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La Sociedad Desvinculada (4). La vinculación «hacia atrás» y «hacia delante»

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No se trata solo del vínculo en tiempo presente. Debe existir, así mismo, una articulación fuerte hacia el pasado y el futuro para que el ser humano se realice y la sociedad sea buena. Hacia atrás el vínculo se configura en la tradición, el derecho consuetudinario, las costumbres, la percepción histórica y la propia lengua y cultura. Todo esto desarrolla un determinado tipo de racionalidad que contiene de manera coherente la moral, que no puede ser nunca fruto de un diseño instrumental construido exprofeso, a posteriori del acto que se pretende juzgar. Los observatorios «éticos» que consideran aspectos fragmentados, ámbitos específicos de las prácticas de hombre, están carentes de una concepción integral del fin del ser humano y de su «deber ser». Por sí mismos, son la constatación de la gran indigencia moral de nuestro tiempo. Observatorios dedicados a la bioética, a la transparencia de las administraciones públicas, a la violencia contra la mujer, para citar algunos de los más redundantes, solo contribuyen a la confusión. ¿Cómo pueden establecer lo que es ético si no disponen de una idea integral y completa del ser humano realizado, a no ser que lo confundan con lo legal y, en ese caso, ya están los jueces y juzgados para establecerlo? Los observatorios de éticas segmentadas son una manifestación plenamente celebrada de la fragmentación moral que aqueja a la sociedad euroamericana.

La relación entre identidad y el marco moral en la que se desarrolla es esencial. Este concepto sobre la identidad se enfrenta a la visión propia de la desvinculación para la cual es posible que nos deshagamos por completo de los marcos referenciales y consideremos solo en cada momento nuestros deseos y aversiones, nuestros gustos y antipatías. Desde este punto de vista, la cuestión de los marcos referenciales vendría a ser algo artificioso. Para Taylor, en cambio, —como para MacIntyre y, de hecho, en toda nuestra tradición cultural— pertenece a la clase de cuestiones ineludibles. «Ha de existir previamente a cualquier acción humana un marco de cuestiones sobre los bienes potentemente valorados, que no quede sujeta cualquier elección o cambio cultural aleatorio. A la luz de lo que comprendemos como identidad, la imagen de un agente humano libre de todos los marcos referenciales representa más bien a una persona dominada por una tremenda crisis de identidad»[1].

Y más adelante escribe:

«No es posible ser un yo en solitario. Soy un yo solo en relación con ciertos interlocutores. La cultura moderna ha desarrollado concepciones del individualismo que presentan a la persona humana, al menos potencialmente, ensimismada, declarando su independencia de la urdimbre de interlocución que originalmente la formó o, por lo menos, neutralizándola. Es como si la dimensión de interlocución solo fuera significativa en la génesis de la individualidad»[2].

Desde este punto de vista, ¿puede extrañar a nadie que nuestra época sea la de la crisis de identidad y a la vez la de los paroxismos identitarios, los dos extremos del eje que señalan la ausencia del punto medio signo de virtud?

Pero no basta con el pasado para realizar nuestra identidad. Toda comunidad de memoria comporta otra de proyecto a no ser que viva en la decadencia. Necesitamos, al mismo tiempo, los lazos que nos articulan con el futuro, «hacia adelante». Son decisivos porque permiten lo que llamamos progreso, aquello que procura unas buenas condiciones para nuestros hijos y nietos, la continuidad como Polis, como sociedad, como especie humana. Significa, en definitiva, un compromiso intergeneracional en el que quienes tienen capacidad para obrar en el presente actúan para facilitar la vida buena de las generaciones futuras. La inversión a largo plazo en la que el retorno del capital queda muy desplazado en el tiempo, el ahorro en beneficio de los hijos, la decisión a favor de los nietos, el ajuste y equilibrio fiscal para evitar que la deuda pública se coma la renta de nuestros sucesores, la protección del medioambiente, la salvaguarda de los recursos naturales no renovables, y un consumo ajustado a su capacidad de renovación de aquellos que sí lo son. Todo ello pertenece al vínculo con el futuro.

Saint-Exupéry cantaba la grandeza del mandar responsable, de los vínculos con la comunidad, con los otros y con las cosas que identifican nuestra vida. Lo explica muy bien en El Principito, este cuento para niños y lección para adultos. En un pasaje del libro, el Principito se muestra desolado cuando descubre que en la Tierra hay multitud de rosas como la suya, cuando él pensaba —porque así era en su pequeño planeta— que su rosa era excepcional porque era única. Viendo su desolación, el Zorro, su nuevo amigo, lo consuela haciéndole ver la realidad. Y, al descubrirla, el Pequeño Príncipe dice a las muchas rosas de la Tierra: «Sois muy bellas, pero no puedo morir por vosotras. Sin duda, quien pase junto a mi rosa creerá que todas sois iguales, pero para mí la mía es más importante que todas vosotras juntas, porque es a ella a la cual he regado y abrigado, la que he cuidado. Porque es mi rosa». Esto es en definitiva el vínculo y esta es la razón de la belleza percibida por su presencia y el motivo de nuestra predilección. La relación permanente a caballo entre el afecto y el deber que nos une a los seres humanos, más allá de nosotros mismos, y también más allá del presente. Es lo que hace posible, y resuena la palabra de Saint-Exupéry, «salvar el nudo invisible que convierte aquellas cosas —la rosa, el campo de trigo, la catedral— en dominio, patria, rostro familiar».

[1] Taylor, Charles. Orígenes del Yo. La Construcción de la Identidad Moderna, Paidós Barcelona 1996 (1989).

[2] Ob. cit., p. 64.

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