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La Sociedad Desvinculada (41). Warhol como referencia

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A mediados de los años ochenta, la transformación que había experimentado la producción y la forma de percibir la cultura era evidente y, posiblemente, quien mejor expresara la radicalidad de lo acaecido fuera Andy Warhol, muerto precisamente en 1987 cuando disfrutaba de su triunfo.

Nadie mejor que Warhol para sintetizar en lo que se había convertido la vanguardia afín a la Nueva Izquierda americana, que tan bien encarnaban el anti-occidentalismo de Cage y la voluntad de triturar el arte entendido como alta cultura de Duchamp. Se trataba de eliminar la diferencia entre producción artística y los objetos comunes; entre música y ruido, y es evidente que lo han conseguido.

La vanguardia rupturista era ahora el canon; lo canónico era romper, mostrar lo desaforado, lo fuera de lo común utilizando objetos precisamente de uso común. Por consiguiente, el canon dejaba de ser la referencia para entrar en un caos donde la propia vanguardia carecía de sentido porque no había nada con lo que romper.

Ya no era decisivo quien realizara la obra, sino quien la firmara

El arte pasaba a ser un producto semimanufacturado. Su finalidad era proporcionar dinero, mucho dinero, a sus creadores, representantes e intermediarios. Ese era el fin y la vara de medir de la calidad, en ocasiones disfrazado de literatura rupturista. Esta producción en serie exigía que el autor se transformara en marca con todas sus consecuencias. Ya no era decisivo quien realizara la obra, sino quien la firmara.

Los «negros» del artista tomaban carta de naturaleza para convertirse en una forma natural de producir arte, de la misma manera que el disc-jockey producía música mezclando, sobre la marcha, sonidos creados por otros. Otra vía era la producción de piezas de fácil elaboración. También en esto el pinchadiscos resultaba su equivalente musical. Para conseguir este resultado, y que la obra siguiera siendo artística y cotizada, necesitaba un marco de referencia, una serie de teorías que lo justificasen, con lo cual se generaba otro fenómeno.

Un peluche, un orinal o una botella de Coca-Cola eran arte

La teoría del arte destruía la percepción personal de la belleza y la armonía. Era la teoría quien lo dictaba y lo artístico quedaba reducido a lo decorativo, de la misma manera que la música se limitaba al ritmo. Un peluche, un orinal o una botella de Coca-Cola eran arte. Ya se podían hacer exposiciones en museos de restos humanos plastificados.

El artista y sus managers eran en realidad expertos en el manejo de la comunicación de masas, única forma de conseguir que objetos vulgares se transformaran en piezas de valor.

En este campo, y no es el único, se hibridaban dos especies aparentemente incompatibles. La del lucro llevado a las últimas consecuencias, y la ideología de la Nueva Izquierda, que creía que estaba contribuyendo a una crítica feroz, a una destrucción del sistema establecido. Y es que sus elementos constitutivos, la crítica a la burguesía, al capitalismo, a Occidente y, específicamente, un antieuropeísmo y antiamericanismo militante pasaron de ser una propuesta política a convertirse en un producto de consumo.

El resultado ha sido doblemente dañino. La izquierda ha perdido toda su mordiente transformadora al carecer de significado y proyecto político, convirtiéndose en un estereotipo más, plagado de abstractos universales. Pero a su vez, en el caso de Europa, ha cuajado la banalización del europeísmo.

De la admiración ciega por las revoluciones latinoamericanas se ha pasado a la idolatría de las reivindicaciones árabes, hasta el extremo de haber confundido a los hermanos musulmanes con la república del Facebook.

La consecuencia de la cultura desvinculada en el arte es su banalización, el culto a la fama y la celebración del mundo tal y como es. Este nuevo paradigma tiene una poderosa ventaja que autores como Warhol, y todavía más Richard Prince, supieron aprovechar. No se necesitaban ideas propias, ni una mirada personal de la realidad, ni tan siquiera la técnica y la sensibilidad necesarias para traducirlas en su obra. Ahora bastaba con la copia de la realidad literalmente, incluso fotografiándola.

El museo aportaba la prosopopeya formal, el boato del reconocimiento intelectual

Prince ganó mucho dinero simplemente copiando las fotos publicitarias de Marlboro. Su única aportación era hacerlas mucho más grandes. Plagiando sin rubor a Duchamp, multiplicó su famoso orinal por ahí se empieza en, eso sí, material dorado. Para que todo este negocio fuera posible, se requería de diversas colaboraciones. Marchantes, galerías y críticos de arte, con su porción respectiva de pastel, pero sobre todo eran vitales los museos. Ellos eran imprescindibles para transformar la banalidad de un orinal o la fotografía de un anuncio de Marlboro en una «obra de arte». El museo aportaba la prosopopeya formal, el boato del reconocimiento intelectual.

El talento queda substituido por la fama, los maestros por los famosos, los discípulos por los «fans». La calidad se transforma en popularidad. Lo importante no es ya la obra bien hecha, sino la notoria. El arte era solo aquello que hacía el artista y puede llamar la atención, generalmente con la ayuda de otros, aunque fueran unas simples imágenes de vídeo rascándose la barriga.

solo la pobreza intelectual de la izquierda, que hoy ha llegado a su zenit, era capaz de tragar con todo ello sin denunciarlo

La ideología «revolucionaria», sin revolución, aportó el vocabulario necesario para vestir el fraude. La copia se convertía en «apropiación»; surgía la deconstrucción. Bajo la falsa cobertura de una crítica al capitalismo, que estaba encantado con el nuevo negocio, solo había un mecanismo para triunfar como individuo y solo la pobreza intelectual de la izquierda, que hoy ha llegado a su zenit, era capaz de tragar con todo ello sin denunciarlo.

Todo ello ha permitido perpetrar la gran estafa.

Han comportado la facilidad para la falsificación a gran escala que caracteriza al arte moderno, en el que una parte substancial de las obras no resistirían un peritaje. Una parte de esta falsificación es «legal», en el sentido de que quien ha vendido la obra es el autor que firma, pero no es quien realmente la ha realizado. La figura del «negro» en literatura se ha convertido en método. Warhol fue un paradigma en este sentido. La parte del león corresponde a la falsificación pura y simple.

La carencia de criterios personales hace que el comprador se fíe de los intermediarios, galerías, marchantes, pero esto, ante el ídolo del dinero, se convierte en una garantía aleatoria.

En diciembre de 2011 anunció su cierre la más que acreditada galería Knoedler & Company situada en pleno Manhattan, en la calle 70. A sus espaldas 165 años de actividad, lo que en un país de la juventud de Estados Unidos la convertía en una referencia que siempre había estado allí. Pues bien, sobre ella recaen suficientes sospechas, indicios y denuncias. Cerró a causa de la acusación de haber vendido numerosas pinturas falsas de Pollock, KooningMotherwellDieberkorn, hasta un total de 18 cuadros de un valor que oscila entre los 7 y los 15 millones de euros. Verdaderas fortunas, cuya lógica se encuentra más cercana al juego en bolsa que al de una valoración artística.

Este es solo un último escándalo de una larguísima serie que relata solo lo que se ha podido o convenido demostrar que era falso, pero está lejos de representar la magnitud de piezas producto de la trampa que contamina el arte moderno.

El talento queda substituido por la fama, los maestros por los famosos, los discípulos por los fans Clic para tuitear

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