Los niños necesitan que les cuenten cuentos. La esperanza en los niños no surge de la nada, tampoco se hereda de los padres, al menos no de forma biológica, pero sí debe ser custodiada por los padres que debemos hacerla florecer y fortalecer, y no hay mejor forma de hacerlo que dedicando tiempo…y palabras. Y para ello una gran herramienta son los cuentos pues a través de ellos somos capaces de que con palabras ese tiempo sea eterno.
Porque con los cuentos, si son lo que deben ser, la simple voz puede convertirse en el trueno de la tormenta, en la llave del castillo, en espada del caballero e incluso en el rugido del dragón, esos dragones que habitan en las sombras que acechan detrás del miedo. El niño no necesita que le digan que existen: ya lo sabe. Lo siente. Lo que necesita es que alguien le diga que pueden ser vencidos. “Los cuentos de hadas no dicen a los niños que los dragones existen… Les dicen que los dragones pueden ser vencidos” nos susurraba Chesterton convencido de que los cuentos no dan miedo sino soluciones a los miedos que todos arrastramos.
No nacen en la boca, sino en el fondo del tiempo, donde el Bien no se confunde con el mal, donde lo bueno es bueno y lo malo es malo. Cuando el niño escucha y la historia esconde la Verdad, el niño lo intuye y la hace suya, las fronteras se desvanecen, se produce lo que Samuel Taylor llamaba “suspensión voluntaria de la incredulidad», una especie de fe poética. No escucha un simple relato, empieza a crear un recuerdo. Porque antes de pronunciarse, la historia ya estaba allí, esperando ser llamada.
En los cuentos las palabras reclaman su territorio en la imaginación del niño pues los cuentos no nacen solo para entretener —pobre destino sería este— sino que nacen para anclar el alma al misterio; ese misterio que para los adultos es enigma pero para los niños es respuesta, un misterio que pocos adultos son capaces de conservar sin intentar resolver y como niños intuyen que el mundo no es solo lo que ve, sino también, y sobre todo, lo que late detrás de lo visible.
Cada relato es un futuro recuerdo para la batalla que un día llegará sin aviso, porque llegará, pero el niño tendrá escudo y lanza porque detrás hubo quien a través del cuento le contó la Verdad, y recurrirá al cuento, al recuerdo – palabra que viene de «recordari” que se forma a partir de “re-“ (de nuevo) y «cordis» (corazón) “volver a pasar por el corazón”, y eso hará el niño: volverá a pasarlo por el corazón para despertar lo que ya tenía dentro y de su corazón revivirá la esperanza.
La esperanza del niño no muere por los golpes de la vida sino por el olvido de los motivos que la crearon y por eso los padres no solo debemos ser los cuenta cuentos, sino también los custodios de esos recuerdos.
La esperanza muchas veces no está en construir algo nuevo, sino en recordar lo verdadero.
Cuando se le narra un cuento a un niño, una semilla queda enterrada en silencio. Y aunque el tiempo pase, y la tierra se endurezca, y la memoria se cubra de polvo, esa semilla espera la tormenta que la hará florecer.
Porque los cuentos no son para dormir. Son para recordar que la luz no se rinde ante la oscuridad. El Bien ya ha vencido y seguirá venciendo, solo necesita héroes que recuerden que lo son, para que, cuando llegue la noche más larga, alguien, en algún lugar, se atreva a encender la lámpara otra vez y el dragón…el dragón que se prepare.
En los cuentos las palabras reclaman su territorio en la imaginación del niño pues los cuentos no nacen solo para entretener —pobre destino sería este— sino que nacen para anclar el alma al misterio Compartir en X






