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La identidad de la escuela católica (I)

Educación

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Ese es el título, “La identidad de la escuela católica para una cultura del diálogo”. Se trata de un documento que publicó la Congregación para la Educación Católica en el 2022, un trabajo que va a ayudarnos a ir analizando lo más específico de la escuela católica, aquello sin lo cual dejaría de ser “católica”, aunque siguiese siendo “escuela”.

Desde su inicio, el documento comienza constatando la “necesidad de una mayor conciencia y consistencia de la identidad católica de las instituciones educativas de la Iglesia” (n. 1).

Encontramos ya dos palabras claves: conciencia e identidad. De poco sirve una identidad plenamente definida, si los miembros de la comunidad educativa no tienen conciencia clara y nítida de la misma. Por otra parte, inútil sería trabajar por garantizar una conciencia robusta si la identidad del proyecto educativo está diluida, descafeinada. ¿Qué entiendo yo por un proyecto educativo diluido, de perfil bajo? Empleando una expresión del apóstol, todo aquel que presente “un evangelio distinto del que habéis recibido” (Ga 1, 9).

La cosa parece sencilla, pero en la práctica todos sabemos que no lo es, por eso el documento alude inmediatamente a “conflictos causados por diferentes interpretaciones del concepto tradicional de identidad católica”.

Efectivamente, ahí está el problema, cuando las personas nos ponemos a interpretar el evangelio; mira que es claro, ¿verdad? La fidelidad a la revelación —Sagrada Escritura, Magisterio de la Iglesia y tradición— es el único camino para garantizar una identidad católica robusta.

Antes de seguir adelante, surge enseguida una pregunta que mucha gente se hace:

¿Por qué la Iglesia tiene que meterse en la tarea educativa?

La respuesta es muy sencilla, y la tenemos en el n. 5 del documento: por “obediencia a su misión de anunciar el Evangelio enseñando a todas las naciones” (Mt 28, 19-20).

Pero eso a mucha gente le da igual y, hoy en día, en este paraíso de libertad y tolerancia en el que vivimos, es muy frecuente considerar que la labor de la Iglesia en este terreno no es más que una intromisión inaceptable, poco menos que una injerencia totalitaria, propia de tiempos superados. Aunque, en realidad es frecuente pensar así en relación con cualquier acción que la Iglesia católica desarrolle fuera de sus sacristías: “todo lo que usted haga de puertas para dentro, estupendo, ahora bien, como salga usted a la calle, entonces ya está pisando el terreno de nuestras libertades”.

Es curioso el asunto, sobre todo porque vivimos en una sociedad llena de grupos sociales —me niego a usar el anglicismo de moda— que toman la calle cada dos por tres, ¡y cualquiera se queja!; ahora bien, si se trata de la Iglesia católica, la cosa cambia. Vamos, que “la Iglesia dentro de las iglesias, que es lo suyo, haciendo el menor ruido posible”. Lo dicho, ¡viva la libertad!

Y, claro, ¡que no se le ocurra a la Iglesia adoctrinar ni catequizar a los niños en los colegios! Olvidamos con frecuencia que no hay ni un solo niño escolarizado en una escuela de ideario católico que esté ahí por obligación. La mayoría de ellos están ahí porque sus padres han elegido libremente ese Centro educativo para sus hijos, como debe ser.

En la misma línea, el documento insiste en que “la acción educativa llevada a cabo a través de las escuelas no es una obra filantrópica de la Iglesia para responder a una necesidad social, sino una parte esencial de su identidad y misión” (n. 10).

Esto no quita para que, además, su labor dé respuesta a una necesidad social, pero es una respuesta que surge como consecuencia de la fidelidad de la Iglesia a su misión, encomendada por el mismo Jesucristo “id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 19). Hay una consecuencia muy clara de todo esto para el educador católico: su tarea diaria, su trabajo, se integra dentro de la misión de la Iglesia.

La escuela católica vive en el curso de la historia humana. Por ello, está continuamente llamada a seguir su flujo para ofrecer un servicio educativo adecuado a su presente” (n. 18).

Se aborda aquí un tema de permanente actualidad en el ámbito educativo: la dichosa innovación. Apunta a la “asunción de nuevos métodos de enseñanza, permaneciendo fieles a su propia identidad”. Creo que hay que huir de esa especie de obsesión por la innovación, que tiende a despreciar lo tradicional por el hecho de que es antiguo —razonamiento incorrecto, porque el que algo lleve muchos años no lo convierte en inválido— y a dar por hecho que toda novedad es buena y favorable para la educación —simplificación igual de peligrosa.

Ante cualquier método o herramienta educativa, sea tradicional o de reciente aparición, el educador católico debería siempre discernir el asunto al menos desde dos puntos de vista: uno pedagógico —¿es útil para formar a la persona? —, y otro a la luz de la fe —¿pretende llevar a Cristo al educando?

Hemos llegado a lo más nuclear de la cuestión, ¡llevar a Cristo!:

“Como católica… la escuela tiene una cualidad que determina su identidad específica: se trata de “su referencia a la concepción cristiana de la realidad. Jesucristo es el centro de tal concepción. La relación personal con Cristo permite al creyente proyectar una mirada radicalmente nueva sobre toda la realidad” (n. 20).

Es así: una escuela será católica cuando en ella sea posible el encuentro personal con Jesucristo resucitado. Lo he dicho en otra ocasión —Hacia una definición de la educación católica—y lo repito ahora: la mayoría de las escuelas, sean o no católicas o religiosas, afirman su intención de formar y educar en valores como la justicia, la solidaridad, la paz. Lo específico de la escuela católica, lo verdaderamente diferenciador, es que posibilita y favorece el encuentro con Jesucristo. Si esto no se da, será otra cosa, muy probablemente sea una escuela de calidad, pero no será una escuela católica.

¿Cómo se posibilita el encuentro con Cristo? Pues la verdad es que yo conozco solamente una forma, por testimonio. ¡El maestro católico está llamado a ser testigo del Señor!

No en vano, el documento habla de el testimonio de los educadores…, competentes, convencidos y coherentes, maestros de saber y de vida, sean imágenes, imperfectas desde luego, pero no desvaídas del único Maestro” (n. 23). “El educador laico católico… realiza una tarea que encierra una insoslayable profesionalidad, pero no puede reducirse a ésta. Está enmarcada y asumida en su sobrenatural vocación cristiana. Debe, pues, vivirla efectivamente como una vocación” (n. 24).

La tarea de la educación es sumamente sacrificada; el maestro debe ser alguien muy exigente; muy exigente, sobre todo, consigo mismo.

Y es que debe ser alguien capaz de transmitir no sólo el conocimiento de contenidos técnicos, sino también y, sobre todo, una sabiduría humana y espiritual…  y comportamientos virtuosos capaces de ser realizados en la práctica” (n. 34).

Transmitir comportamientos virtuosos es algo que solamente se puede hacer viviendo las virtudes con alegría; de mala manera un maestro entusiasmará a sus alumnos dándoles charlas y conferencias sobre cada una de las virtudes que quiere inculcar en ellos: de nuevo aquí, la única manera es vivir y practicar las virtudes, y hacerlo con alegría. ¿Es o no es una tarea exigente?

Hablamos del maestro, desde luego, pero el documento insiste en la responsabilidad de todos los miembros de la comunidad educativa:

“Toda la comunidad escolar es responsable de la realización del proyecto educativo católico de la escuela, como expresión de su eclesialidad y de su inserción en la comunidad de la Iglesia. Precisamente por la referencia explícita, y compartida por todos los miembros de la comunidad escolar, a la visión cristiana —aunque sea en grado diverso— es por lo que la escuela es «católica»” (n. 38).

Hasta aquí, de momento. En sucesivas entregas intentaremos ir desgranando otros puntos del documento que me parecen particularmente interesantes. Mientras tanto, animo a cualquier educador católico a su lectura:

“La identidad de la escuela católica para una cultura del diálogo”.

Lo específico de la escuela católica, lo verdaderamente diferenciador, es el que posibilita y favorece el encuentro con Jesucristo Clic para tuitear

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