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Las maravillas del hombre, espejo de las maravillas de Dios

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¿Qué hombre pudo soñar, hace unos años, surcar el cielo, o el cosmos?

¿Qué hombre pudo imaginar ver a distancia o grabar imágenes en movimiento?

¿Qué miles y millones de hombres fabricaran, unos un tornillo, otros una plancha y otros dirigieran el ensamblaje de miles y millones de piezas para dar luz a aparatos complejísimos que surcan mares, cielos y espacios interplanetarios?

Ningún hombre individual puede originar tales maravillas y, todos a una, conciben y fabrican verdaderos milagros de la técnica.

Las obras del hombre superan a cada uno de los hombres tomados individualmente, incluso aunque se trate de una persona que sea un genio.

Hay algo sobrehumano en la capacidad de armonizar voluntad y pericia de miles de hombres. Y podemos presentir un espíritu creador que inspira la actividad humana, sin el que ninguna obra sería posible. Así las maravillas del hombre, nos llevan a alabar a Dios, que ha dotado de tal capacidad e inteligencia al ser humano.

Ahora bien, Dios nos ha hecho libres, y nuestras obras, en uso de nuestra libertad, pueden ser inspiradas por un buen espíritu o por uno malo.

El hombre puede abusar de su inteligencia y emplearla para acabar la vida de muchos semejantes, como con la bomba atómica, portento diabólico. O en sojuzgar a los demás y alimentar el poder omnímodo de una minoría, como en el caso de la tortura científica de la extinta Unión Soviética.

Podemos, en cambio, embarcarnos en obras maravillosas, que hablan de bondad tanto como de inteligencia. Por ejemplo, en el campo de la sanidad, los progresos con los robots quirúrgicos, las intervenciones no invasivas con rayos láser o ultrasonidos, que devuelven la salud a personas seriamente enfermas. O los avances en la agricultura, con semillas que multiplican su rendimiento (revolución verde) y así remedian el hambre de gran número de hombres que en otro caso malvivirían o morirían.

Por sus frutos los conoceréis: llanto y dolor producen los portentos de la ciencia y técnica al servicio del mal. Sonrisas y felicidad son los frutos de las maravillas al servicio del bien. Podemos embarcarnos en prodigios que dan gloria a Dios o podemos encadenarnos a obras colectivas de destrucción que suponen odio a Dios y al hombre, su criatura predilecta.

Además de las obras colectivas, consideremos también las maravillas de las obras más personales: las de los escritores inspirados, la de los músicos que nos transportan a horizontes casi celestiales, la de científicos que benefician a la humanidad penetrando los secretos de la naturaleza, la de matemáticos geniales, verdaderos poetas de los números y de la lógica formal. En todos ellos vemos una inteligencia o un sentido de la belleza que nos preguntamos de dónde procede. ¿De dónde ha surgido, dado que el genio no se ha hecho a sí mismo? El hombre con fe, alaba a Dios que ha querido regalar al ser humano una capacidad e inteligencia portentosas: música celeste nos parece la sinfonía de las estrellas, también los prodigios del ser humano elevan un canto de alabanza a su Creador.

Pensar que la propia inteligencia procede de uno mismo es necedad. Dice así la Sagrada Escritura: “Y dice el soberbio en su fatuidad: “¡No atiende! No hay Dios”” (Salmo 10, 4)

Y también: “Dice en su corazón el necio: “No hay Dios”” (Salmo 14, 1)

Y, en cambio, ver que nuestra capacidad es regalo de Dios para bien de todos y de uno mismo, es ser humilde, o sea andar en la verdad. Y la inteligencia que va de la mano con la humildad será una bendición para la humanidad que cantará al Señor por sus beneficios.

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3 Comentarios. Dejar nuevo

  • Antonio Jimeno
    29 mayo, 2021 00:19

    Coincido con el autor en que el universo incluido el ser humano, que es un ser consciente de la necesidad de un Creador, nos impulsan a buscarlo. Falta encontrar la propiedad de la materia que la hace tender a organizarse a nivel físico, luego biológico y finalmente consciente.

    Responder
  • Juan Messerschmidt
    29 mayo, 2021 11:04

    Desgraciadamente debo disentir totalmente de las afirmaciones del autor. El ser humano sufre de un engreimiento que le hace olvidar toda humildad, todo sentido de la mesura. En esa soberbia está la raíz de todo pecado, como bien muestra el relato bíblico. Nuestra vanidad intelectual es además un signo de nuestra propia necedad. ¿Qué son nuestros robots, nuestras máquinas y toda nuestra parafernalia científico-tecnológica en comparación con una brizna de hierba en toda su milagrosa perfección? Yo diría que nada más que grotescas, muy a menudo maléficas parodias de una naturaleza a la que plagiamos burdamente. Como bien dice el Evangelio, mejor vestidos están los lirios del campo en su natural belleza que el sabio rey Salomón con todo su boato. ¿Cómo es posible que seamos tan vanidosos que osemos alabarnos a nosotros mismos tal como se hace en este artículo? El que lo hagamos refiriéndonos al conjunto de la humanidad y reconociendo unos pocos de nuestros gravísimos e incontables fallos no cambia nada. ¿Qué diríamos de alguien que hablase así, en términos superlativos, de su propia familia y de sí mismo? Si algo nos muestran los conocimientos que a duras penas hemos podido adquirir y de los que tan mal uso hacemos, es que no somos más que una parte ínfima de todo lo creado, que todo lo que hacemos y de lo que nos jactamos no es más que humo perecedero y caduco. Este egocentrismo colectivo es lo que más nos aleja de Dios, incluso cuando, como en el texto comentado, la intención es loable. Basta ver el precio desproporcionado en dolor y destrucción de lo creado que pagamos por cada banal «progreso» material; y cuántos y cuán graves «efectos colaterales» conlleva el conseguir cada el más insignificante de los beneficios que logramos. No digo que debamos echar por la borda toda cultura, toda civilización, pero sí que debemos apreciar lo que hemos conseguido en su justa medida, calibrando todo el mal que también ha causado y ser conscientes de que debemos ponernos un límite a nosotros mismos. Caemos una y otra vez en una soberbia satánica, aunque la revistamos de conceptos piadosos, seguimos edificando la torre de Babel y buscando pretextos para justificarnos. No podemos seguir jugando a ser dioses. Es hora madurar en la modestia, de hacer penitencia (¡qué concepto tan olvidado!), de calmar nuestras pasiones (también las puramente intelectuales) y de dedicar nuestros afanes a fines más espirituales, menos mundanos. Es hora ya de apreciar y amar la Creación tal como Dios nos la dio, sin adulterarla ni maltratarla, sin ver más en ella otra cosa que una materia prima para satisfacer nuestra vanidad y nuestro egoísmo, sea individual o colectivo.

    Responder
    • Javier Garralda Alonso
      5 junio, 2021 12:14

      Dice la Biblia que hiciste al hombre poco inferior a los angeles, lo llenaste de gloria; o sea que la propia palabra de Dios da gracias a Dios por las maravillas que ha hecho en el hombre. Claro que estoy de acuerdo con el 99 por ciento del comentario.

      Responder

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