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La Sociedad Desvinculada (44). La injusticia social manifiesta

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El escenario de la economía desvinculada representa el crecimiento de la desigualdad y el aumento de la pobreza. Es el espacio social donde además se practica la ostentación del lujo y la riqueza en sus términos más paletos y exuberantes.

Es el tiempo en el que publicaciones periodísticas enteras y programas de televisión se dedican a contar con todo detalle el malgasto de unas minorías que ostentan una abundancia creciente en tiempos de privación, que ocasionalmente disfrazan con gestos de pretendida solidaridad, ignorando que tal cosa no existe cuando se vive en la injusticia social.

El mundo de la farándula de los contratos archimillonarios se ha convertido en el fruto de una población alienada por la cultura de la desvinculación, que ha perdido el sentido de lo bello y lo ha substituido, por estímulos primarios cada vez más basados en el estímulo sexual.

Pero este no deja de ser menor ante las minorías que ocupan el agudo vértice de la pirámide de rentas, a las que se añade un tercer sector formado por la clase extractiva de  rentas públicas. También se mantienen estructuras del mal en el orden financiero, que facilitan la injusticia social y la desigualdad, que encuentra acomodo en los paraísos fiscales y el dinero digital dotado de una opacidad perfecta.

Y así, una vez más, se constata que la cuestión pendiente no es solo la de una grave crisis económica, sino la cultural y moral, la del sentido de la vida en lo personal y como proyecto colectivo.

Ha desaparecido del imaginario político y económico toda idea de cogestión, de participación de los trabajadores en la empresa, y esto constituye todo un signo.

Alemania mantiene su economía social de mercado y con ella una fuerte intervención de los sindicatos, pero se está creando un mundo aparte de trabajadores a precario y minijobs, que poco tienen que ver con el llamado capitalismo renano. Las recetas vestidas de maneras distintas siempre acostumbran a ser las mismas: salir de las crisis con menos salario laboral y social, y con un coste de la vida en aumento. Es necesario ser muy de «elite» para concebir esto como una solución para el pueblo.

Al mismo tiempo que reiteran la receta del empobrecimiento de la mayoría, se olvidan de un dato fundamental, la urgencia de la reforma fiscal, dirigida a reducir una economía sumergida y conseguir que las grandes rentas y los beneficios empresariales de las grandes empresas paguen de acuerdo con su tamaño. Todo esto es el enfoque propio de la economía desvinculada, que tiene en la tentación del consumo “low cost”, y los falsos autónomos, otros paradigmas de la desvinculación.

Porque la realidad pura y dura es que los salarios, dependiendo de cada país en cuanto al inicio, vienen cayendo.

Raghuram G. Rajan afirma que, en Estados Unidos y desde la década de los ochenta, el salario de los trabajadores del percentil 90 de la distribución salarial, es decir, los más elevados han crecido mucho más rápido que los del percentil 50, que expresa el trabajador medio. Este efecto es evidente en Alemania después de las reformas que promueven un tipo de trabajo dual, y también sucede en todos los países afectados por la crisis.

Los operadores financieros y los poderes públicos catalizaron esa falsa salida, el sentirse «rico» a base de gastar lo que no se tiene

Pero esta situación es portadora de un correlato: el de la combinación de exuberancia en el gasto de los modelos humanos que la sociedad desvinculada muestra de manera contumaz y la dinámica engañosa de crecimiento de años pasados; ambos empujaron a mucha gente a endeudarse para consumir o para comprar un hogar que no estaba racionalmente a su alcance. Los operadores financieros y los poderes públicos catalizaron esa falsa salida, el sentirse «rico» a base de gastar lo que no se tiene, porque presentaba una ventaja a corto plazo: permitía mandar al cuarto de los trastos inútiles toda idea de justicia social.

Naturalmente, la desigualdad tiene otras causas, además del desequilibrio salarial, que deben ser estudiadas a fondo.

Una de ellas es la del fracaso o abandono escolar temprano, que a su vez guarda relación con la dificultad de educar y la crisis de estabilidad de la familia.

R.G Rajan escribe: «el divorcio afecta a la salud de los niños y a sus estudios mucho más en una familia pobre que en una con recursos. La desigualdad suele perpetuarse aún más a través del entorno social»

El estilo de vida que impone la sociedad desvinculada, en la que la ruptura matrimonial es siempre una liberación, aunque no sea una necesidad, tiende a perjudicar a las personas con menores ingresos y a reproducir su debilidad en generaciones futuras. La desvinculación es un modelo de vida para grupos reducidos que, o bien pueden pagarse sus costes, o bien vivirlos como «vida bohemia» en los románticos, pero es destructiva para la mayoría, es decir, para la sociedad.

Al mismo tiempo que crece la exigencia tecnológica y la demanda de un mayor conocimiento, el proceso educativo manifiesta sus limitaciones con el descuelgue de una parte de la población joven. No solo eso, la fragmentación del saber calificada de especialización determina unos fundamentos educativos endebles. Esta fragilidad hace mucho más difícil la adaptación a los cambios laborales que exige una economía de dinámicas inciertas.

Por una parte, se afirma que nadie debe esperar trabajar en la misma empresa o en la misma actividad profesional toda la vida, pero, por otra, el proceso educativo está concebido para una respuesta inmediatista y muy específica ‑al menos teórica‑ al mercado de trabajo, sin unos buenos fundamentos que doten de mayor capacidad de adaptación.

Desregulación y distribución injustas de las cargas

La gran crisis que atenaza a Europa, amenaza a Estados Unidos y que tan difícil está resultando de superar, puede leerse también como la incapacidad de establecer la vía necesaria para reestablecer la justicia. La injusticia social crece porque la sociedad desvinculada le es propicia.

Max Otte es un economista que alcanzó notoriedad porque en 2006 anunció esta situación con su libro ¡Que viene la Crisis! Para quienes no hayan leído nada de él, debo decir que está en las antípodas de ser un antisistema. Baste con el nombre de dos centros que dirige para constatarlo, El Instituto de Desarrollo Patrimonial de Colonia y el Centro de Inversión de Valores. Es un economista, que además es gestor independiente de fondos, quien en su libro “La Crisis Rompe las Reglas” (Ed. Ariel, 2010 (2011) Barcelona), afirma que el sistema actual es una forma de darwinismo y que solo si creyésemos que la selección natural entre los humanos arroja resultados óptimos no deberíamos tocar nada de él.

Para Otte, una buena regulación debe ser simple y con pocas excepciones.

Considera sin matices que en Estados Unidos existe una oligarquía financiera poderosa y codiciosa como la que pudiere existir en Rusia y en América del Sur, y que  en Europa y en Alemania también hay entidades y agentes que forman parte de esta oligarquía. Una realidad que es consecuencia de la económica liberal. Constata  la necesidad de una regulación más estricta, motivada porque se ha desmantelado la que existía, y que el renovado fervor para fijar reglas más estrictas para las finanzas ha tenido hasta ahora un recorrido más bien escaso, y no solo porque muchos vacíos no se han llenado, sino por cuanto se han desarrollado normas tan extensas y matizadas que sirven de muy poco. Y cita el ejemplo de Obama y su reforma de los mercados financieros de 800 páginas, cuya complejidad y casuística siempre beneficia a los grandes grupos. Para Otte, una buena regulación debe ser simple y con pocas excepciones.

La economía desvinculada es por definición la economía de la oligarquía financiera y de las grandes tecnológicas de la información digital, y eso incluye un añadido que se produce en el desarrollo de la crisis empeorando el estado de las cosas: utilizan la solución en beneficio propio y en perjuicio de la mayoría.

Tres aspectos precisos lo constatan.

En el 2009, Mervin King presidente del Banco Central británico, afirmó que «Si los Bancos son demasiado grandes para quebrar, entonces es que son demasiado grandes», pero el resultado de la crisis ha ido exactamente en sentido opuesto, ha hecho crecer a las entidades financieras resultantes hasta extremos insólitos.

En España, dos grandes bancos, el BBVA y el Santander, junto con una ex caja de ahorro transformada en banco por la nueva legislación, CaixaBank, controlan la mayor parte del mercado financiero. En el caso español, las cajas de ahorro, duramente afectadas por la crisis y por una pésima y politizada gestión, han desaparecido absorbidas por los bancos. Así, la crisis ha tenido el efecto de hacer desaparecer, a caballo de sus propios errores, un sector alternativo a la banca, inicialmente muy enraizado en su entorno y en la pequeña y mediana empresa. En la medida que las cajas se desvincularon de su concepción y se transformaron de facto en bancos, se autodestruyeron facilitando la gran concentración financiera.

Un segundo caso es el dinero que el BCE ha venido prestando a la banca para dotarla de liquidez y que ha dado pie a una crematística injusta.

Los bancos han conseguido dinero del BCE al 1% que acto seguido han dirigido a comprar deuda del estado al 2,3 o más por ciento en función del riesgo del país elegido. Mientras, la falta de crédito sigue ahogando a empresas viables y favoreciendo de esta manera la falta de empleo. Pero no solo se trata de un negocio privado. El propio estado, de una forma clamorosa en el caso de España, sediento de financiación ha fomentado aquella práctica: la necesidad del estado de financiarse compite con ventaja con la idéntica necesidad que tiene el sector privado. El resultado es evidente, solo la muy gran empresa está en condiciones de acudir directamente al mercado internacional de capitales, todas las demás, la gran mayoría, viven las estrecheces de una falta de liquidez que el BCE intentó, en parte, enmendar.

La tercera cuestión ha dañado profundamente la credibilidad del sistema político y económico. Se trata del enorme esfuerzo dirigido a salvar y proteger a la banca de la crisis a cuenta del castigo sobre la mayoría de la población, o en el mejor de los casos, ‑porque no ha sido igual en todos los países‑, sin que se percibiera un esfuerzo parecido para proteger a los ciudadanos. El bien común ha sido subordinado al bien de los financieros, bajo la premisa que tal camino era mejor para todos, pero quizás lo peor no es que tal cosa haya sucedido, sino que nada impide que vuelva a suceder.

Keynes tenía una frase muy chestertoniana sobre el capitalismo. «El capitalismo se basa en la extraña convicción de que personas odiosas obrarán de alguna manera por motivos odiosos en bien de todos».

Al mismo tiempo existe otra evidencia: el capitalismo y el mercado son los mejores instrumentos de que disponemos para conseguir una dinámica positiva en una economía compleja y con menos merma de la libertad personal. Ambas cuestiones que se contraponen son tan viejas como el propio capitalismo, y la cuestión siempre ha radicado en cómo mantener sus ventajas y minimizar los efectos de su motor egoísta.

Ante este dilema, la primera cuestión que hay que dejar sentada es que la propiedad privada, la existencia de trabajo asalariado, el mercado, la obtención de una recompensa proporcionada al esfuerzo realizado y a la capacidad demostrada, el responsabilizarse de uno mismo y de la propia familia, la libertad, en definitiva, todo lo que viene a configurar el capitalismo tiene distintos sistemas operativos.

Unos conducen a la oligarquía y a los monopolios, al imperio de las finanzas, al lucro desmedido, a la clase extractiva; pero otros conducen a fórmulas de propiedad colectiva que compiten con la privada, a la participación real en la empresa de trabajadores y accionistas, a las regulaciones que impiden la ley del más fuerte, a una justicia distributiva razonable que salva a los dependientes y marginados, que concede a todos una segunda oportunidad, al tiempo que permite los beneficios personales como frutos merecidos del propio esfuerzo ligados a la capacidad de producir riqueza y empleo.

La diferencia entre uno y otro camino es esencialmente política y, por tanto, esa es la cuestión, porque en la sociedad de la desvinculación, la política, dentro de su lógica, solo conduce necesariamente a la economía desvinculada.

Solo si el proyecto político resulta alternativo podrá transformar el marco y las reglas de juego económicas. Para conseguirlo, hay que percibir todo lo que ocurre en todos los ámbitos de la vida humana, no cómo fenómenos aislados, sino como consecuencias ramificadas originadas por la propia cultura de la desvinculación, generada por la destrucción de un marco común basado en la razón objetiva y la preferencia de la pulsión del deseo.

Las izquierdas actuales, el progresismo, feminista, gender y socialdemócrata, se ha avenido al sistema porque solo produce rentistas públicos, estatificación económica, con el consiguiente poder y privilegios para el funcionariado; cuyo salario medio en el caso de España supera en mucho al del sector privado, y cuyas políticas poco afectan a los vértices de poder económico, pero castigan inexorablemente a la clase media sometida a una presión fiscal creciente, sin posibilidad de acceder a ninguna ayuda social.

ni se plantea la necesidad de una reforma administrativa que Introduzca criterios de productividad en la función pública.

Solo hace falta para constatarlo recordar cómo esta izquierda, que lleva gobernado la mayor parte del tiempo democrático, huye de una reforma fiscal, que mejore la eficiencia, la eficacia y la justicia social del sistema, o como ni se plantea la necesidad de una reforma administrativa que Introduzca criterios de productividad en la función pública.

Finalmente, y por si todo esto no bastara, aparece una negra y recurrente sombra. ¿Y si en esta ocasión sí? ¿Y si fuera exacto que las nuevas tecnologías destruyen más puestos de trabajo que los que crean? ¿Y si las tasas de paro elevadas o muy elevadas, que presionan a la baja los salarios, fueran una consecuencia estructural de la «creación destructiva» de la nueva tecnología?

No existe una respuesta cierta y además la historia desacredita este tipo de lecturas, pero en cualquier caso el debate sobre la reducción de la jornada laboral y la redistribución del trabajo (y del salario como consecuencia) vuelve a abrirse camino. De hecho, y por vías pragmáticas, ya está entre nosotros. ¿Qué son sino la floración de empleos a tiempo parcial y los minijobs?

Y esto nos conduce a otra cuestión.

El desarrollo histórico que da lugar a nuestras sociedades occidentales se basa en la mejora continuada de la productividad, la que utilizamos y medimos de manera habitual, la del producto generado por ocupado y unidad de tiempo, y la más compleja, la productividad total de los factores (PTF), relacionada a su vez con la tasa de progreso técnico, y el capital humano, que de ser un simple residuo en el cálculo de la productividad, se ha convertido en un factor decisivo. Y poca broma, porque aquel agregado de la productividad, la total de los factores es del que depende el 50% del crecimiento del PIB; mientras que de los otros dos (trabajo y capital) depende la otra mitad.

El crecimiento económico siempre ha sido la Revolución de la Productividad. Es el aumento de este ratio lo que hace posible que la clase trabajadora mute en clase media y alcance un poder adquisitivo y un estilo de vida reservados antes a la pequeña y mediana burguesía. Y es también este mismo factor, unido a la capacidad de tener descendencia y socializarla de manera adecuada, mediante el correspondiente capital social y su núcleo duro, el capital moral, los que hacen posible el tipo de capital humano necesario para mantener el estado del bienestar.

Pero, en el actual contexto, la medida habitual de la productividad en términos de resultados por hora u otra unidad de tiempo trabajada, ya no nos sirve, si al otro lado del foso va creciendo, o se mantiene un desempleo de dos dígitos. Esta sola apreciación en las economías maduras ya no sirve, porque la productividad pierde sentido si mejora a expensas  del paro y la subocupación estructural de una parte importante de la población activa, como sucede con los contratos fijos discontinuos, o los fijos a tiempo muy parcial.

Todas estas cuestiones son las que deberían ocupar el centro de la reflexión y la acción. En cualquier caso, la tesis es esta: la injusticia social manifiesta no desaparecerá sin que acabemos con la sociedad desvinculada y el sistema moral que la hace posible.

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1 Comentario. Dejar nuevo

  • Llucià Pou Sabate
    4 enero, 2024 12:16

    Me ha gustado mucho el artículo, ayuda a pensar en tantos problema que abordar: ética en la actividad empresarial, oligarquías que hay detrás de la política, la falta de coparticipación en el ambiente empresarial, el favoritismo de concesiones económicas a los bancos cuando hay crisis, la falta de clase media pues la mayoría somos trabajadores que no podemos ahorrar mucho con el sistema actual, la economía sumergida pues con prestaciones y trabajo en negro no vale la pena trabajar con salarios pequeños, y un mercado laboral que margina a mayores, jóvenes, etc.

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