Ocho mártires del siglo XX en España terminaron su pasión el 6 de septiembre de 1936: dos hijas de María Auxiliadora y un sacerdote franciscano en Barcelona, un agustino y un capuchino en Asturias, un laico de Carcagente (Valencia), donde la revolución precedió a la guerra en dos meses, un sacerdote secular –Diego Llorca Llopis– en la provincia de Alicante y otro en la de Tarragona.
En Polonia, se conmemora el martirio del beato Miguel Czartoryski (1944). En Rusia, la Iglesia ortodoxa ha glorificado a un mártir de 1946: el archimandrita Serafín Shakhmut.
Se quedaron para cuidar a una monja enferma, y los anarquistas las fusilaron

Un vallisoletano, primer mártir de la checa barcelonesa de San Elías

La revolución en Gijón podía perdonar la vida a un notario, pero no a un religioso

Fusilado con otros 22 a los que absolvió
Felipe Avelino Llamas Barrero (padre Domitilo de Ayoó, localidad zamorana), capuchino de 29 años, fue detenido cuando predicaba en Bocines (Asturias). Fue encarcelado en Candás y fusilado en el cementerio de Peón junto a otros 22 detenidos a los que él impartió la absolución. En la documentación de la Causa General sobre sacas de presos en Asturias se indica que los fusilados en la madrugada del 6 de septiembre sacados de la iglesia de Candás fueron 10 (legajo 1339, expediente 3, folio 579).
Custodio de la Eucaristía, se turnaba con su mujer haciendo vela

En Carcagente la revolución comenzó el 13 de mayo de 1936, cuando la parroquia de la Asunción, y los conventos de las dominicas, de los franciscanos y de las religiosas de María Inmaculada fueron saqueados e incendiados. El 14 de mayo fue profanado el cementerio de las dominicas, sacando cadáveres que estuvieron expuestos públicamente durante todo el día, hasta el anochecer, con la tolerancia de las mismas autoridades municipales, así como de la población. El día 16 de mayo, mandados por la autoridad municipal, unos equipos de albañiles tapiaron las puertas de todas las iglesias incendiadas, quedándose el alcalde con las llaves de los edificios. A los sacerdotes se les prohibió el uso del traje talar. Los franciscanos y las dominicas fueron expulsados violentamente de sus respectivas casas. Cuando algún sacerdote, como Salvador Fons, propuso a Pascual Torres marcharse de Carcagente, él se negó, confiando en Dios, y se sorprendía de que los sacerdotes se marcharan, pues decía: «¿Qué será de los enfermos si necesitan algún auxilio espiritual?».
Cuando estalló la guerra, el sacerdote Enrique Pelufo conservó la Eucaristía hasta principios de agosto, y luego quedó en casa de Torres, según relata una de sus hijas: «En mi casa tuvimos a dos religiosos que huían de la persecución. Las iglesias de Carcagente fueron incendiadas, y así hubo necesidad de sacar el Santísimo. Durante todo el tiempo que allí estuvo, que fue hasta el día que se lo llevaron a mi padre, él y mi madre se turnaban en hacer vela de rodillas al sacramento durante la noche. Muchas veces llevó la sagrada comunión a los enfermos durante la revolución». Él mismo siguió comulgando hasta el día de su detención. También acogió en su casa a dos religiosas de María Inmaculada, y según el sacerdote Pelufo «le prohibieron salir de casa, y desde entonces apenas salió; en mi casa ocultó con pared y cal varios objetos y vasos sagrados de la iglesia, así como los libros del archivo». De nuevo según su hija, Torres «fue llamado al comité hasta unas siete veces con el pretexto de pagarle unas facturas de ciertas obras que había hecho a un particular que había huido del pueblo.
En alguna de estas llamadas se le detuvo hasta pasar la noche entera en dicho comité. Cuando volvía a casa mostraba siempre un rostro sereno y sonriente. No me consta que en estas detenciones sufriera malos tratos. Yo le atribuía esto a su resignación, pues jamás se quejaba de nada. Mi madre siempre decía que él tenía su vida ofrecida a la causa de la religión y así solíamos recitar después de la comunión por indicación suya en tiempo de la revolución esta frase: Para que con tus santos y elegidos te alabe por los siglos de los siglos. Elegido en el sentido de los que estaban destinados al martirio». La primera vez que fue detenido, el 25 de julio, dijo: «Pobres, no saben el bien que nos hacen, de aquí al Cielo». Pero a la mañana siguiente fue a sacar a los detenidos el jefe de las Juventudes Libertarias, a quien Torres había dado trabajo en tiempos de penuria, y le dijo: «Señor Pascual, estoy avergonzado de que Ud. esté aquí encerrado».
El 5 de septiembre se presentaron cuatro milicianos preguntando por él. Según la hija, «mi madre dijo que estaba enfermo (cosa cierta, pues la noche anterior tuvo un cólico), y que le dejasen estar. Entonces mi padre que estaba en el patio tomando un tazón de leche se levantó y se presentó él mismo a los milicianos. Estos dijeron que se trataba de una breve diligencia y que pronto volvería a casa. Mi padre entró en la habitación; se puso la chaqueta, tomó unos papeles y subió al coche. Mi madre, recelándose lo que podía ocurrir, fue confortada por mi padre con palabras de aliento. Yo seguí al coche hasta el cuartel de la Guardia Civil y pasando por delante de la puerta observé que mi padre entregaba unos papeles y los objetos personales». La otra hija añade: «Antes de partir, mi padre me entregó el Santísimo Sacramento para ocultarlo en una casa más segura. En esa misma noche fui a verle al cuartel, llevándole algunos alimentos; le vi sereno y resignado. Me encomendó que rezásemos y me aseguró que no necesitaba nada».

Cuando al día siguiente su hija fue «a llevarle comida, le dijeron que no estaba allí, y al preguntar ¿en dónde, pues?, le dijeron que lo habían matado, y: ¡Ojo! en llorar. Lo mismo advirtieron después en casa». Los familiares supieron algo sobre su muerte por testigos: «El día 6 de septiembre a la madrugada fue sacado mi padre del cuartel de la Guardia Civil y llevado al cementerio de Carcagente, en donde solía parar el coche. Las mujeres vecinas de dicho lugar solían ver las ejecuciones y contaron a mi abuelo que mi padre al bajar del coche, como se oyeron unos gritos de una señora malherida, los milicianos se sobrecogieron de espanto y aprovechó aquella ocasión para entrar en el cementerio y colocarse junto a la misma zanja diciéndoles que no se preocupasen, que él quería morir enseguida, y allí mismo fue ejecutado. Calculo que la distancia que media entre el cuartel y el cementerio será de unos diez minutos a pie».
El estado 2 de Carcagente en la Causa General (legajo 1370, expediente 4, folio 5) señala que ese día ejecutaron en el cementerio a cinco personas, entre ellas, además de Torres, a una mujer de 52 años (Amparo Albert Sanz) y al exalcalde Antonio Boronat Tarragó.
«No os venguéis», dijo, antes de que le amputaran miembros y le reventaran los ojos

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