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San José, modelo de paternidad en tiempos de crisis masculina

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En un tiempo de profunda confusión antropológica, donde buena parte del discurso dominante en Occidente convierte al varón en sospechoso universal —acusado de opresión estructural por el mero hecho de ser hombre, sometido a reeducación pública mediante talleres de “nuevas masculinidades”, y señalado por una cultura que patologiza la paternidad tradicional—, brilla con renovado vigor la figura de San José, el esposo de María y padre adoptivo de Jesús. Su testimonio silencioso, su fortaleza discreta, su fe sin alardes se erigen como un poderoso contrapunto al ruido ideológico, que desprecia toda noción de autoridad masculina que no sea violenta, caricaturesca o culpable.

No es casual que el papa Francisco, en plena crisis global, le dedicara en 2020 la carta apostólica Patris Corde (“Con corazón de padre”) y proclamara un Año de San José. En esas páginas sencillas y hondas, Francisco dibuja el retrato de un hombre justo que “amó a Jesús con corazón de padre”, que supo asumir un papel esencial en la historia de la salvación sin ocupar jamás el centro del escenario. San José representa una forma de masculinidad olvidada: la del custodio, no del dominador; la del protector, no del protagonista; la del servidor silencioso que obedece a Dios incluso cuando no comprende, y que asume el sacrificio sin rencor ni queja.

San José no engendra a Jesús, pero lo educa como si lo hubiera hecho. No es el dueño de la casa de Nazaret, pero la sostiene con su trabajo callado. No se impone como cabeza visible de la Sagrada Familia, pero es quien huye de noche a Egipto, quien vuelve cuando el peligro ha pasado, quien enseña a Jesús el oficio y el amor por las Escrituras. Su autoridad no proviene del poder, sino del amor responsable. Es un varón justo —dice el Evangelio—, que no busca su interés ni reclama derechos, sino que se entrega por entero al designio de Dios y al bien de su esposa y de su hijo.

Es esta la virilidad que el mundo moderno ha despreciado: la que sirve sin servilismo, la que cuida sin infantilizar, la que protege sin dominar. Una virilidad profundamente cristiana, no gritona ni posesiva, sino fecunda y firme. Por eso tiene razón el papa al decir que San José esel hombre que pasa desapercibido, el hombre de la presencia diaria, discreta y oculta, que, sin embargo, desempeña un papel incomparable en la historia de la salvación”.

El obispo catalán Josep Torras i Bages, verdadero patriarca espiritual del renacimiento católico catalán a comienzos del siglo XX, ya había intuido esa grandeza callada. En una época de fuertes tensiones ideológicas, dedicó un mes entero del calendario litúrgico a honrar a San José. No por devoción piadosa sin más, sino porque veía en él el modelo de hombre que podía regenerar la vida familiar, el trabajo honesto y la vida espiritual del pueblo. El culto josefino en Cataluña, impulsado por Torras i Bages y alimentado por la piedad popular, conserva hasta hoy su vigor, como muestran santuarios emblemáticos como el Real Santuario de San José de la Montaña en Barcelona, inaugurado en 1902 y coronado canónicamente en 1921 —el primero dedicado a San José en España—, donde miles de fieles siguen acudiendo cada año con sus plegarias y cartas.

En Talavera de la Reina, otro santuario diocesano a San José ha sido recientemente erigido y declarado lugar jubilar. En Cotignac, Provenza, se encuentra el único santuario del mundo donde la Iglesia reconoce oficialmente una aparición de San José: en 1660, un anciano misterioso condujo a un pastor hacia una fuente milagrosa. Hoy, decenas de miles de peregrinos acuden allí cada año. Tres lugares distintos —Barcelona, Talavera y Cotignac— pero unidos por la misma sed: la de una presencia paterna que no oprime, sino que consuela; que no exige, sino que sostiene.

La tradición litúrgica y popular ha sabido reconocer esas dimensiones. La solemnidad del 19 de marzo lo honra como Patrono de la Iglesia Universal, proclamado así por Pío IX en 1870. El 1 de mayo, fiesta de San José Obrero, recuerda su dignidad como trabajador, artesano, padre de familia. Teresa de Ávila lo proclamó su abogado, su intercesor constante. Y millones de familias lo invocan cada día como protector de los hogares, guía de los padres, defensor de los pobres y modelo de los trabajadores. En tiempos de muerte individualista, él es también el patrón de la “buena muerte”, porque expiró acompañado de Jesús y María.

Iconográficamente, se le representa a veces como joven, a veces como anciano; siempre con el lirio de la castidad, la vara florida del designio divino, o las herramientas de carpintero que dignifican su esfuerzo cotidiano. Su imagen con el Niño Jesús no es un símbolo tierno, sino una escena de enorme profundidad teológica: el padre adoptivo que enseña al Redentor a vivir, a trabajar, a rezar.

Por eso, recuperar a San José hoy no es un gesto de nostalgia, sino de revolución espiritual. Frente a un mundo que disuelve la paternidad en la sospecha, que vacía la masculinidad de sentido y que banaliza el compromiso conyugal, él ofrece un camino exigente, pero fecundo: el del amor responsable, el trabajo honrado, la piedad discreta y la obediencia libre a Dios. No es un patriarca del poder, sino del servicio. Y eso lo convierte, no en figura del pasado, sino en profeta del futuro.

Es esta la virilidad que el mundo moderno ha despreciado: la que sirve sin servilismo, la que cuida sin infantilizar, la que protege sin dominar. Una virilidad profundamente cristiana, no gritona ni posesiva, sino fecunda Compartir en X

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