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Luz de gas

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¡Ay, hermano, mi hermana querida! ¿Te has tropezado ya con el loco del barrio que pretende hacerte dudar de tu cordura? Es un acontecimiento a menudo solapado y sorpresivo que a todos nos inquieta cuando nos encontramos en el fondo del meollo, cuando el corral en que nos hemos metido –bajo el nombre de fiesta grande y de guardar– se alborota por monomanías que a todo miembro del clan se le clavan cual idea fija en la parte prefrontal del cerebro (la de ataque/reacción), como consecuencia de la difamación del loco del barrio. Tan loco está el tiralevitas, que hasta cuando entra agitando la cola como Pedrito por su casa en su habitual bar de la esquina, el propietario –que gusta de pelotilla– le clama: “¡Cojones, tío, eres el mejor del barrio!”. Son clamores propios de juzgado de guardia. ¡Sí, hermano! ¡Y van de santos, cacareando todos a una en el corral, pues viene el amo, que es hora de grano!

“¿No será para menos?”, te sorprenderás. ¡No, no, que va en serio! Es una para los especialistas conocida práctica de manipulación paranoica y perversa que a menudo –por menuda que es– pasa desapercibida en muchos casos para el pobre ciudadano de a pie, que viene inocente a gozar de la reunión y se va desrabotado. ¡Ay, hermano, hermana del alma, hazme caso! ¡Abre los ojos, y estate alerta!

¡Hombres al agua! Toma nota, que va al alza… Son carlancas que se extienden como señoritas de compañía por las charcas de los bajos fondos de los fumaderos de postín –que también los hay–, dada la enfervorizada epidemia –por creciente e infernal que es– del opio de la envidia que a modo de fullería corroe el alma al mediocre. No es de extrañar, pues que estamos en época truculenta en que proliferan los mediocres. Vete al tanto, hermano, hermana del alma, no seas tú bárbaro partícipe que cual pirata embarrancado acaba atrapado por el peso de la ley y enjaulado entre sus propios carámbanos en gélidos lares. Por muy organizada que tenga tu semidiós la velada previamente a toda actuación, y por muy ocultos que tenga sus planes, no olvides que pretenderá que sea lo más contagiosa posible, para cazar, así, al más inocente echando a pique en dique quebrado al náufrago desprevenido, con el marchamo de tu aprobación. Y el más inocente suele ser aquel –precisamente– que al pirata le interesa borrar del mapa, porque le hace sombra, porque lo eclipsa.

¡Sí, hermano, hermana del alma, te digo! El nombre con que se ha etiquetado la táctica psicológica en cuestión proviene de la novela “Luz de gas” (“Gas Light”, 1938) del británico Patrick Hamilton, que plasmó para el porvenir tan magna (por profundamente sentida por el acosador y por la víctima) estratagema. Tal fue el efecto dominó, que de la novela salió una película británica, de la que posteriormente Hollywood tomó el testigo y le dio resonancia con otra. ¿El argumento? Una pobre buenaza interpreta el papel de pareja de un descerebrado monomaníaco cargado de pretensiones, con objetivo oculto.

“¡Vale, vale! Pero ¿en qué cosiste esa práctica?”, me preguntarás. Mira, te digo, vete al tanto, que viene el lobo, que tanto te envidia que no deja de estar al acecho… ni aunque el tiempo pase. Él avanza decidido buscando resquicios por donde colarse y hacerte varar, primero, zozobrar, segundo, y cazarte, después, para así –tras conseguir tu naufragio– tenerte sometido a sus antojos, que le dominan junto con los que contagia a su entorno en el masticatorio improvisado en que convierte todas sus verbenas. ¡Aléjate de esa especie de pirata! Porque se trata del truco filibustero en que el acosador trata por todos los medios a su alcance (aquellos que le inspira a ramalazos su mente desquiciada) de desacreditarte, ante los otros, sí, pero procurando también que dudes de tu sano juicio. Es la única manera que al pobre se le ocurre de hundir tu credibilidad de por vida ante propios y extraños, para imponerse él, el Gran Hermano. ¡Fíjate si es grave!

“No me preocupa lo que se diga de mí, yo me limito a actuar lo mejor que sé”, me dirás, pero el caso es que el acosador arrecia tan traicioneramente y de tal maña en sus gélidos mundanales a que te encamina, que acaba alcanzando en ocasiones su objetivo con alguno de sus tentáculos, usándolos entre los suyos –sus camaradas– cual encalladuras con medias verdades cuando no con clamorosas mentiras, pero siempre exagerando la caricatura que se emborrona en su mentalidad caótica y descerebrada.

Raramente  rectifica, y aun así, si lo hace, casi nunca pide perdón. Su cobardía la sella con el marchamo a fuego de la gehena que le consume, voluntario atolladero en que acaba –inesperadamente– embarrancado, sin percatarse siquiera que se arrebaña en el fango. A tal punto ha llegado su conspiración en contra de su propia conciencia, que a pesar de que llevaba un tiempo que ésta le advertía que se encaminaba errado a los témpanos glaciares, prefirió dejarse seducir por el canto de las sirenas. Ahí, entre las rocas, acababa siendo arrojado como pasto putrefacto del infierno con el que pretendía embarrancar a sus víctimas –a ti–, y así es como –finalmente– es consumido por las llamaradas eternas de su propia mentira. “Amaron más las tinieblas que la Luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3,19). Como te digo, se extiende la práctica diabólica de que te advierto. No seas tú uno de sus impulsores… ni víctima de abuso del filibustero de turno. Mira que te aviso.

El nombre con que se ha etiquetado la táctica psicológica en cuestión proviene de la novela Luz de gas Clic para tuitear

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