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¿Para qué la Iglesia? …y ¿por qué no? (II)

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Si es cierto que eso es así [Vid. artículo anterior], ¿por qué se empeñan los oponentes de Jesucristo y su Iglesia, los enemigos de Dios, además de los débiles y los tontos, en impedirle su programa liberador? Por una razón tan ignorada como obvia: por comodidad, orgullo y dejadez y porque ceden por intereses amañados. ¿Con quién? Con los que tienen el programa que pretenden imponernos para que los cuatro gatos poderosos acaudalados de la cruzada global tengan la sociedad planetaria en sus manos. ¿Para qué? En definitiva, a fin de poder abrirle la brecha a la victoria definitiva al Príncipe de este mundo, Satanás, el Mentiroso, que pretende quitarle de las manos la Creación al Creador.

…Claro que eso de “victoria definitiva” se lo tienen muy creído. Porque Satanás -el Sometedor, el Embustero- no tiene nada de liberador. Pero, como sus secuaces andan obnubilados por el poder y la gloria que les ofrece como aparente victoria, lo que pretende es usarlos también a ellos con engaño, para imponerse él finalmente a todo ser mortal, también a ellos, en el mismo momento en que esos infelices le pongan en sus manos el mundo, y cargárselo. Es El Odiador, que con mentira y usura se rebela contra todo lo que huele a amor, bien y bondad. Es El Maligno, que odia todo lo que no sea él mismo, porque su soberbia le llevó a creerse el poder que Dios le había dado al crearlo también a él, antes de la creación del ser humano y la fundación del mundo.

Digo que se lo tienen muy creído, porque, ciertamente, de Dios Creador no se ríe nadie. “Él tiene el bieldo en la mano (…) aventará la parva (…) y quemará la paja con un fuego que no se apaga” (Mt 3,12). Son palabras -fuertes- del Precursor, Juan el Bautista. Pero el mismo Redentor, el Cristo Hijo de Dios vivo, lo aclara –contundente- en la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30.36-43).

Me dirás: “Y, si es cierto lo que dices, ¿de verdad piensas que son tan tontos los que siguen a Satanás, como para seguirle?”. Te insistiré simplemente en que la mayoría de los hombres y mujeres que se rebelan contra el plan de Dios, lo hacen por ignorancia, debilidad (sobre todo orgullo) y comodidad; también los hay, pero no tantos, que lo hacen por aquella maldad pura y dura de hacer el mal con total conciencia de lo que hacen. Más bien son unos inmisericordes indigentes sedientos de gloria y de grandeza, dignos de compasión. Pareciera que por inercia caen, porque su inteligencia, además de no ser angélica como la del Maligno, y que, por tanto, es muy limitada, está ofuscada por las pasiones, que son la puerta de entrada del Mal en su alma. Un alma que, a medida que se ensucia con el pecado, oxida y corroe cuanto toca, dentro y fuera. Porque el ser humano, expresado por la Naturaleza misma como hombre o como mujer, es un ser integral que a su vez integra y es integrado por sus semejantes los hombres y mujeres de todas las épocas y el resto de la Creación. (Vid. Encíclica Laudato Si’, n. 11, 89 y ss.).

Por eso, el mundo que conocemos, que es la Creación por medio de la cual nos habla Dios Creador, está en la actualidad al borde del abismo. Porque está oxidado, corroído por el Mal que extiende el mismo ser humano con su acción, que le ofusca y autodestruye. Hasta el punto -incluso- de no adivinar ya su vocación de eternidad, su herencia de la bienaventuranza para la que Dios lo ha creado… y hermanarse contra la Iglesia, que custodia la Verdad. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6), nos avanza Jesucristo. “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1,1). “Por medio de la Palabra se hizo todo” (Jn 1,3). “Y la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14). Todo esto nos lo aclara el principio del Nuevo Testamento, en referencia al Mesías Redentor, el Cristo Resucitado.

Sucede entonces que, por este motivo, el mundo -entendido en el sentido peyorativo del término-, con sus esclavitudes y manipulaciones sociales, políticas y culturales, ni capta ni asimila que la Iglesia haya sido instituida para bien espiritual de la Humanidad entera. Al unísono, la misma Iglesia respeta el gobierno de los hombres en todo lo que no es de orden espiritual, eso es, todo lo humano.

En efecto, es algo que constatamos en las siguientes citas de la Biblia. “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del Infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los cielos. Lo que ates en la Tierra quedará atado en el Cielo y lo que desates en la Tierra quedará desatado en el Cielo” (Mt 16,18-19). “Que toda persona esté sujeta a las autoridades que gobiernan, porque no hay autoridad que no venga de Dios” (Rom 13,1). “Estad sujetos, por el Señor, a toda institución humana: lo mismo al emperador, como soberano, que a los gobernadores” (1 P 2,13-14). Asimismo, san Pablo, el gran Apóstol de las gentes, se refiere a su amada Iglesia con palabras sin costura: “Obedeced a vuestros pastores y someteos a ellos” (1 Hb 13,17).

Constatamos, pues, con la observación de la realidad que, acostumbrados como están los que persiguen o ignoran al Cristo y su Iglesia a arrastrarse entre las pasiones más bajas, los muy condenados se rebelan contra la luz que les ciega. ¡Y “la Palabra era la Luz verdadera, que alumbra a todo hombre”! (Jn 1,9). Aún mucho menos pueden aceptar que sea la Iglesia, con su luz inmaculada, con su doctrina indudablemente exigente, la que les pueda de verdad ofrecer esa mano que les tiende con insistencia y amor de madre para llevarlos al Amor.

Contrariamente, observamos con pasmo que, no obstante, el mundo del que hablamos entiende que no entiende aquel entregarse a todo tipo de costosas técnicas y prácticas de una espiritualidad fofa, ñoña, vana y sucia (¡quién da más?) que, aunque le sugieren libertad y autocomplacencia, no le llenan, y sin embargo le arrastran poco a poco con su credulidad resbalando de bajada hacia la muerte. Y es que ya sabemos que para pactar con el diablo no hace falta más que ir cediendo… cediendo… hacia… el Infierno, como adviertes a tu llegada.

Eso es así, en definitiva, porque no hay peor muerto que el que llega previamente muerto, como aquello que apunta el proverbio de que “no hay peor sordo que el que no quiere oír”. Pues, aunque parezca mentira a un observador imparcial, se tapan los oídos a todo lo que venga de la Iglesia, que se les ofrece gratis. Ya lo repite como un estribillo Jesús en el capítulo 13 de Mateo: “¡Quien tenga oídos que oiga!”.

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