El pasado fin de semana asistía a una celebración familiar de esas raras, pero maravillosas, por celebrar veinticinco años de vida matrimonial.
En la conversación de la comida una de mis cuñadas, de comunión diaria, me espetó: “Tú que vas siempre con curas, ten cuidado de que no te pongan una casulla”.
Tras superar el consiguiente enfado, esas palabras, que me atravesaron, se convirtieron en objeto de reflexión.
Me acordé de esa expresión que se ha normalizado en nuestra Iglesia: “laicos comprometidos”. Y mi loca imaginación presentó ante mí a un laico revestido con casulla.
El imaginario eclesial sigue entendiendo que los cristianos de primera son los sacerdotes y religiosos o consagrados; los laicos lo somos de segunda. Los primeros son llamados a vivir las bienaventuranzas, son los perfectos; los segundos, que no hemos sido escogidos por el Señor con “amor de predilección”, debemos cumplir los mandamientos – los de la ley de Dios y los de la Iglesia-.
El laico debe ser esa suerte mayoritaria de cristiano que asiste a la misa dominical, tal vez diaria, se confiesa de vez en cuando y, como mucho, echa una mano al cura en la iglesia si este se lo pide. Eso sí, sin excesos, no te vayan a “encasullar”.
A pesar de todo, hay excesos. Hay laicos que se pasan el día en la iglesia. Son los “laicos comprometidos”. Los “no comprometidos” los entienden como aquellos y aquellas que no han sido capaces de ser curas o monjas y, debido a una suerte de remordimiento, viven en la iglesia, con pretensión de llevar casulla.
El problema es que eso mismo piensan muchos sacerdotes y religiosos o consagrados. Hace algún tiempo un amigo me contaba, con cierta gracia, y mucha desilusión, que su párroco, al verle con un nivel alto de “compromiso laical”, le planteó la posibilidad de ser diácono permanente.
Es claro que se me podría decir que es un caso aislado. ¿Seguro? No lo tengo tan claro cuando con mucha frecuencia no dejamos de oír, en homilías, que Dios ama con amor preferente a sacerdotes y religiosos o consagrados. Amén de que sin sacerdotes no hay Iglesia, lo que es evidente, pero si planteáramos la cuestión de si la habría sin laicos, descubriríamos que la evidencia se desdibuja. De hecho, en la mente de muchos de nuestros clérigos y religiosos o consagrados -y también en la de algunos laicos- el modelo perfecto de Iglesia sería la solo constituida por sacerdotes y religiosos o consagrados.
Parece que la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, que habla de la llamada universal a la santidad -capítulo V- se ha tornado en papel mojado y emborronado.
Quizás habría que releerla a fin de vivirla. Si lo hiciéramos con atención, nos daríamos cuenta de que en una eclesiología de comunión se exige el reconocimiento de todas las vocaciones a fin de caminar juntos (sinodalidad), sin suplantarnos unos a otros.
El laico no es el brazo largo del sacerdote, “laico comprometido”. Ese laico raro que quiere imitar al cura o al religioso, “laico con casulla”.
Debe estar en la iglesia, pero sabiendo que su lugar propio es el mundo: está llamado a consagrar el mundo. A curar y cuidar el mundo natural y a transformar las realidades temporales según los valores del reino, las bienaventuranzas.
Así, desde su vocación y misión, participa en la liturgia eucarística -liturgia cósmica- en la que Cristo, hecho carne y sangre, recrea todas las cosas, anticipando la nueva creación en la que será todo en todo y en todos.
No es cuestión de “estar comprometido” o “ponerse casulla” sino mucho más profunda: los laicos somos tan imprescindibles en la Iglesia como sacerdotes, religiosos y consagrados. Sin nosotros, conscientes de nuestra propia vocación, el cuerpo de Cristo es cuerpo mutilado.
Convocados por Cristo a extender su reino en las entrañas del mundo lo que no es ni opcional ni de segunda. Es nuestra vocación a la que debemos ser despertados y convocados con radicalidad porque el seguimiento de Cristo no entiende de coger el arado y echar la vista atrás (Lc 9, 62).
No cabe en nosotros esa doble moral en la que nos conformamos con cumplir los mandamientos en nuestra “vida espiritual” siendo ajenos a la realidad en la que vivimos y que debe ser transformada según la vida de Cristo, los valores del reino.
Estos nos guían en comunión con sacerdotes y religiosos o consagrados, pero, eso sí, sin casulla ni medias tintas.
Los laicos somos tan imprescindibles en la Iglesia como sacerdotes, religiosos y consagrados. Sin nosotros, conscientes de nuestra propia vocación, el cuerpo de Cristo es cuerpo mutilado Compartir en X