del pensamiento liberal durante el último siglo. Incluso sectores conservadores han c aceptado este discurso. El argumento secularista sostiene que el gobierno debe ser neutral ante las concepciones de la buena vida. Se nos enseña que esta neutralidad es la única manera de mantener unida una sociedad pluralista y respetar las elecciones personales.

El problema radica en que, en la práctica, todas las sociedades están organizadas en torno a una visión moral común. También lo están las que se dicen progresistas y laicistas. Sin embargo, su moral es fragmentada, contradictoria y, como resultado, nos condena a vivir en un estado permanente de crisis.

El cristianismo, con todas sus imperfecciones, ofrecía un horizonte de significado, un marco para el perdón y la redención, y un espacio para la reconciliación social. Las nuevas ideologías no ofrecen más que punitivismo, antagonismo y fragmentación.

El problema no es simplemente religioso ni político: es civilizatorio.

Aristóteles tenía razón hace dos milenios y medio. También la tienen Christopher Dawson, Alasdair MacIntyre e incluso un liberal perfeccionista como Joseph Raz. «El fin y el propósito de una polis —una ciudad, una sociedad— es el logro de la vida buena«. Y continúaba: «Las instituciones de la vida social son medios para este fin«. Más adelante añade: «Cualquier polis que se llame verdaderamente así, y que no sea meramente una de nombre, debe dedicarse a fomentar el bien«. No es tan complicado aplicarlo cuando se reflexiona con serenidad.

La sociedad se construye sobre la base de lazos de lealtad mutua, afecto y amor compartido, y estos vínculos solo pueden sustentarse en una visión moral común. La sociedad no es simplemente una estructura funcional o un contrato pragmático; es una aventura de significado compartido. Ese denominador moral común, que ha vertebrado durante siglos a las sociedades occidentales, es el cristianismo, con su cultura y su concepción moral. Esto adquiere una dimensión especialmente singular en el caso de España y Cataluña, donde el legado histórico del cristianismo sigue siendo un pilar cultural y espiritual que, a pesar de los embates ideológicos contemporáneos, aún perdura.

El escritor francés Charles Péguy anticipó con una lucidez profética las raíces de nuestra crisis cultural y espiritual cuando afirmó:

“Vivimos en un mundo moderno que ya no es solamente un mal mundo cristiano, sino un mundo incristiano, descristianizado… esto es lo que hace falta decir. Esto es lo que hay que ver. Si tan solo fuera la otra historia, la vieja historia, si solamente fuera que los pecados han vuelto a rebasar los límites una vez más, no sería nada. Lo que más sería un mal cristianismo, una mala cristiandad, un mal siglo cristiano, un siglo cristiano malo… Pero la descristianización es que nuestras miserias ya no son cristianas, ya no son cristianas”.

Esa es la realidad que el peregrino de Chartres describió y que nuestro tiempo parece estar llevando a su culminación definitiva.

Tal vez por la evidencia de esta crisis, el Jürgen Habermas maduro, en el año 2001, sorprendió al mundo al comenzar a hablar de las sociedades postseculares. Habermas defendía que la religión tiene derecho a hacerse escuchar y que la democracia tiene la obligación de escucharla en beneficio de la política y de la sociedad en su conjunto.

Su tesis es innovadora porque reconoce la gran aportación que la religión puede ofrecer a la sociedad moderna. Además, Habermas criticaba con firmeza que se tratara la religión como un asunto meramente privado, negándole voz en la esfera pública, pues esta actitud atenta contra el principio de igualdad.

Hay en las tesis de Habermas dos aciertos esenciales:
  1. El reconocimiento del valor social de la religión: Las sociedades contemporáneas carecen de muchos de los valores defendidos y preservados por la religión. La historia de la razón humana es, en gran medida, la historia de una razón configurada por la religión y por los valores humanistas que esta ha defendido a lo largo de los siglos.
  2. El derecho de los creyentes a participar en el espacio público: Este derecho está al mismo nivel que el de quienes no creen. El espacio público, por definición, es de todos, y excluir las convicciones religiosas equivale a tratar a las personas de forma desigual.

Sin embargo, el reconocimiento formal de esta igualdad no es suficiente. El espacio público debe ser compartido, y esto exige una buena voluntad mutua. Los creyentes deben aceptar el pluralismo religioso y la laicidad del Estado, entendida no como un ateísmo impuesto, sino como un aconfesionalismo que reconoce y valora las confesiones religiosas existentes, con un respeto especial a aquella que ha tenido una hegemonía histórica y cultural incuestionable: el cristianismo.

Una laicidad verdadera no puede confundirse con el ateísmo, pues esto implica la exclusión activa de Dios del ámbito público, algo que resulta contrario a la esencia misma de la pluralidad democrática.

Por su parte, los no creyentes no deben considerar las convicciones religiosas como irracionales o absurdas, y deben admitir que el punto de vista laicista no es neutral.

La sociedad postsecular solo puede prosperar mediante un diálogo honesto y fructífero entre quienes piensan de manera diferente, reconociendo que todos tienen el mismo derecho a hacerse oír y a manifestarse en la esfera pública.

La tesis de que un gobierno recto es aquel que vela no solo por la mayoría, sino por la totalidad de los ciudadanos, ya fue considerada por Aristóteles. Y es desde este ideal de gobierno justo que se debe garantizar que el espacio público sea un lugar de diálogo auténtico, donde las creencias religiosas tengan derecho a manifestarse sin ser relegadas al ámbito privado.

La cancelación religiosa y el ateísmo militante que conlleva carecen de cualquier lógica racional. La pretensión de erradicar la presencia de Dios del espacio público, de borrar las huellas del cristianismo en nuestra cultura y de imponer un laicismo excluyente, no solo es una estrategia fallida, sino que también atenta contra la diversidad inherente a una sociedad pluralista.

Como bien señaló Péguy, no estamos ante un mal cristianismo, sino ante una descristianización activa, donde las miserias contemporáneas ya no son cristianas. Esto ha dado lugar a una policrisis moral, cultural y espiritual, cuyas consecuencias se extienden por todos los ámbitos de nuestra sociedad.

Conclusión

La religión no es simplemente una creencia personal; es también una fuente de valores morales, las virtudes necesarias para alcanzarlos, cohesión social y sentido existencial. Al excluirla del espacio público, no se logra una sociedad más justa ni más neutral, sino una sociedad más fragmentada, contradictoria y, en última instancia, más frágil.

En palabras de Habermas, la democracia tiene la obligación moral de escuchar la voz de la religión, porque el silencio impuesto a esta voz no puede sino traducirse en un empobrecimiento espiritual y ético colectivo.

Y es que, como decía C.S. Lewis, con una amarga ironía: «Incluso Lucifer cree en Dios.»

La cultura hegemónica. Perspectiva de género, wokismo y cancelación cristiana (3)

En palabras de Habermas, la democracia tiene la obligación moral de escuchar la voz de la religión, porque el silencio impuesto a esta voz no puede sino traducirse en un empobrecimiento espiritual y ético colectivo Share on X

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