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Pensar la educación (católica) (II)

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Este es un tema muy debatido, muy trillado en la reciente historia de la Educación, al que se han dado respuestas muy variadas porque la educación cubre la totalidad de la vida humana y la vida humana tiene una gran variedad de aspectos. Algo ya he apuntado al señalar que el fin de la educación, dicho en términos profanos, es la vida buena del educando. Como respuesta provisional nos ha valido, pero ahora toca ir más al fondo. Decir que el fin de la educación es la vida buena está bien, pero se queda corto. Por otra parte, los manuales de Filosofía de la Educación suelen distinguir entre fin y finalidades, que a su vez se subdividen en objetivos, dentro de los cuales hay un sinfín de objetivos menores. Yo no quiero perderme en clasificaciones ni en palabras que no nos llevarían a ningún sitio.

El fin como causa

Bastará con sentar dos principios: uno, que el fin de la educación es el fin del hombre. Y el segundo principio, que el valor del fin está en que el fin actúa como causa, la causa final: lo último que se quiere conseguir (el fin) es motor para la acción, lo que nos lleva a obrar de un modo determinado. El fin es la razón del obrar, lo que justifica todas las acciones en cualquier campo en que el hombre se mueva, también en este de la educación.

El fin de la educación es el fin del hombre

Según se entienda el fin del hombre, el para qué vivimos, así se entenderá el para qué de la educación. Diciendo esto ya nos encontramos con un primer motivo de divergencias de opiniones porque muchos no saben para qué viven, y muchos otros directamente no quieren planteárselo; más aún, no son pocos los que niegan que tenga que haber una finalidad, consideran que la pregunta por el fin está de más, no procede hacérsela.

¿De dónde sale esta resistencia?

De un hecho cierto e irrevocable y es que si uno se pone a buscar el fin de las cosas, el fin último, acaba encontrándose con Dios o con la nada y la oscuridad más cerrada. Con Dios porque la creación entera responde a un propósito de Dios porque Dios, cuando crea, crea para algo[1]; con la nada y la oscuridad porque Dios no tiene alternativas: o Él, que es el Ser, o la nada, o Él que es la luz, o la oscuridad más absoluta. Los espíritus que se dan cuenta de esto, los que ven que preguntarse por el fin es acabar en Dios y no están dispuestos a aceptarlo, los que se resisten a que el fin de todas las cosas sea Dios y esté en Dios, no tienen otra salida que negar la existencia de una finalidad. No hay ninguna finalidad, dicen, no busquemos un para qué, que no lo hay; el mundo existe y ya está, nosotros existimos y punto, dediquémonos a conquistarlo, a estudiarlo, a modificarlo según nuestros propios criterios o intereses, a disfrutar de él, a sortear los obstáculos que nos impidan una vida cómoda o exitosa, pero no busquemos una finalidad que no la hay.

A otros, que se mueven en un nivel más bajo, les basta con ir resolviendo las necesidades más acuciantes sin buscar ningún fin ni hacerse problema con él. “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”[2].

No estamos ante una cuestión baladí, sino de gran envergadura porque renunciar a plantearse el fin es renunciar a la racionalidad, renunciar a pensar, renunciar a entender, renunciar a explicar racionalmente las cosas. La cosa es grave porque renunciar a pensar es renunciar a la propia condición humana, y lo único a lo que no se puede renunciar es a ser lo que uno es.

Nosotros, que tenemos la garantía de la fe, sabemos que “Dios es «el Primero y el Ultimo» (Is 44,6), el Principio y el Fin de todo”[3].

Hemos arrancado de decir que el fin de la educación no puede ser otro que el mismo fin del hombre, o si se prefiere, el fin de la educación es contribuir a que el hombre llegue al fin para el cual ha sido creado. Hay que preguntarse, pues, para qué ha sido creado el hombre.

¿Para qué ha sido creado el hombre?

El hombre, como el resto de la creación, ha sido creado para dar gloria a Dios porque Dios, todo lo que ha creado, lo ha creado para su gloria; “la glorificación de Dios por las criaturas es la razón última y suprema finalidad de la creación”[4]. Y todo lo que hace, lo hace también para su gloria. Esto conviene entenderlo porque el planteamiento que hacemos de la gloria humana no es el que hace Dios de su gloria. Dios es su propia gloria por lo cual no necesita buscarla fuera de sí; nosotros en cambio la buscamos fuera de nosotros porque vemos que no la tenemos dentro y nos apetece tenerla, la buscamos por apetito, pero en Dios no es así: cuando crea a las criaturas para su gloria, no las crea para cubrir una carencia, ni porque apetezca algo que no tenga, pues él tiene en sí todas las perfecciones en grado infinito; las crea por puro amor.

Este es el fin del mundo y este es el fin del hombre, la gloria de Dios. Para eso hemos nacido, para eso existimos, para eso trabajamos, para eso dominamos el mundo, para eso educamos. Para eso el Verbo de Dios se hizo hombre, para eso fue su vida pública, su pasión y muerte, su resurrección y ascensión al cielo, para eso fueron sus milagros (hay un ejemplo clarísimo que es la enfermedad y muerte de Lázaro de Betania), para eso fue fundada la Iglesia.

Respecto del fin del hombre es muy frecuente oír afirmaciones que están muy próximas, pero son distintas. Oímos decir que nuestro fin es la salvación, la santidad, que hemos sido creados para ser santos, para salvarnos, para ir al cielo, etc. Todo eso es verdad, pero esos fines son relativos a la gloria de Dios, que es el fin absoluto; nuestra santidad es fin, pero es fin derivado del fin principal; es verdad que está unido a él de manera inseparable pero es un fin consecuente, la santidad en cuanto fin del hombre está unido a la gloria de Dios como el efecto a la causa, pero no confundamos el efecto con la causa.

Algo parecido ocurre, aunque en un nivel inferior, cuando decimos que el fin de la existencia es nuestra felicidad o el dominio del mundo, cuando decimos que el fin de la educación es el perfeccionamiento de la persona humana, o que es hacer personas libres, dueñas de sí mismas, etc. Todo esto es cierto, todas estas afirmaciones son verdaderas, y no son poca cosa porque todos estos fines tienen su profundidad, su envergadura, pero ninguno de ellos se sostienen por sí mismos porque ninguno es absoluto; o están referidos a la gloria de Dios, o pierden su razón de ser; es más, ninguno podrá llegar a su término desconectado del fin absoluto.

Al fijar como fin absoluto, primero y último de la educación, la gloria de Dios, podrá haber quien se pregunte si no estamos saliéndonos de nuestro campo, si no estaremos errando por falta de realismo

Al fijar como fin absoluto, primero y último de la educación, la gloria de Dios, podrá haber quien se pregunte si no estamos saliéndonos de nuestro campo, si no estaremos errando por falta de realismo. Incluso entre las personas de fe, puede caber la sospecha de que estoy apuntando a una altura desmedida. ¿No sería más prudente y más  realista, bajar el listón?, ¿qué pasa si en vez de poner un fin tan elevado nos quedamos con otros menos pretenciosos, como los que se han señalado como fines relativos (que ya son altos)?

¿Qué pasa si no buscamos la gloria de Dios?

Pues pasa que no habrá manera de plantar cara a este río de lava despersonalizador que nos invade por todas partes y amenaza engullirnos. Manteniendo este listón alto ya es difícil no dejarse seducir y arrastrar por las incitaciones egolátricas que nos acechan por todas partes y a todas horas. En este momento no encuentro ningún ámbito de la vida social en el que no me sienta invitado a cultivar mi ego, a abrillantar mi imagen, a darme el gustazo, a destacar por donde sea, a impedir el sufrimiento a toda costa, a superar a mis limitaciones para gloria mía… en definitiva, a convertirme en ídolo de mí mismo.

Estas tentaciones, que son las de siempre, las que han sufrido todos los hombres en todas las épocas, hoy no solo no se reconocen como tales tentaciones, sino que están tan fomentadas que no hay fuerzas humanas suficientes para combatirlas. Sus promotores, sean quienes quieran, disponen de incontables recursos para hacerlas valer, verdaderos arsenales tecnológicos al servicio de la persuasión. Para todo esto no hay otro antídoto que alistarse y mantenerse en la bandera de Cristo, que decía san Ignacio y ello no es posible si, siguiendo también a san Ignacio, no nos entregamos, en todas las áreas de la vida, también en la educación, a la empresa de la mayor gloria de Dios, ¡ad maiorem Dei gloriam!

¡La gloria de Dios! Este es el fin absoluto del hombre, este es el fin absoluto de la educación. “Es, por tanto, de la mayor importancia no errar en materia de educación, de la misma manera que es de la mayor trascendencia no errar en la dirección personal hacia el fin último, con el cual está íntima y necesariamente ligada toda la obra de la educación [pues] no puede existir educación verdadera que no esté totalmente ordenada hacia este fin último”[5].

En el día a día, las cosas saldrán mejor o peor en su materialidad, tendrán a nuestros ojos y a los ojos de los demás, mayor o menor perfección, recibiremos reconocimiento, indiferencia o rechazo, pero si al hacerlas hemos dado gloria a Dios, el fin absoluto está cumplido. “Yo no recompenso por el resultado positivo sino por la paciencia y el trabajo emprendido por Mí”, le dice el Señor a Santa Faustina Kowalska[6], al comienzo del Diario, y ella lo repite más adelante: “Oh Jesús mío, Tú no das la recompensa por el resultado de la obra, sino por la voluntad sincera y el esfuerzo emprendido; por lo tanto, estoy completamente tranquila, aunque todas mis iniciativas y mis esfuerzos quedaran frustrados y no fueran realizados jamás”[7].

Por ser absoluto es el fin único, último y primero.

Único porque, por definición no puede haber dos absolutos. Absoluto es él solo, sin necesidad de otros, todos los demás, por ser relativos, pueden ser (y son) varios, más de uno.

Último porque si es absoluto, después de él no puede haber otro, ni después, ni detrás, ni por encima.

Y primero porque “aunque es lo último en la ejecución, es lo primero en la intención del agente”, según enseña santo Tomás de Aquino[8].

Conexión del fin absoluto del hombre con los fines (relativos) de la educación.

Ahora toca ver cómo conectamos este fin absoluto y último con los fines relativos de la educación. Para ello lo primero es definir cuáles son esos fines relativos. En nuestra tradición hay un consenso bastante generalizado en señalar a la felicidad como fin del hombre, y, por tanto, como fin de la educación.

La educación, se viene diciendo desde tiempo inmemorial, es camino para la felicidad.

¿Para qué es la educación? Para contribuir a conseguir ese fin (relativo a la gloria de Dios) que es la felicidad del hombre.

¿No se puede ser feliz sin educación? No. ¿Por qué no? Porque la felicidad solo puede provenir de la mayor perfección posible y la educación es justamente eso, tarea de perfeccionamiento, “perfeccionamiento intencional de las potencias específicamente humanas”[9].

La educación se justifica porque el hombre es un ser inacabado que tiene que ir haciéndose a lo largo del tiempo.

La educación se justifica porque el hombre es un ser inacabado que tiene que ir haciéndose a lo largo del tiempo. Cuando un hombre nace, viene a este mundo inacabado, sin hacer, como un ser precario, mucho más precario que cualquier cría recién nacida de cualquier otra especie, en un estado de imperfección extremo, inerme frente al mundo, con carencias por todas partes. Por eso la educación es per-feccionamiento, que viene de per-facere, hacer del todo, rematar. La educación es una tarea de perfeccionamiento larga, muy larga, de todo el ser del hombre, tan larga que ocupa la vida entera, si bien con una especial relevancia en las primeras etapas de la vida: infancia, adolescencia y juventud. “Educa al muchacho en el buen camino: cuando llegue a viejo seguirá por él”[10]. Tenemos experiencia sobrada de las dificultades con que nos encontramos para llevar adelante esta vocación educadora, porque la educación es una tarea muy compleja por diversas razones, que nos sobrepasa, entre otras cosas, porque no tenemos a las personas a nuestro cargo durante toda la vida, sino solo unos años, en algunos casos más, en otros muy pocos.

Santidad y sabiduría

Hay otra manera más modesta de decir esto mismo, que a mí me gusta más, porque es más de andar por casa ya que no está tomada de los manuales de Pedagogía. La educación está para contribuir, en la medida que Dios haya dispuesto, a que nuestros alumnos sean santos y sabios, porque ahí está la perfección humana, en que lleguen a ser santos y sabios (y nosotros con ellos); primero la santidad, y subordinada a ella la sabiduría.

Sin santidad y sabiduría el hombre no puede dar gloria a Dios. Las criaturas no racionales le dan gloria con su simple existencia, los inertes con su estar en el mundo, los vivientes, viviendo, realizando sus funciones vitales; el hombre dando culto libre y voluntario a su creador, lo cual no es posible sin el ejercicio del entendimiento, la voluntad y los afectos, que son los recursos propiamente humanos.

¿De qué forma los hombres damos gloria a Dios? Haciendo lo que Él mismo ha dispuesto que hagamos: directamente con la religión (entendiendo por tal la dedicación expresa a la relación con Él), indirectamente con la procreación y con el dominio de la tierra.

[1]     Cf. Prov 16, 4.

[2]     Is 22, 13; I Cor 15, 32.

[3]     CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, punto nº 198.

[4]     ROYO MARÍN, A. (19624). Teología de la perfección cristiana, p. 46. (Madrid, B.A.C.).

[5]     SS. PÍO XI. Carta encíclica Divini illius magistri de 31 dediciembre de 1929 sobre la educación cristiana de la juventud, punto nº 5.

[6]     SANTA FAUSTINA MARÍA KOWALSKA. Diario de la Misericordia Divina en mi alma. Punto nº 86. (Granada, 2003, Ediciones Levántate).

[7]     Ib., 952.

[8]     STO. TOMÁS DE AQUINO. Suma de Teología, I-II, c. 1, r. 1.

[9]     GARCÍA HOZ, V. (19684). Principios de pedagogía sistemática, p. 23. (Madrid, Rialp).

[10]   Prov 22, 6.

Pensar la educación (católica) (I)
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